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Prólogo a La primavera vez, de Javier Aguirre Ortiz.
Nagauros, 2021

Por Aramís Quintero





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¿A qué viene, hoy en día, un libro de sonetos como este? Tal pregunta, que parece cargada de desdén y ánimo de burla, sólo esperaría, probablemente, una de dos respuestas posibles. La primera: semejante libro viene a dar rienda suelta a la añoranza de otros tiempos y estilos, la que colorea un espíritu tan conservador que resulta conmovedoramente ingenuo. Porque los grandes sonetos hay que leerlos, sin duda, así como hay que ir a las grandes pinacotecas, pero presentarse hoy en día como pintor de cuadros barrocos o románticos, o sonetista de esos tiempos, no es más que una manera coruscante de suspirar. La otra respuesta podría considerar que un libro así se inscribe en esa moderna “onda retro” que lo ha abarcado todo: objetos útiles de todo tipo, y un mundo de imágenes que desde luego puede dar cabida a las del arte de cualquier otra época. Y además podría aludirse, si se quiere, a esa voluntad de referencias que los críticos muy seriamente denominan “revisitar”. La segunda respuesta, situado el libro en esa cierta modernidad, no incluiría ya necesariamente burla o desdén. Y menos si la factura es buena, cosa que se le mira mucho al trabajo retro. La calidad de la factura no salva al mero suspirante conservador, pero es imprescindible al orfebre y a la empresa de revisitar. Sin embargo hay un problemita. El espíritu retro, cuando es consciente, y en la medida en que es creador, tiene una punta (o mucho) de ironía. En realidad, esa ironía le es esencial. Pero en el libro de Javier Aguirre no hay ironía. Al menos yo, pobre de mí, no la veo. Y si no hay ironía, la sombra de la primera respuesta vuelve a encimarse sobre el libro. Es como quien dice: “Ah, ¿entonces va en serio?”. Lo que yo veo en el libro es sinceridad. Al decir esto puedo estar hundiéndolo, desde luego, pero es lo que veo. Todo el mundo valora la sinceridad, pero esta al ingenuo no le vale. Sólo le vale si la cosa da cierto vuelco, y entonces tenemos al naïve. Pero el naïve, lo mismo el verdadero que el falso, tiene una factura muy naïve… Y en el caso de estos sonetos, ni hablar. Tampoco se revisita nada aquí. Sí, nos remite al barroco, y al romanticismo, pero no es como si de repente nos asomáramos a una escena barroca o romántica, a modo de ambientación circunstancial, o para resignificar maneras o tópicos reconocibles. No es un trabajo de “cultura”. Y mucho menos un regodeo moroso en voces y visiones queridas, por demás consagradas. No, la voz de estos sonetos tiene cosas propias que decir, y si nos remite al barroco o al romanticismo es por una profunda afinidad, y esa música, esas imágenes, esa vindicación del amor, nacen de modo natural y orgánico para decir lo que necesitan decir. Cabe por tanto repetir aquello de “Quién que es, no es romántico”. Y con el mismo derecho cabe decir: “Quién que es, no es barroco”. Al menos, es lo que diría todo el que vive la pasión bajo un signo de contradicciones y claroscuros, y no puede evitar que ese signo se imprima en sus palabras.

Quiero nacer hacia la vida nueva,
al corazón que se abre a la ventura,
quiero ser en virtud de tu figura,
quiero quemarme entero mientras nieva;
El poeta sólo dice lo suyo, como todos los poetas:
Nada más triste que la primavera,


Esta llaneza, desde el primer verso del soneto VII, trasparenta la veracidad del sentir, y hasta su lógica, quebrando la idea tópica suavemente, sin la violencia que sorprende y cautiva en el barroco. Y con la misma sinceridad cierran sus tercetos:


Los colores se pagan en dolores,
duelen los ojos al mirar el río,
y cada vez más crueles son las flores.

Nada de lo que tengo ahora es mío,
se buscan los latidos desertores,
quizá con el verano venga el frío.


Se piensa en Eliot y se siente el barroco, pero lo que se impone es una voz propia, con motivos muy propios —padecimiento, angustia de cualquier época y lugar—, y los contrastes no nos saben a puro juego de conceptos, no revisitan el barroco ni le piden prestado; el barroco los visita a ellos, se instala en ellos como en su casa. Y esa visita, más que la de su estilo y sus recursos, es la de su espíritu. Así también, con una oposición o contradicción dizque barroca, se transparenta la pasión en los primeros versos de otro soneto:


Me duele el corazón de ver tan claro
Y tanta luz me vuelve más oscuro,


Ya sabemos que el barroco, respecto al clasicismo, es un desbarajuste romántico. Los sonetos de Javier Aguirre son sin duda románticos, y en el espíritu barroco encuentran su natural intensidad y complejidad. Pero prima en ellos un orden interior, una lógica, una cierta serenidad en la pasión, en la angustia. Se resguardan de acentos estilísticos que reclamen atención por sí mismos y acaso nublen la autenticidad del sentir. El soneto termina así:


Lo último está siendo lo primero,
Y no quiero más luz que ver tu cara
oculta como luna que delira.
Esta es mi muerte y todo lo que quiero
Es que la vida se me desatara
para abrir la verdad de esta mentira.


