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"Más silenciosa que mi sombra", de Ingrid Odgers:
las necesarias lecciones del desamor

Por Oscar Sanzana



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Quisiera comenzar citando dos fragmentos de la obra La creación poética (1969), de José Miguel Ibáñez, a partir de los cuales estructuraré esta breve presentación. Si bien no están referidos estrictamente al quehacer narrativo, me parecen pertinentes para adentrarnos en una breve descripción de Más silenciosa que mi sombra.

Señala Ibáñez que “en el poema hay vida y experiencia, y las hay con una intensidad concentrada y máxima; pero solo cuando esta vida se hace vida de la forma, cuando esta experiencia se hace lenguaje, solo entonces hay poesía”. Pues bien, Más silenciosa que mi sombra es una novela escrita en formato de un diario de vida, y esto no casual. ¿Existirá algo más irreductiblemente íntimo, algo más secreto e inconfesable que las palabras náufragas que se refugian en un diario de vida? Verónica, la protagonista, se esmera en que sus confesiones queden a resguardo de las manos -indiferentes- de Alberto. Y es que al esposo distante y dotado de una frialdad brutal poco parecen importarles el sufrimiento, la precariedad afectiva de Verónica, que finalmente y al principio culposamente, cede a la posibilidad salvadora de salir a buscar a otro alguien que le devuelva su juventud y su sonrisa.

Vida y experiencia; experiencia que se hace lenguaje en clave de diario de vida, único compañero de las alegrías, penas y desventuras de Verónica. Es gracias a este diario que nos llega su testimonio de soledad, hastío y postergación. El libro de Ingrid no escatima en buscar la identificación con el lector o lectora, e incluso ofrece ciertos pasajes que permiten situar a quienes exploran sus páginas en una dinámica de reconocimiento.

Afirmo, las relaciones familiares se deterioran al no saber decirse las cosas con amor y comprensión, al no saber interpretar uno lo que el otro le quiere decir, al tratar de cambiarle a como dé lugar para hacer realidad las expectativas que llevaron al matrimonio, al asumir actitudes defensivas cuando se sienten atacados en su intimidad, al no sentirse aceptados por ser como son, y al no contar con el estímulo para asumir con plena libertad la mejora personal (p.43).

Lo anterior permite establecer igualmente un diálogo con las motivaciones creadoras, en este caso, tanto de Verónica, como de la propia autora de la novela. Nos acercamos, pues, a la “percepción ideal de la obra”, que consiste en la participación activa por el espectador de las motivaciones creadoras (vivencias, sentimientos, inspiración, intenciones), ta como en el alma del artista dieron lugar a la obra (Ibáñez, 1969:27).

Ese puente, aquellos “vasos comunicantes” que establece Ingrid en el lector no serían posibles sin la utilización de un lenguaje sencillo y directo, “cotidiano” si se quiere, pues es precisamente el uso de este lenguaje el que nos permite aproximarnos a la intimidad del hogar quebrado, de la familia disfuncional, pero también de la crisis existencial y del desamor.

Sentirse prisionera tampoco es un estado de felicidad, ni qué decirlo, es estar enjaulada con trozos de hielos que congelan el alma, no hay pira que lo consuma, transforma a la vida en un estado casi agónico. Cuando Alberto está en casa, la vida parece más dura, más condenadamente insufrible. Y eso que está poco (p.98).

Verónica, a sus jóvenes 35 años se cree vieja. Acepta la postergación que padece como una consecuencia natural de su “vejez”, y le parece como si la vida avanzara sin ella. Los constantes episodios de soledad, la conducta a ratos “enajenada”, el hecho de no sentirse plena o al menos “en igualdad de condiciones” en las conversaciones que sostiene con sus amistades son prueba de ello. Adonde quiera que va, incluso dentro de su propia casa, es una extraña. Y solo pareciera asomar la conciencia del necesario -e inminente- despertar de esa realidad frente a las frustraciones ajenas, como la de Pepiña, la fiel asesora del hogar.

Sí, Ingrid consigue que no permanezcamos indiferentes frente al desenlace. A medida que avanzamos en la lectura, las cosas se tornan inciertas, arremolinadas; lo único que nos queda claro, y es la impresión que posee el libro desde su primera página es que “algo grande va a pasar”. Fíjense qué curioso. Sometidos muchas veces en nuestra propia existencia a la rutina de una vida infeliz, haciendo eco de lo que Adamo inmortalizó como: “es mi vida, no es un infierno, tampoco es un edén”, y que bien podría constituirse como un himno de los amores fracasados, de las relaciones disfuncionales; de las pasiones kármicas o como quiera llamárselas; bueno, sometidos a ese infierno sobrevivible y aletargante, muchos optamos por cerrar los ojos -y pensándolo bien, todos nuestros sentidos-, y dejarnos arrastrar por la inercia. Con eso de que “tan malo no es esto”, o “al menos todavía tengo mis pequeños momentos de alegría”, como si la felicidad fuera ya inalcanzable, “a esas alturas”, “mejor diablo -o diabla- conocido que por conocer”, cerramos la puerta y nos tragamos la llave.

