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"En el Orden del Tiempo", novela, por Juan Agustín Palazuelos (Zig-Zag)

Por Alone
El Mercurio. Santiago, domingo 10 de febrero de 1963



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Ha de estar contento el juvenil autor de esta novela: su primer libro a desatado un temporal de discusiones. Mientras juicios autorizados la ensalzan como novedad positiva, extraordinaria, otros, menores, no menos exaltados, la rebajan hasta el último límite, el del aburrimiento, llegando a atribuirle contenido político. A propósito, o despropósito de ella, han hablado de injusticias sociales, de gente que se baña y gente que no se baña, de explotadores que comen y explotados que padecen hambre...

Entre esos fuegos cruzados, puede Juan Agustín Palazuelos, ayer desconocido, decirse filosóficamente:

- Me discuten, luego existo.

No es poca cosa entre tantos fantasmas ansiosos de existir, aunque sea como atacantes.

En verdad si cabe dudar de que la obra aporta o no aporta al género novelesco un nuevo trato, resulta indudable que ha entrado a la lucha con un nuevo trote.

¡Y qué trote!

Un brío expresamente calculado para desconcertar, un ímpetu de contrastes y oposiciones que desazona, saltos y sobresaltos, el animalito indómito en la campiña libre.

Léase la primera página del primer capítulo.

"Tarde roja. De primavera. Pero no es primavera. Es verano. No tendría ninguna importancia la estación si no hiciera tanto calor. Rojo eléctrico, bello, pero demasiado brillante. Como todo lo que es bello para todos. Desaparece el contraste. Pura evidencia. Debería salir a la calle. Sin embargo, permaneceré donde estoy. Debo hacer algo con mi tiempo. Así, encerrado dentro de mí, hace que me sienta como en una jaula, estrellándose incesantemente contra todo mi organismo. Es demasiado torpe para salir solo. Debo abrir yo mismo la puerta de la prisión. He perdido la llave".

No sorprenderían este ritmo, estas elipsis, la frase entrecortada, medio jadeante, los disparos inconexos, telegráficos, puntillistas, si se nos invitara desde el comienzo a ver unos apuntes que iban a formar una novela o constituir un ensayo, o si dijera entre paréntesis "monólogo interior", liberación del subconsciente. Entonces, uno supliría los intermedios de esos chispazos y las líneas del conjunto trasparecerían, dibujando una imagen, un cuadro, un ser más o menos coherente y con sentido oculto.

Pero, no.

Este es el camino que el novelador nos presenta como historia transitable y por él debemos seguir, a golpes de sucesivos fogonazos durante 178 páginas.

Es el desafío. Frente al obscuro espacio donde el público aguarda su manjar placentero acostumbrado, el mozo se lanza sin contemplaciones contra los hábitos rutinarios, dispuesto a herir e incomodar.

De ahí las reacciones irritadas y los fáciles juegos de palabras. Exceso de puntos para apuntar. En el campeonato de las letras, como en los otros ¿quiere el mayor puntaje? Esto es cazar con escopeta, con municiones. El ruido hará huir la bandada.

Pero el hecho es que la bandada no huye: lejos de asustarse, percibiendo en medio del granizo cierta música se siente sobrecogida y continúa, casi a su pesar, capítulo tras capítulo, entre las ramas, entre los obstáculos, como el cazador persiguiendo una presa rebelde.

Esto ya se puede considerar un primer triunfo. Tantas obras principiantes se nos caen desde las primeras páginas y necesitamos seguir a remolque. Aquí no hay remolcador. El argumento nos despierta curiosidad. Falta argumento. Figuras cruzan detrás de la reja y se divisan personajes. No bien han aparecido, desaparecen. ¿En qué estamos? ¿Para qué? Allá ha surgido una mujer. Se llama Hexe. Por la ventana miró un muchacho de colegio, complicado en una aventura amorosa. Ya se fue. Ahora se abre una puerta y penetran el padre, la madre, el abuelo. Esos se entienden algo: ordenan, conminan, profieren amenazas; pero ¿a quién? Entre líneas, un rostro sin nombre, que usa la primera persona del singular, circula continuamente; se le reconoce culto, lector de clásicos, entendido en música, opinante, a quien los problemas metafísicos preocupan, mas no para resolverlos sino para agitarlos o reducirlos a polvo. Una de sus costumbres más sostenidas es la de chocar y entrechocar, decir, contradecir, desdecir, dar entrada, con la misma soltura, al sí y al no.

Curioso tipo ese, que asume la primera persona; abstracto y concreto, real e imaginario, caprichoso, humilde, enfático: nadie lo entiende, pero vive. Le pica todo el cuerpo. Oigámosle monologar.

"Desconcierto. Se va a ir. Le hablo de la necesidad de colocar luz de neón en las habitaciones. Es mejor que esta luz amarillenta. O retornar a la vela. Esto me lo guardo para no dar motivo a discusiones. Le prometo llamarle más tarde o mañana. Hay que tener cuidado; podría volver aunque está indignado. Acompañarlo hasta la puerta de calle. La mitad de su cara está en sombra. Se ve divertida así.

-¿Cómo estás?, me pregunta por si acaso.

-Muy mal, pésimo. Gracias, le digo.

Se ha ido. La calle como un río que se queda súbitamente a secas. La gente salta como peces sorprendidos. O camina. Volver a mi estudio".

Pasan episodios de amor corriente, amoríos rápidos, hasta una escena de adulterio con entrada del marido en los momentos crudos, situación ridícula del amante, vistiéndose y temblando, actitud inofensiva del ofendido, suicidio de la mujer y ninguna tragedia, nada entre dos platos, a no ser una risa inextinguible, una indomable risa del lector que no sabe si sentirse frustrado o divertido y si el efecto cómico lo consigue el autor a sabiendas o es él mismo su víctima, ingenua, desconcertada y despavorida.

Una confusión que nada perjudica al interés.

Por el contrario.

Uno se pregunta si este caos, por momentos premeditadísimo, cerebral, a puro cálculo, no encierra una visión distinta del mundo y una tentativa de expresión diferente. "Hay una sola cosa superior a la belleza: es el cambio".  ¿Quién sabe? Tal vez Juan Agustín Palazuelos, de veintiséis años, sabio e inexperto, culto o candoroso, malicioso, admirador de Proust, que ha estudiado, leído y releído, no está desengañado de todo, buscando a tientas una manera personal de expresarse y si, con el tiempo, no irá a ser uno de los innovadores de los descubridores de nuestra época, en este tránsito justo a otra, el primero que supo y logró salirse del surco, por lo cual padeció persecuciones, como tantos, hoy objetos de estudios magistrales, de tesis psicológicas, sociológicas, filosóficas. ¡Quién sabe! Se ha visto cosas peores. Gide se rió de Proust, lo hizo a un lado. Todavía muchos no aceptan a Joyce, rehúsan a Kafka...

Se habla del miedo de los autores jóvenes ante los viejos críticos: no se ha dicho aún el de los críticos al encontrarse con el autor nuevo, sus perplejidades, su incertidumbre, el temor al Laberinto, al Caballo de Troya, las miradas largamente detenidas en esa esfinge, no por juvenil menos misteriosa, que todo nuevo autor presenta "en el orden del tiempo".

Costa Brava, febrero de 1963.



 



 

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"En el Orden del Tiempo", novela, por Juan Agustín Palazuelos (Zig-Zag)
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