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RUBÉN DARÍO
AZUL Y SUS OTROS COLORES
Por Jessica Atal
Publicado en revista La Panera, N° 73. Julio de 2016
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Se pueden entrever varias razones para releer a quien fuera aclamado como uno de los clásicos más influyentes de la lírica del siglo XX y, por alcance, inicios del XXI, pero es su pasión por la vanguardia, esa urgencia de verlo y escribirlo todo, lo que más atrae –placentera e hipnóticamente–, y actúa como hilo conductor a lo largo de toda la vida y obra de Rubén Darío (1867-1916). Desde muy joven, como si fuera un enviado divino, el poeta nicaragüense elevó el signo y lenguaje poético a las «¡Torres de Dios!».
Nacido en un entorno familiar difícil, destacó no sólo en poesía sino también en un espectro mucho más amplio de la literatura y las letras. Fue algo así como un niño prodigio, y se ganó la vida como periodista y diplomático desde muy joven. Por lo mismo, vivió y trabajó en varios países americanos y europeos. En esas «Tierras Solares» vio los efectos del “progreso” de fines del siglo diecinueve, y fue testigo de la devastadora guerra. Darío imprimió en diversos géneros literarios sus detalladas apreciaciones sobre la decadencia de ideas políticas y sociales en el viejo mundo. Detestó, de alguna manera, el tiempo en el que le tocó nacer. Pero no lo deprimió la decadencia. Su espíritu enfrentaba estremecido la mediocridad y reaccionó ante la “mulatez intelectual” y la “chatura estética” creando un universo lírico, libre y audaz, que abrió cientos de puertas al estancamiento poético que agonizaba en la rigidez, tanto de contenido como de forma. Gozaba, además, de una curiosidad infinita y fue insaciable su celebración de los sentidos. El respeto e interés de Darío se dirigió, más que a las clases sociales o políticas, a la “aristocracia del pensamiento”, a la “nobleza del Arte”, llegando, como han sugerido ciertos estudiosos de su obra, a rescatar su natal Nicaragua de los estrechos y oscuros provincianismos.
SÍMBOLO DIVINO
Es desde esta perspectiva, del hombre de letras apasionado y luchador, donde hoy cobra importancia su poética. Su lectura implica un remezón fuerte para la consciencia y los sentidos dormidos. Despierta la necesidad de observar lo que está ocurriendo más allá, donde “…en las revueltas extensiones/ Venus y el Sol hacen nacer mil rosas”. Su pasión por la naturaleza es tan acentuada como lo es su deseo de “Amar, amar, amar, amar siempre, con todo/ el ser y con la tierra y con el cielo,/ con lo claro del sol y lo obscuro del lodo;/ amar por toda ciencia y amar por todo anhelo”. No cede su ímpetu por plasmar en el papel sus acabadas impresiones del mundo, un mundo que se muestra a la vez descarnado y misterioso todo el tiempo, y que, por cierto, avanza a la velocidad de la luz. Darío no descansa, ni para amar ni para escribir, como si su fin último fuera crear mundos nuevos, tanto dentro como fuera de sí.
Es la era del progreso, de la urgencia del ahora. El periodismo es la carrera que está pisándonos los talones. El mundo gira y cambia a un ritmo extraordinario. Y nada de lo que ocurre frente a sus narices quiere perdérselo. Al contrario. Como periodista, realza el valor de la crónica en periódicos como «La Nación» en Buenos Aires y «La Época» y «El Mercurio» en Chile. Debido a este oficio, escribiendo notas sobre hurtos o incendios o la visita de Sarah Bernhardt a nuestro país, entre cientos de temas, logra menguar sus premuras económicas, además de serle verdaderamente útil a la hora de viajar y recorrer el mundo.