Es aquí donde yo me pregunto -es inevitable-: ¿cuántas verónicas, cuántos verónicos nos ahorraríamos como sociedad con una adecuada educación sentimental? ¿Acaso no son estas “habilidades blandas” de a vida las que se encargan de resolvernos los problemas más “duros”? Me duele esta Verónica, me duele en el alma y todo el rato que transcurre mi lectura de Más silenciosa que mi sombra no puede dejar de dar vueltas en mi cabeza su figura deambulando de un lugar a otro de la casa; conformándose con la mezquina rebanada de felicidad que se anida en el amor de sus hijos, o en la casi ingenua emoción y ansiedad que antecede a sus juntas con las amigas. Bien Verónica, son finamente los amigos y amigas quienes acaban por sacudirlo a uno. Es la contemplación de las vidas ajenas, siempre imperfectas, a veces felices, a veces no, pero reales al fin y al cabo. No es la felicidad ajena sino el simulacro de la nuestra la que nos remece y despierta.

Y entonces tiene lugar la subversión, el decidirse a ir al encuentro de lo prohibido. Verónica y Matías. Verónica y Álvaro. Nuevas personas para enfrentar las mismas dificutades, como dice una canción por ahí. Entrar en la búsuqeda de ese otro que acabe de liberarnos de la cárcel que sigilosamente la vida se ha encargado de tendernos y perpetuar en nosotros…, hasta aquel instante definitivo: caemos en la trampa.

Reflexiono en nosotros, convertidos en amantes, furtivos enamorados, en lo terrible que es la infidelidad, ella no nos hace más felices, nos corrompe al convertirnos en embusteros. La trampa del engaño tiene la ferocidad de un gato montés. Pienso: nos hiere en las cuerdas del placer (p.63).

Lo que sobreviene es la contemplación de uno mismo como un ser curioso, una nueva forma de vida extraña que se abre paso hacia nosotros sin que casi nos enteremos. Al menos, la contemplación en el espejo nos parece un ritual ligeramente menos patético que antes. Eso sí, cualquier brillo en la mirada no podrá omitir su carga culposa, después de todo, estamos haciendo mal, estamos siendo infieles. Casi sin reconocer que hace mucho, muchísimo tiempo, comenzamos a sernos infieles a nosotros mismos.

Álvaro llamó temprano y yo feliz de escucharlo. Hoy lo vería. Vamos a dar una vuelta a Talcahuano, Tumbes o al aeropuerto, me dijo. Pensé: dónde me lleves está bien, el lugar no importa contigo al lado. Soy una fresca, me digo, por primera vez no me asusta serlo o parecerlo (p.81).

Lo que viene después lo dejo a a expectación del lector o lectora. Es él quien habrá de juzgar o no a Verónica, a la espera de “eso grande” que está por pasar…, y pasará. Está en todos y todas las potenciales Verónicas el atender a tiempo el llamado de nuestra propia felicidad, sea porque está allí para cobijarnos del mundo exterior, para armonizarnos con él, o bien para evidenciar nuestro apego a una vida exenta de emociones y afectos.

Estoy convencido que el amor es un acto revolucionario; contrario sensu, el desamor es lo más reaccionario que puede haber, ya que atenta a las raíces mismas de aquello que esencialmente somos. Más silenciosa que mi sombra es un grito que nos alerta frente a estas cuestiones que de tan aterradoramente cotidianas que son a mí en lo personal me horrorizan. Verónica se vuelve hacia nosotros, lectores todos, con la urgencia de examinarnos a nosotros mismos: quiénes somos y hacia dónde vamos. Movimiento propio y no ajeno, no vaya a ser cosa que de tanto autoconvencimiento, de tanta resignación, acabemos transformándonos en una sombra. Salgamos de allí. Gracias, Ingrid, por el consejo.

Concepción, viernes 9 de marzo de 2018.

 

 

*Oscar Sanzana Silva, es periodista, poeta y narrador. El 2012 obtuvo grado de magíster en Literatura Hispánicas, actualmente cursa su último año de Doctorado en Literatura Latinoamericana..



 

 

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