Poetizar
la tragedia: a propósito de una muestra señera
José
Antonio Mazzotti
La reciente publicación de la antología de poesía
peruana La letra en que nació la pena (Lima: El Santo
Oficio, 2004), de los poetas Maurizio Medo y Raúl Zurita, sirve
de excusa perfecta para la breve reflexión de las páginas
que siguen. Y a la vez, quizá, de disculpa, ya que hablar de
poesía peruana es tan ambicioso que se podría correr
el riesgo de nunca acabar. Por eso, aquí me interesa centrarme
en dicha "muestra", como sus autores la califican, pues
marca una inflexión importante en la conceptualización
de un corpus tan variado como polémico.
Pero empecemos por aclarar algunas pautas. Ese ejercicio cultural
que suele entronizarse como "poesía peruana", a secas,
ha pasado por siglos de criba etno-criolla que derivan en el anulamiento
siempre frustrado de otras formas de producción no menos poética.
Me refiero, obviamente, al océano de las oralidades en lenguas
indígenas y en castellano popular, así como a las formas
escritas en dichos idiomas y sus sociolectos, que no esperan por oficializaciones
lingüísticas para asumirse como parte de una amplia nacionalidad
o, incluso, para circular a espaldas de una nacionalidad. Esta
conciencia de las heterogeneidades asimétricas del quehacer
verbal (cónsonas con otras asimetrías sociales y económicas
harto sabidas) le ha dado a la "literatura peruana", en
general, una tensión que hasta hoy no se conjura.
Tal como el país está marcado por esas diferencias
internas y sus sistemas literarios coexisten en rango de desigualdad,
la poesía "culta" u "oficial" (la que corresponde
a la franja de intelectuales occidentalizados, en su inmensa mayoría
monolingües) recoge las particularidades cotidianas que marcan
la aventura no sólo de vivir en el Perú, sino
de vivir el Perú, dondequiera que se habite. Por eso
es importante reconocer que un sector importante de las letras peruanas
se produce en el exilio, y que esa condición favorece descentramientos
subjetivos que enriquecen la mirada sobre las identidades colectivas
que se dejaron atrás. En otras palabras: mirar el bosque en
vez de sólo el árbol nos permite entender las dimensiones
de la tragedia de una manera más diatópica y diacrónica.
No por nada los autores peruanos en el extranjero (que nada más
en los Estados Unidos ya llegan por lo menos a cuarenta, según
una reciente encuesta realizada en coordinación con Isaac Goldemberg)
aparecen de manera profusa en la antología. A la vez, y sin
salir del territorio peruano, y merced a la tan mentada globalización,
muchos de los poetas jóvenes prefieren mirar hacia otras tradiciones
y echar mano de los medios de comunicación propios de la juventud
urbana (como el "chateo", la estructura hiperdialógica
de la comunicación electrónica, y la siempre inevitable
oralidad).
En sus respectivos prólogos a la muestra de veinticuatro autores
contemporáneos, Maurizio Medo (poeta peruano aparecido en la
década del 80, con ocho libros publicados, y habitante del
in-silio arequipeño) y Raúl Zurita (poeta chileno
ligeramente anterior, internacionalmente reconocido, y de diáspora
constante) se encargan de explicar los criterios de su selección.
Lo primero que hay que notar es el corte temporal: 1970-2004. ¿Por
qué treintaicuatro años y no veinte o cincuenta? ¿Por
qué comenzar en 1970, en todo caso?
Retomando
la historia
Para entrar en autos y recordar las premisas básicas de la
reflexión, cabría señalar que es la década
del 70 la del último intento de lograr una modernidad en el
Perú desde un estado paternalista. Son los años de la
llamada "revolución peruana" bajo la égida
de los No Alineados durante el gobierno del general Velasco Alvarado,
que le dio la estocada final a la distribución latifundista
de la tierra y a toda una oligarquía supérstite de lo
que los historiadores Manuel Burga y Alberto Flores Galindo llamaron
"la República Aristocrática". Si bien este
concepto se aplica plenamente a las tres primeras décadas del
siglo XX, no deja de tener repercusiones tardías hasta la Reforma
Agraria velasquista de 1969. A la vez, esos mismos sectores atacados
por el reformismo velasquista, se regenerarían bajo otras modalidades
de producción, reinsertándose en un sistema económico
igualmente (an)globalizado.
