Tres Novelas en el Límite DIEZ NOCHES DE CONJURA. Francisco Rivas. Editorial Contrapunto, Santiago, 1990, 172 páginas.
LA CIUDAD ESTÁ TRISTE. Ramón Díaz Eterovic. Editorial Sinfronteras, Santiago, 1990, 104 páginas.
CADAVERES DEL INCENDIO HERMOSO. Virginia Vidal. Editorial Andres Bello, Santiago, 1990, 80 paginas. Por Ignacio Valente Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 22 de julio de 1990
Tres novelas dotadas de cierto interés, pero que no terminan de leerse a gusto, son las que comentaré hoy. Las dos primeras exploran los rincones ocultos de la DINA o la CNI, configurando un subgénero policial-político que empieza a hacerse habitual en la narrativa chilena del momento. La tercera novela ganó el año pasado el Premio María Luisa Bombal.
Díez noches de conjura sigue la unidad de tiempo señalada en el título —un capítulo para cada noche—, y parece haberse escrito durante el régimen pasado o apuntando hacia él y su denuncia, pues se adentra en los laberintos secretos de sus servicios de inteligencia y represión; pero, con el cambio de escenario civil y la restaurada democracia, el autor se ve obligado a proyectar la acción hacia un Chile futuro —el del régimen actual con unos años más— donde todavía siguen actuando, en forma más soterrada pero no menos eficaz, esos antiguos poderes de la oscuridad. Lo que se resiente, en el nuevo escenario, es la verosimilitud de esa pervivencia: se está hablando del pasado en tiempo futuro, lo que resulta algo artificioso. Tal vez hubiera sido más simple y más creíble, aunque menos actual, situar la acción en su contexto propio, que es el pretérito.
La novela, de trámite muy rápido —casi vertiginoso— es pura acción, puro diálogo, puro movimiento, lo que le presta un aire más bien esquelético de puro activo, donde el suspenso no es suficiente para dar vida a esa rápida escualidez. Tal ahorro de recursos narrativos constituye una buena escuela y un buen proyecto, y se parece a ese estilo que el argentino Osvaldo Soriano ha aprendido de la tradición narrativa anglosajona, pero a la obra de Francisco Rivas le falta el nervio suficiente para vitalizar esa economía de formas. A medida que la novela avanza, la acción se complica demasiado, de manera un tanto ambiciosa, hasta abarcar conjuraciones, redes e interrelaciones secretas en exceso intrincadas, sensacionalistas, de poca credibilidad. La prosa es ágil pero demasiado esquemática. El lenguaje de la acción pura no es fácil, y para dominarlo no basta con suprimir las descripciones: necesita una fuerza interior de la cual en este caso carece, y que va de la mano con la falta de suspenso genuino en la complicada acción.
La ciudad está triste, de Ramón Díaz Eterovic, tiene un tema semejante, pero es una novela más simple y menos sofisticada de argumento. Durante el régimen anterior, un detective privado sigue la pista de una estudiante desaparecida, por encargo de su hermana. La muchacha, como no tardamos en saber, ha sido aprehendida por motivos políticos, torturada en exceso —"se les pasó la mano"— y por último asesinada por los servicios secretos para borrar toda huella del asunto. El detective es un muerto de hambre venido a menos, de apariencia antiheroica, pero a la vez dotado de una astucia, valentía, destreza y fuerza como de Indiana Jones —a ratos incluso como de Rambo—, pues no en vano da con la pista verdadera, descubre a los culpables y aun los castiga definitivamente, no obstante el poder de la maraña del crimen político institucionalizado. La novela se abre y se cierra con la nota melancólica de la tristeza de la ciudad, empañada por la oscuridad de tanta represión y violencia.
El problema de este relato es lo convencional de todos sus pasos, aventuras y episodios, que uno por uno van entrando en lo previsible y en el lugar común, sea en lo referente a los hoy disueltos servicios de seguridad y su modo de operar, sea en lo relativo a los gestos —a los cotidianos y antiheroicos, así como a los épicos y heroicos— del consabido detective privado a lo Raymond Chandler. Lo más rescatable de la novela es el tono irónico de algunas observaciones y parlamentos, pero esa dimensión no alcanza a salvar a la novela del tópico generalizado. Si nuestros narradores quieren abordar los laberintos de la DINA o la CNI, deberán aguzar su ingenio policial y político, como lo ha hecho notablemente Jaime Collyer en El Infiltrado.
Cadáveres del incendio hermoso es una novela corta del todo diversa de las anteriores, donde una muchacha de doce años narra su matrimonio, forzado por la familia, con su profesor de castellano, veintidós años mayor que ella. La niña admira en su marido al poeta y al intelectual, pero aborrece su contacto físico y su aliento de alcohólico, mientras llora sus penas en una pensión de mala muerte donde ambos vegetan. El ambiente, el asunto, los personajes, todo parece indicado para provocar en el lector el disgusto. Nada hay, a primera vista, atractivo en esta historia algo sórdida. Y sin embargo, algo imponderable nos atrae en el relato de la muchacha en primera persona, algo más fácil de percibir que de explicar. Tal vez sea un cierto candor incontaminado de la narradora entre tanta sordidez, un dejo naif que persiste incluso cuando se le presta un lenguaje obviamente superior a su edad y madurez. Y tal vez ese ambiguo encanto proceda de ciertas regiones de la vida afectiva que se divisan como con el rabillo del ojo por su penosa marginalidad.
Esta gracia un poco desmedrada y a contrapelo dura a lo largo de la primera parte del relato. La segunda, que comienza cuando la niña huye de su marido y se embarca en la vida circense de corte vagabundo, significa un cambio de lenguaje narrativo y una caída en lo convencional. Las concesiones al pintoresquismo fácil del mundo del circo son excesivas, y aunque a veces hay episodios pintorescos de mejor ley, el interés decrece visiblemente. Es curioso: la atmósfera de la segunda parte es de suyo más atractiva que el argumento más bien sórdido de la primera, y sin embargo la gracia del relato reside precisamente en esa sordidez rescatada por el candor de la narradora, mientras que el atractivo circense se torna demasiado plano y obvio. Virginia Vidal pudo haber escrito una novela interesante en caso de haber conservado hasta el final esa tonalidad grisácea pero graciosa que se pierde en cuanto comienza el circo.
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DIEZ NOCHES DE CONJURA. Francisco Rivas. Editorial Contrapunto, Santiago, 1990, 172 páginas.
LA CIUDAD ESTÁ TRISTE. Ramón Díaz Eterovic. Editorial Sinfronteras, Santiago, 1990, 104 páginas.
CADAVERES DEL INCENDIO HERMOSO. Virginia Vidal. Editorial Andres Bello, Santiago, 1990, 80 paginas.
Por Ignacio Valente
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 22 de julio de 1990