En el libro también nos encontramos con la rosa. El poeta no la rehúye. Pero no es el símbolo de la caducidad, tan caro al barroco, ni la clásica invitación del carpe diem, sino algo más impreciso y abarcador, ligado a una experiencia o visión de muerte y renacimiento:


Esta ruina es principio de una aurora
imposible o incierta, misteriosa-
mente abriendo la puerta en una fosa
indescriptiblemente seductora.
Un rumor de silencio corrobora
la muerte o sol en la corrida losa
para volver a despertar la rosa
que el corazón ardiente más añora.


Cabe decir también que el poeta no revisita la rosa clásica. Esta es su propia rosa. Un anhelo raigal, intemporal, un reflejo del ser. Esta rosa, interior y exterior a la vez, puede encarnar en el primer amor como en la poesía misma, la belleza misma, que huye del poeta cuando llega este a su rosa, según el decir de Juan Ramón. Una rosa perecedera como la del barroco, y permanente como la del sueño:


Dónde te encontraré, rosa primera,
dónde habrás de sangrar, rosa cautiva,
Dónde renacerá tu primavera.
Dónde se entretendrá tu sombra esquiva,
dónde habrá de apagarse tu carrera,
dónde habrás de brillar, oh siempreviva.


El desdén que me imagino yo, ante un libro como este, subiría de tono por esas afinidades con el romanticismo y el barroco. Pero al margen de ellas, bastaría la elección de la forma, el soneto, para suscitar la consabida etiqueta de conservadurismo —que por sí sola no debería ser necesariamente peyorativa, pero de hecho lo es—. Así lo determina en cierto modo la academia “versolibrista”, que no ha fundado nadie ni ostenta una directiva pero ya peina canas. Y precisamente por las canas que peina, ha llegado a calar en las mentes, al punto de que las más desavisadas han dado en creer que por fortuna esas formas estróficas y métricas “ya pasaron de moda”; a sus ojos, tales formas resultaron ser, al cabo de los siglos, enojosas camisas de fuerza. Esa libertad que con ingenua ligereza celebran en el verso libre —de cuyas exigencias para el oído no se dan cuenta— ha representado para muchos, por contraste con aquellas “cadenas”, una conquista de la modernidad, un progreso rotundo como los que se ven en las ciencias. Y de hecho, en su reinado el verso libre, que tan grandes poetas ha tenido, trajo aparejada también una decadencia del oído, y una pérdida del sentido del canto en la poesía. (Algo análogo a la pérdida de la mano para el dibujo, a partir de la ausencia de figuración en la pintura). La poesía, como carmen, prácticamente desapareció. Entre todas las “vueltas atrás” de un espíritu conservador en poesía, la más notoria sería quizá, precisamente, la que reivindica el soneto, por su aura y prestigio de medallón clásico y cantabile. Un aura y un prestigio que el soneto conquistó muy pronto en castellano, desde que comenzó a escribirse “al itálico modo”. Quiero terminar, si se me permite, haciendo lo que hace todo el mundo: ver en los versos lo que quiero ver, lo que se me antoja. Y se me antoja, a tenor de lo que he venido diciendo, que el soneto XI de Javier Aguirre podría representar una cierta declaración del poeta: este asume su elección, y declara la autenticidad y libertad  de su palabra, que desconoce toda academia restrictiva, toda alambrada.


Y más allá de cuanto el sol propone
la verdad reivindica su oleaje;
no quiero hablar, no quiero ya otro traje
más que el que tu atrevida voz me pone;
no hay sombra que en tu rostro no emocione,
no hay para el mar ajeno maridaje,
no hay detenida luz, y no hay lenguaje
que en tempestuosa calma desentone:
son las olas del tiempo emocionadas
que rompen suavemente al aire puro,
limpia revolución de las miradas,
son la voz primeriza que en lo oscuro
traza la forma que las alambradas
arrumbará, cargada de futuro.


Se trata, como siempre en la auténtica poesía, de la verdad: la verdad ante todo, expresada aquí en ese lenguaje que discurre “en tempestuosa calma” —precisión significativa, no mero juego de conceptos—. Con esa libertad y sinceridad, el poeta busca y encuentra su propia rosa siempreviva.

 




 



 

 

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Prólogo a "La primavera vez", de Javier Aguirre Ortiz.
Nagauros, 2021.
Por Aramís Quintero