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Las flores del Mall / José Antonio Mazzotti
Lima: Tranvías editores, 2009

Por Luis Fernando Chueca


Entre los múltiples vasos comunicantes que existen entre Las flores del Mall y los libros anteriores de José Antonio Mazzotti, se me ocurre que destacan los que teje con Castillo de popa (1988) y Declinaciones latinas (1999). Una semejante vocación intertextual, una similar y compleja polifonía, una erudición manifiesta en referencias culturales y poéticas, tanto clásicas como contemporáneas, una cercana aproximación crítica al entorno, una parecida vocación deconstructora de relatos sólidamente asentados en el imaginario (o en cierto imaginario) colectivo.

Si uno de los detonantes del universo poético de Castillo de popa podía encontrarse en la necesidad de situar el discurso poético –y al hablante que lo ejerce– ante las urgencias de la descomposición social y de la guerra interna que el Perú atravesaba en los 80, y en Declinaciones latinas, específicamente en “Himnos nacionales”, era el develamiento de las trampas del mito fundador de nuestra república para oponerle un relato heterogéneo y crítico, ahora, en Las flores del Mall, se organiza la mirada sobre un espacio que, aunque ajeno, ha resultado a la larga inevitablemente próximo: Estados Unidos. Aunque más preciso que decir “un espacio”, sería apuntar “un discurso”: el de la nación norteamericana.

Me explico. Las flores del Mall remite, desde su título, obviamente, a Baudelaire; pero a la vez se propone –y este es el eje explícito de la primera sección– como un detenido y hondo recorrido por el National Mall de Washington D.C. Ese lugar en que, podría decirse, se sintetizan simbólicamente (a través de la arquitectura, de la concepción del espacio público, de la propuesta escultórica, de la monumentalidad) las bases del discurso oficial estadounidense: sus íconos, sus memorias, los avatares que constituyen su existencia como pueblo cohesionado al amparo de un relato articulador que la configura, así, como nación. Una comunidad imaginada que sostiene la visión de muchos norteamericanos (y de varios inmigrantes) que, a partir de ello, se reconocen como parte de una historia colectiva sin fisuras. O, mejor dicho, de una en donde todas las fisuras han sido restañadas y, por tanto, pueden dejarse apaciblemente en el olvido.

Frente a ello, el hablante poético de Las flores del Mall, a pesar de no ofrecer datos sobre su configuración como personaje, revela la mirada distante de quien se mantiene ajeno a ese concierto de comunión colectiva; de quien está allí, conoce como el que más los pliegues que han configurado ese discurso, y a ratos pareciera incluso compartir algunos de sus principios o dejarse envolver por las emociones que pretende. Pero pronto evidencia su incomodidad ante la falsificación o el ocultamiento, y punza en la tela para dejar abierta la herida por la que emerge a borbotones el tinte que ha pretendido convertirse en perfecta y armónica pintura.

Uno de los casos más reveladores de este procedimiento es el poema “Vietnam Memorial”. El hablante poético empieza su recorrido por el monumental recordatorio compartiendo el pesar del visitante ante los norteamericanos (y latinos) sacrificados en la guerra, ante sus vidas truncas o la imagen de sus cuerpos dolorosos. La palabra compasión en el sentido de “padecer con” resultaría oportuna para graficar este momento del poema. Sin embargo, emerge luego otro ánimo en el texto. A un nuevo repaso de los nombres y los sueños de los muertos en Vietnam le siguen ahora estos versos:

Ardan en el Infierno si cremaron niños, si acabaron
Con los sueños infinitos del bambú:
Todos Ustedes,
Erosione la ventisca la muesca de sus nombres
Si fueron
Por la Cabeza Blanca y sus monedas silenciosas
Cuando sus nuevas sombras se mezclan en la arena
De los túneles de Agra
Y de Tikrit.

Unos versos antes habíamos leído: “Tantos jóvenes sacrificados / Y aún no calma su hambre el Minotauro”. Estas palabras del poeta latino Persio que constituyeron el epígrafe de “Himnos nacionales”, ahora, llegados al final de “Vietnam Memorial”, duplican su sentido, pues los que parecían ser las víctimas sacrificiales de la bestia estatal que los llevaba al laberíntico matadero, se dibujan ahora como engranajes de aquello que los fagocita. Algo semejante ocurre con el poema referido al museo de los indios americanos, en el que el recordatorio oficial de las diversas etnias se estrella con las palabras del personaje poético que dicen: “Asciende como el humo y asfixia las estrellas. / Son los tres pisos de un tornado alucinado. / El fuego tiñe sus carnes chamuscadas. Gritos de horror y gritos del exilio. Historias que se elevan en un espiral radiante.” Y con el lamento que, retomando a Jorge Manrique, repite como dolorosa letanía: Qué se fizieron  / Qué se fizieron / Qué se fizieron.