Ahora bien, y sin intenciones de caer en una simplificadora teoría
del reflejo, fue en 1970 que se dio a conocer una de las últimas
versiones de la vanguardia revitalizada, el Movimiento Hora Zero.
Los poetas de ese grupo, en su mayoría provincianos, proclamaron
a través de manifiestos y diversas formas de activismo la decadencia
de la poesía anterior, de sus representantes cómplices
de la escandalosa explotación que al fin se empezaba -según
creían- a superar en esos años de profundo entusiasmo.
Solamente rescataban a Vallejo y al joven poeta guerrillero Javier
Heraud, asesinado en 1963. Asimismo, proclamaban la vigencia del estilo
conversacional y de una concepción escritural llamada por ellos
"poesía integral", que debía recoger todos
los materiales pertinentes para la elaboración del poema, los
sonidos de la calle, los murmullos de la ciudad, o los recuerdos del
terruño. Hay que decir también que Hora Zero no fue
el único fenómeno poético de esos años.
Hubo muchos otros autores que de manera individual (José Watanabe,
Abelardo Sánchez León, Elqui Burgos, por ejemplo) publicaron
con constancia y sin tanto barullo. La antología que editó
José Miguel Oviedo con el título faulkneriano de Estos
13 (1973) daba cuenta de que algo reciente había aparecido
hacía muy pocos años y que merecía la atención
de la crítica "oficial".
Han pasado los años y ahora empiezan a revisarse las clasificaciones
que se ensayaron entonces. Para amparar la novedad de la propuesta
horazeriana y el surgimiento de sus coetáneos, se empezó
a hablar de una "generación del 70". La operación
era bastante lógica. Ya se había clasificado a la enorme
pléyade de intelectuales (no sólo poetas) surgida veinte
años antes como "generación del 50" (un grupo
en el que destacan, en poesía, Jorge Eduardo Eielson, Washington
Delgado, Javier Sologuren, Blanca Varela, Carlos Germán Belli;
en narrativa, Mario Vargas Llosa y Julio Ramón Ribeyro; en
crítica y ensayo, Antonio Cornejo Polar; entre muchos otros).
Asimismo, en los 60 habían aparecido poetas de visibilidad
internacional temprana (Antonio Cisneros y Rodolfo Hinostroza, el
ya mencionado Javier Heraud) y novelistas como los del grupo y la
revista Narración (dentro y fuera de ella, Antonio Gálvez
Ronceros, Roberto Reyes Tarazona, Gregorio Martínez, Augusto
Higa, Eduardo González Viaña). Para poder diferenciarlos
de los anteriores, se habló de una "generación
del 60". En poesía, varios de esos autores se agruparon
bajo la emblemática muestra Los nuevos, editada por
Leonidas Ceballos (1967). Nada menos propicio, entonces, que proclamar
poco después, en contraposición no sin visos fratricidas,
el surgimiento de una "generación del 70" a principios
de ese decenio, marcado en términos históricos por la
ampliación del estado nacional y la modernización vertical
desde el ímpetu velasquista. Nótese, sin embargo, en
los tres grupos, la escasa presencia de mujeres. No porque no las
hubiera, sino porque con pocas excepciones entraban en las antologías
u ocupaban un lugar destacado en las historias literarias. Hasta cierto
punto, la reflexión crítica sobre el quehacer literario
seguía las pautas de una tradición falocéntrica
y misógina, que concebía el sujeto poético como
eminentemente masculino y, por lo tanto, no encontraba (salvo en las
notables excepciones de Blanca Varela, María Emilia Cornejo
y Carmen Ollé) ejemplos equivalentes a los varoniles.
