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Entrevista a Simón Ergas, a propósito de su novela Tierra de aves acuáticas
(Ediciones Oxímoron, 2016).
“Más allá de desarrollar un mundo y los personajes y sus vidas, me divierto con la trenza que
puede hacer una narración que se contempla a sí misma.”
Por Ismael Rivera
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— Tierra de aves acuáticas es tu segunda novela. Anteriormente publicaste una novela de no ficción, De una rara belleza. ¿Cómo has sentido este cambio radical en la propuesta escritural, de lo íntimo a lo ficcional?
— Lo curioso es que ese cambio nunca existió. “Tierra de aves acuáticas” es una novela que ha sido escrita y reescrita desde hace aproximadamente diez años. Es decir, muchísimo antes de que ocurrieran los hechos que me llevaron a relatar la historia de mi abuelo en “De una rara belleza”. Casualmente mi primera publicación fue esa, pero aquello que llamas íntimo se entrometió en mi trabajo que siempre ha estado principalmente en lo ficcional. Por esa razón en la solapa de ese libro pusimos que “De una rara belleza” era mi primera y quizás única novela de no ficción. Porque fue un accidente. Fue algo potente, una necesidad casi biológica de contar una historia que estaba a punto de ser pisoteada por los bototos del tiempo. Entonces nunca existió la intención de mantenerme o no dentro de un formato. En ese momento la llamita de una vela que quizás era mi propia sangre iluminó un camino desconocido, pero que era necesario recorrer tanto para mí como mi familia. No creo que vuelva a hacerlo. El llamado de reconstruir el pasado en “De una rara belleza” se oyó tan alto, tan fuerte, que veo difícil que otra historia me encuentre así.
— En esta novela abordas un tema bastante contingente, como es la repercusión que las empresas salmoneras tienen en la vida de los habitantes del sur de Chile. ¿Ves esto desde una dimensión política, o crees que trasciende lo político?
— Una larga contingencia porque la novela comenzó a ser trazada luego de mi primera visita a Hornopirén hace diez años. Puede que nada haya cambiado. Puede que las cosas hayan empeorado. Me parece que la dimensión política del conflicto es lo primero que todos identificamos cuando nos enfrentamos a esta situación en particular. O sea, vemos que en el sur no hay fiordo perdonado, en las orillas más alejadas encontramos plumavit, plástico y desecho de las industrias abandonados por años, y lo que pensamos como acto reflejo es algo así: ¿qué cresta estamos haciendo mal?, ¿por qué creemos que levantar una industria exportable es tan importante como para arrasar un lugar?, ¿quiénes son las bestias que están regalando permisos para que se construyan calabozos en cada vuelta del mar? Lo de siempre: indignación. Sin embargo el motor de esta novela fue otro. Hubo algo más que fue lo que realmente se me metió adentro, como un estado de ánimo o un espíritu de la situación. Hace diez años fui a Hornopirén por primera vez. Me quedé un mes viviendo en la casa de un pescador y su familia. Su historia era emblemática: apellido mapuche, nacido en islotes de la zona, fue leñador, fue pescador, fue pescador toda su vida, ser pescador era su vida, y me lo contó frente al mar, ese mar frío y laberíntico, verde, sin fin, que él veía con nostalgia, con la incapacidad de poseerlo siendo que flotábamos ahí mismo. En ese momento él ya tenía otro trabajo, un trabajo: estaba contratado por una empresa de casinos de colegio y repartía víveres a las balsas salmoneras flotantes, se lo pagaban a treinta días (sin rigor) con los correspondientes descuentos previsionales. Él hacía andar su lancha una vez a la semana y recorría toda la industria llevando comida envasada para buzos y biólogos a cargo de la producción. Al acompañarlo y dar esa vuelta completa recorriendo salmoneras, lo que me quedó fue la fragilidad. Verlo dormirse al timón era la muerte lenta de un mundo idílico. Los hombres lo estábamos permitiendo, guardo la esperanza de que las aves acuáticas no.
— ¿Debe la literatura asumir un rol de denuncia, o debe limitarse a ser solo arte?
