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        Sobre «El mar a veces» de Javier Aguirre 
        
          Por Alejandra Moya Díaz
            
            
            
        
          
            
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“El  mar a veces” de Javier Aguirre, es un viaje hacia las profundidades de la luz que  se aloja en el todo de los elementos, el agua del océano, el viento que no  quiere, la hierba que brota en la tierra dura, la luz del sol quemante, luz del  todo, vida y muerte, “y nacer otra vez y otra vez” como dice el poeta que escribe  entonces…
        
          
             “no  serán funerales funéreos fulminantes
              es  la hierba que brota que no escucha ni cede ante tanta catástrofe
              simplemente  se limita a vivir como la luz como un hilo ascendente y rimando con ella
              hierba  luz hierba luz hierba luz hierba luz”. 
          
        
         Así,  también a partir del amor, que es el motor de todo, el escritor arranca con la  filosofía fundamental que quita las capas del ser, indicando la necesidad de,  en sus palabras, 
        
          
             “…correr  uno tras otro los visillos
              los  cristales del intelecto”
          
        
         Entregando  cuadros que nos transportan hacia eso que no se sabe cómo decir, pero de lo  cual su existencia es innegable, lo que quizás se torna una de las  particularidades más hermosas de este libro, descubierta en aquel reflejo que  logramos cuando nos adentramos en un escrito, y lo que hallamos, no es lectura,  sino fotografías, a través de las cuales el poeta encarna el oráculo y  traductor, de la profunda realidad dual vida/muerte, amor/odio, luz/tiniebla, y  en donde la tierra y cosmos, juegan cuánticamente a encontrar verdades que no  importan más después de descubrirse, imágenes que se desvanecen después de  visualizarse, y sensaciones que perduran en la retina del inconsciente  trans-generacional y colectivo de la creación; entonces nos dice: 
        
          
             “para  beber el agua solsticial
              hay  que remar
              desnudos
              sólo  avanza
              la  intensa sombra de la noche en vilo
              no  se conocen las estrellas
              allá  quedan los ciegos astros
              no  hay nada más que el suelo profundo”
          
        
         Dándonos  la sensación de escritos inundados de tristeza, o la mantención de una  consciencia sublime hacia la pulsión de muerte, para luego recogerse la línea  de la costa, relativizarlo todo, y volver a la calma, pleamar o bajamar, el  amor entonces, el dolor entonces, ya no  crean un sentido de pertenencia, idea de  castigo o muerte sin retorno, puesto que, de pronto el hablante nos hace dar de  frente con la potente realidad de la separatidad, y el amor se convierte en un  viento, en todos los vientos de este mundo, dejando de ser intransitable, como estas  imágenes:
        
          
             …  “y no todos los días el tren engulle mundos
              labra  la angustia catedrales
              vuelan  las llamaradas de los pájaros
              se  caen una tras otra las delicadas hojas”.
          
        
        El  poeta también, luego de su desequilibrio gravitacional, se acerca a la  mitología, y de pronto es la encarnación de Ícaro, paso a paso, con  minuciosidad y esmero, enlaza las plumas de las palabras, dándole al conjunto,  la suave curvatura de las alas de un ave migratoria, Golondrina Bermeja, vista  en Nehuentúe o playa Mocul, o Fardela Blanca que viaja desde Alaska a hacer su  nido en Isla Mocha, emprendiendo un vuelo sin tiempo ni destino, hacia el infinito,  expresado en los versos que este vasco araucano nos regala…
        
          
             “Ícaro  me mostró
              cuánto  pesa un naufragio
              un  hundimiento
              un  negror
              de  amor quemado”. 
          
        
        El  mar a veces, me recuerda al mar nerudiano divisado en las costas de Isla Negra,  el mismo vaivén estudiado en sus picos y rugidos que el vate, por allá en 1966,  nos entrega en su libro “Una casa en la arena”, le cito: 
        
          
             “y  sin embargo el pulso que subía
              y  bajaba a su abismo, 
              el  frío del azul que crepitaba, 
              el  desmoronamiento de la estrella, 
              el  tierno desplegarse de la ola
              despilfarrando  nieve con la espuma, 
              el  poder quieto, allí, determinado
              como  un trono de piedra en lo profundo”.
          
        
         No  cabe duda que ese nivel de hondonada bombea el hablante de este poemario, pues en  la resistencia a la gravedad de sus palabras, los océanos se reúnen en este  vaivén sin control humano, entregándonos la certeza de la nimiedad del ser, a  través de unos versos que para mí, se tornan el epígrafe de este libro: 
        
          
             “el  mar
              a  veces
              se  encabrita y salta
              sobre  la luz de los acantilados
              y  hiere con sus dientes afilados
              el  corazón de la roca más alta” … 
          
        
         Ahí  quedamos, transportados sin más, a un lugar conocido por todos, en donde el  sentido de presencia, es el existir en todos sus tiempos, como si, de alguna  forma, encarnáramos la figura de aquel pescador, sentado en la roquería, el  cual conoce imprescindiblemente el cambio de la luna y tiene en cuenta la  incertidumbre de los caprichos de, un mar a veces.