Pues bien, como sin duda se recuerda, el proyecto de la "revolución
peruana" empezó a ser desmantelado desde fines de la misma
década del 70, que en el contexto latinoamericano coincidía
además con la entrada del modus operandi neoliberal
(privatizaciones masivas, pérdida de derechos laborales, galopante
globalización mediática, flujo transnacional de capitales,
deterioro de los estados nacionales). A la vez, en el Perú,
se regresaba a la democracia formal con las primeras elecciones libres
después de diecisiete años, y se entraba en el remolino
de la peor violencia política que había visto el país
en el siglo XX: el inicio de las acciones armadas de Sendero Luminoso
y la reacción oficial consiguiente, en lo que constituyó
una nueva versión de la guerra sucia ya vivida en Chile, Uruguay,
Brasil y Argentina. De 1980 a 1992 se experimentó tal angustia
en tantos frentes (el económico, el político y, sobre
todo, el moral) en el Perú, que sólo ahora se están
empezando a ver las dimensiones de la catástrofe, en parte
gracias al informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación
(2003) que señala que hubo cerca de 70,000 desaparecidos y
muertos producidos por los grupos guerrilleros y por la respuesta
no menos violenta del estado.
Durante esos mismos años se hablaba en las esferas literarias
de una "generación del 80". Nada sorprendente, este
"tic" de la crítica reconocía al menos la
aparición numerosa de poetas mujeres (algunas de ellas con
una preocupación central por la temática erótica
y corporal); la exacerbación del estilo conversacional hasta
los límites de un lenguaje lumpenizado (como en algunos poetas
del grupo Kloaka); y la transformación creativa del narrativismo
de los 60 y los 70 con ingredientes del rock y de la erudición
literaria más borgesina posible. A la vez, se hacían
manifiestas algunas de las tendencias más notorias del arte
occidental y su crisis de conciencia, al par de los desencantos con
los grandes proyectos polítcos y las narrativas de progreso
social. Poco después, cuando surgieron otros poetas y grupos,
se empezó a hablar hasta de una "generación del
90" y, más recientemente, para seguir con la tradición
del sobredimensionamiento periodístico, de una "generación
del 2000".
Reformulando
el canon
La letra en que nació la pena se propone dar cuenta
de lo irrisorio de esta proliferación de "generaciones"
y a la vez llamar la atención sobre la terrible incongruencia
que es escribir y "nacionalizar" todopoderosamente una poesía
escrita en una lengua que es herencia de los conquistadores, más
aún cuando no deja de ser visible lo que la historiadora norteamericana
Brooke Larson ha calificado de "colonialismo interno", reafirmando
la vieja tesis mariateguiana sobre el Perú como un país
"no orgánicamente nacional". (No hablemos por ahora
de postcolonialidad, pues este concepto no siempre es coherente con
la fallida construcción de estados nacionales por los descendientes
de los europeos y en contra de los mismos sujetos que sufrieron directamente
la peor parte de la dominación colonial, es decir, los grupos
indígenas, mestizos y africanos).
Maurizio Medo, en su texto introductorio, por ejemplo, reconoce que
existe una comunidad de lenguaje bastante clara entre la "generación
del 60" y la "del 70". Considera, por eso, la validez
de la propuesta del poeta Antonio Cillóniz (expresada por primera
vez en el Segundo Congreso Internacional de Peruanistas en Sevilla,
en junio del 2004) de que, si de generaciones se trata, más
útil resulta hablar de una "generación del 68"
que de dos generaciones que tienen más diferencias de matiz
y de decibeles que desavenencias de fondo. Esto deja espacio para
la articulación de unidades mayores basadas en el común
tratamiento del lenguaje (por lo general conversacional) y en las
expectativas ideológicas modernizantes (esperanzas de un estado
nacional, simpatía por el socialismo, confianza en la historia
progresiva, por último). A la vez, entre los más jóvenes,
se derrumba la pretensión hipertrofiada de crear tres generaciones
en veinte años (del 80 al 2000), para insistir más bien
en el rasgo común que se inicia claramente en el año
emblemático de 1980: la dispersión de lenguajes (como
ya han señalado en sendos artículos Luis Fernando Chueca
y Eduardo Chirinos), el descentramiento de los sujetos de escritura,
el desmembramiento esquizoide de las voces hablantes "nacionales".
Y esto incluso sin considerar lo que ya se hace imposible de negar:
la supervivencia y fortalecimiento de un circuito de escritura en
lenguas indígenas (principalmente en quechua) y de las múltiples
oralidades que ejercen creativamente sus propios patrones estéticos.