— No me gusta la palabra debe. Creo que nadie debe nada. Personalmente estoy terminando otra novela basada en un cuadro del Bosco: La muerte de un avaro. En ella muere el dueño de una universidad privada mientras los demonios alrededor suyo le roban sus pertenencias y sus recuerdos revelando cosillas de su negocio.
— Entrando al plano narrativo de Tierra de aves acuáticas, llama la atención el riesgo que tomas en el modo de contar. ¿Cómo concibes la función del artefacto narrativo en una novela? ¿Qué protagonismo debe tener el cómo se cuenta frente a lo que se cuenta?
— Hasta que alguien lo pregunta, pocas veces uno tiene la consciencia de lo que está haciendo. Entonces tomo la pregunta desde una etapa anterior: ¿tiene que tener el cómo se cuenta algún tipo de protagonismo? En cuentos viejos o nuevos, en esta novela o la que estoy escribiendo, me doy cuenta de que la respuesta es, para mí, absolutamente. Siempre, por ejemplo, me ha acomodado más la primera persona que la omnisciente, y eso ocurre por una convicción escénica frente a la escritura. Se está contando algo, alguien lo está contando y está parado en alguna parte haciéndolo, ya sea pensando, hablando o escribiendo. Más allá de desarrollar un mundo y los personajes y sus vidas, me divierto con la trenza que puede hacer una narración que se contempla a sí misma: sabe que está contando algo que sucedió antes o recientemente y sabe que en el tiempo presente está contando aquello que pasó. ¿No llega un momento, por ejemplo, en que ese relato pasado alcanza el del narrador que narra? ¿No puede pasar que incluso ese relato, como una ola, sobrepase el instante de la narración para llevarse al narrador hasta otro tiempo? Me gusta, me entretiene ese juego que permite sacar a bailar los tiempos verbales, el suspenso y las características mutantes de la voz que guiará el texto.
— ¿Quiénes son tus referentes literarios?
— Me considero incapaz de inscribirme entero en ciertos referentes. Digo, uno lee un montón. Teniendo una editorial, escribiendo, estás leyendo todo el tiempo y encontrando referentes para cada tipo de proyecto. Por ejemplo, para un libro de cuentos cortos que publicaré el próximo año me metí de cabeza en Chéjov, cosa que nunca antes había hecho y es uno de los referentes de ese libro. Para esta novela, “Tierra de aves acuáticas”, leí literatura de terror por temas de suspenso y construcción de otros mundos. La perspectiva del narrador, lo recuerdo, se me ocurrió en medio de la lectura del cuento más conocido de Lovecraft: La llamada de Cthulhu (un relato que creo que hay que volver a leer cada dos o tres años). Pero para dejar de darse vueltas, generalizaré que he leído mucho Ray Bradbury (incluso esos libritos que tiene que no son del espacio ni del futuro). Me fascina Stefan Zweig, tiene algunos relatos espectaculares pero los perfiles de artistas que hizo o esa joya: “14 momentos estelares de la humanidad”; impresiona con qué precisión y ligereza cuenta cómo cambió la historia en manos de una sola persona. Algunos cuentos de Italo Calvino son inolvidables y los de Cortázar antes me acompañaban más, pero debo mencionarlo por el tema de los narradores que conversábamos antes: Las babas del diablo, después de ese cuento no volví a leer ni escribir igual.
— ¿Afecta en tu escritura tu doble militancia, como editor y escritor?
— Sin duda. Trato de no pensar como editor mientras escribo, y mucho menos mientras otra editorial decide publicar mi trabajo. Pero lo principal es la relectura: más allá de navegar un relato, se pone uno a tapar las filtraciones de agua, a suplir a todos los remeros, la dificultad de dejar el bote a la deriva, entregar el manuscrito en las manos de otros. Releo muchísimo. Esa es mi afección. Nunca me quedo tranquilo.
— Pregúntate algo a ti mismo.
— ¿Por qué escribo con la derecha y chuteo con la izquierda?
Fotografía: Ismael Rivera
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