La segunda sección de Las flores del Mall recorre otros espacios de la “Nueva Albión” y continúa la exploración en los contrastes entre las imágenes idílicas o edulcoradas que aparecen en superficie (marcadas aquí por la presencia multiplicada de ríos, lagos, mares, árboles) y los trasfondos que encierran. En “Háblame claro, río”, el yo poético, propuesto como peregrino en estas tierras en el poema que abre la sección, habla de “Un mundo de cadáveres ocultos [que] se desnuda por la noche”. Otros poemas recuerdan también relatos olvidados por las versiones oficiales o, incluso redescubren, en el terreno de la intimidad, “historias que se entierran en el orificio”. El hablante poético transita los parajes de esta supuesta tierra prometida con la amarga constatación de que allí “El árbol que pensaste ampararía / la libertad de los humanos, es hoy un adorno / de un cementerio aledaño”, como le dice en “Pedazos de uña” a George Washington. Se trata, en suma, de una prolongación del recorrido por, como dice otro poema, esa “otra Roma, años más tarde, donde hay un circo cuadrado / con enanos que saltan de la pantalla y clavan sus dientes / en la profundidad de la garganta”. 

La última sección presenta “vna dozena de prosas” del supuesto poeta Ernesto E. López, D.P., que se vale en sus textos de la “muerta inmortal” vallejiana, convertida de madre en amada, o en sagrada y sexualizada Virgen. En su discurso alucinado, le habla, le escribe, la contempla, la toca, la acaricia y se estremece con ella, que es ahora, en realidad –parece  así afirmarlo en el delirio de los versos–, solo el cadáver recuperado y conservado de su amada, o algún otro que imagina el de su amada, o ninguno, pues cabe que el contacto referido con ese cuerpo frío sea solo producto de la locura de su encierro. Abyección, necrofilia, devoción rayana con la mística, carnavalización, humor corrosivo, además de diferentes tono y ritmo de los versos. Todo ello parece colocar esta sección de Las flores del Mall como un punto aparte en el libro. Otro libro incluido en el mismo conjunto. Otra posibilidad de lectura emerge, sin embargo, desde el fondo de las turbias aguas del parodiado Hades de donde el sujeto poético confiesa haber recuperado ese cadáver. Si el relato histórico se ha revelado en las secciones anteriores como falsificación debajo de la cual habitan muertes ocultadas y retazos descompuestos de un pasado –y un presente– de los que la historia oficial no quiere hablar, es posible que el poeta de esta sección represente el retrato delirante de los efectos de tal imposición discursiva. En el poema “9” parece haber una clave en esta dirección. El sujeto poético menciona que su amada, calificada como “La más Virgen de las Perdidas / La más Perdida de las Vírgenes”, ha sido “Asesinada en un país lejano / Y sacrificada al río”. Otra vez el río que esconde aquello oficialmente repudiado. O escondía, antes de la recuperación del cuerpo muerto. Es, entonces, a través de esta serie de textos –que son los que en el libro podrían vincularse más con poemas de Baudelaire como “La metamorfosis del vampiro” o “El monstruo”, de donde sale el epígrafe de todo el conjunto–, que se hace posible la emergencia de lo reprimido. El cuerpo muerto e inmortal de la amada. La máxima corporeidad posible de todos esos restos que pugnan por hacerse sentir y escuchar en el discurso nacional. El amor necrofílico y desquiciado, así como la persistente escritura de este Ernesto E. López, representarían, entonces, no un corte con el desarrollo de las secciones anteriores de Las flores del Mall, sino la continuación en un registro diferente de ese mismo desarrollo. El espejo invertido y deformante de la búsqueda del autor implícito del libro. La otra cara que logra subvertir, finalmente, los silencios impuestos, porque, como dice el sujeto poético del ya mencionado “Háblame claro, río”, “Quiero saber del horror de estas colinas sumergidas”.

 

 

 

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