Por su lado, Raúl Zurita se pregunta "¿existe
algo como la poesía de un país?". Y nada más
cierto, pues la antología pretende encontrar una comunidad
de sentido a la producción peruana más allá del
simple accidente de haber nacido sus autores dentro del territorio
peruano. La respuesta que Zurita ofrece no puede ser más convincente:
"si existe lo que hoy llamamos poesía peruana -afirma-
es únicamente porque a ella le tocó reiterar un modo
de la tragedia, ser en sí esa tragedia y mostrarnos como ninguna
otra en estos territorios, la historia de una imposición y
las marcas incanceladas de su violencia". Es decir, la tragedia
de la historia peruana, una y otra vez repetida desde la masacre de
Cajamarca en 1532, representada en el no-diálogo entre el Padre
Valverde y el Inca Atahualpa, y desde la ejecución de Túpac
Amaru I en 1572, al que le leían las razones para su ejecución
sin que pudiera entenderlas por estar en un idioma extraño,
hasta las miles de muertes ocurridas a fines del siglo XX, sea por
violencia directa o por violencia estructural. Esta tragedia aparece
una y otra vez en una poesía que no deja de bajar "las
gradas del alfabeto / hasta la letra en que nació la pena",
como decía Vallejo. El "modo de la tragedia" que
se da en el Perú es peculiar de esta poesía, sin que
eso signifique, naturalmente, que no haya tragedias igualmente dolorosas
en otros contextos latinoamericanos.
Si bien siempre pueden discutirse algunos pocos nombres que quizá
no representan mejor que otros no incluidos el sentido de esa tragedia
(se extraña, por ejemplo, la presencia de Eduardo Chirinos
y de más voces jóvenes, frescas, como las de Montserrat
Álvarez y Victoria Guerrero), esta muestra de poesía
peruana es un termómetro valioso de las tensiones de una sociedad
lacerada y, a la vez, un cuestionamiento serio, desde la conciencia
crítica de dos voces poéticas señeras, de un
canon adormecido y urgentemente necesitado de reformulación.
En tal sentido, la selección funciona a manera de canto colectivo
y no necesariamente armónico de esa tragedia que es la vida
peruana, al menos para el 90 por ciento de sus habitantes. Imposible
descansar en una sola voz el peso incontenible de una historia que
se repite, pero cada vez de manera más exagerada, incluso en
sus manifestaciones discursivas. No sorprende, por ello, que haya
habido reacciones viscerales de parte de algunos de los excluidos,
como suele pasar cada vez que aparece una antología. Se cuenta,
incluso, del llanto público de una no tan joven poeta neo-neoyorquina
ante su ausencia en el radar de Medo y Zurita, y de las cartas del
nórdico marido de otra poeta excluida acusando a uno de los
antologadores de no tener papel alguno en la empresa. No hablemos
ya de los subproductos del "montesinismo" en la cultura
peruana vía internet en manos de algunos periodistas de clara
vocación policial. Todos estos son síntomas de los años
de deterioro moral del fujimorismo y del ascenso pírrico de
algunos ex escritores de izquierda al aparato ideológico de
justificación de la violencia oficial. En tal sentido, las
tensiones que la antología recoge se expanden hasta el terreno
de la recepción y la reacción en la lucha por
el protagonismo institucional, cada vez menos dependiente de los monólogos
autoritarios y sus defensores.
Para hablar de poesía peruana, entonces, nada mejor que mirar
las últimas propuestas, como la de esta muestra, y bajar las
gradas del alfabeto, a pesar del riesgo de caer en el abismo o recibir
las pedradas, tan comunes, de la local complacencia. La letra en
que nació la pena, sin ser perfecta, es un importante paso
adelante en el cuestionamiento de los viejos esquemas clasificatorios
de una crítica a la que, a todas luces, le hace una "falta
sin fondo" (siguiendo con Vallejo) la urgente y siempre incómoda
incorporación de la mirada y la imaginación poética
para ponerse al día con esa misma poesía que le sirve
de objeto de estudio. Sirvan estas líneas, pues, para provocar
aun mayores ansiedades.