Es así como conoció y se hizo amigo de grandes escritores: Vicente Aleixandre se descubrió a sí mismo como poeta después de leer a Darío; fue maestro de Juan Ramón Jiménez; Pere Gimferrer declaró que varias son las generaciones de lectores hispánicos, entre las que figura la suya propia, “quienes han descubierto en Rubén la poesía”, y hasta Borges lo aclamó por su fuerza y originalidad. Por otro lado, desde siempre Darío demostró una profunda inclinación por la poesía francesa –a pesar de la desilusión que se llevó después del encuentro con su admirado Verlaine; y así como Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé abrieron caminos insospechados en la lengua francesa, Darío lo hizo con el castellano. Advirtiendo el cansancio de su carácter, supo renovarlo y enriquecerlo basándose en la concepción del lenguaje como símbolo divino, persiguiendo “una forma que no encuentra mi estilo,/ botón de pensamiento que busca ser la rosa”. Fue un profundo conocedor de la mitología griega y a sus poemas incorpora universos de ninfas y centauros. Ama a diosas como Venus, la preciosa Afrodita, realza jardines de cisnes y faunos, califas de Oriente... Sus mundos rayan en la imaginación barroca, y diríamos que ahora nos chocan por lo kitsch, pero de todos modos reflejan el esplendor y la libertad a la que apuntaba el movimiento modernista. Éste llegaba con fuerza a sacudir el arte, la política, el entorno social y económico de la época.
Lo que hay detrás de esa ilimitada exaltación en la poesía de Darío es, finalmente, su exploración de la condición humana –empezando por el amor y la muerte–, y el sentido de la vida. Escribe con una franqueza que todo escritor que se precie de serlo, ya quisiera. Y esta es otra cualidad que lo hace un autor imprescindible en nuestros tiempos. Sabe que su oficio necesita escarbar las voces ocultas del corazón. En este sentido, es precursor en el campo de lo erótico, y hace del cuerpo femenino “música de duelo y placer”. Darío conoció a Gustav Klimt en Viena y encontró en el pintor una común atracción por el misterioso erotismo que no deja de acercarse a la seducción de la muerte, ese otro gran abismo...
“Sabed ser lo que sois”, escribía Darío, pero, en estos tiempos, ¿a quién le interesa llegar al fondo del ser si lo que se valora es la imagen que venda, el cuerpo producido, el lenguaje grotesco, la violencia y la antibelleza como elementos que sacuden un alma saturada de información y de estímulos? ¿Será, entonces, buena idea volver a detenerse en la “rara quintaesencia” de Darío, en sus abultados ropajes verbales? Veamos: “Toda la poesía moderna en lengua castellana parte de «Cantos de vida y esperanza», afirma Octavio Paz. A este nicaragüense, fundador de una tradición propia, no sólo se le compara con la genialidad de Lope de Vega, Góngora, Quevedo y Garcilaso, sino también con la de Dante y Shakespeare. Justamente por su genialidad es que vale la pena su relectura, y nos llega una edición conmemorativa, publicada por Alfaguara, que contiene obra selecta del autor bajo el título «Rubén Darío. Del símbolo a la realidad». Se encuentran libros trascendentales, como «Prosas profanas y otros poemas» y «Tierras solares», además de interesantes ensayos sobre su vida y obra de autores como Sergio Ramírez, José Emilio Pacheco y Pere Gimferrer, entre otros. Pero se echa de menos, sin duda alguna, la inclusión de «Azul», obra clave de Darío y del Modernismo, que fue publicada por primera vez nada menos que en Chile, mientras el poeta vivía en Valparaíso en 1888.
PARAÍSOS ARTIFICIALES
Lo increíble es que cuando le propusieron publicar una selección de poemas elegidos por él mismo, también dejó todo «Azul» fuera. Sí, era riguroso y muy autocrítico. Pero es difícil entender por qué lo hizo si tomamos en cuenta que esta tarea se la encomendaron los dueños de la editorial Biblioteca Corona durante los últimos años de su vida, cuando Darío ya estaba “fatigado de sus paraísos artificiales”. Estos “paraísos” tienen, a fin de cuentas, poco que ver, por no decir nada, con la fatiga de nuestros tiempos, con su inherente grosería y vulgaridad desatada, con la caída de todos los credos.
Rubén Darío fundó nuestra modernidad en un momento histórico, en que se creía en la magia y se adoraba la belleza, en que se tenía fe en ciertos fuertes ejemplares de la raza, en el honor y en el progreso de la humanidad. Eran tiempos en que bullía el optimismo: “La latina estirpe verá la gran alba futura,/ y en un trueno de música gloriosa, millones de labios/ saludarán la espléndida luz que vendrá del Oriente,/ Oriente augusto en donde todo lo cambia y renueva/ la eternidad de Dios, la actividad infinita./ Y así sea esperanza la visión permanente de nosotros./ ¡Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda!”. Del poema «Salutación del optimista» de su obra «Cantos de vida y esperanza» (1905), estos versos reflejan ese espí- ritu altivo que se alza frente a todo y que todo lo puede. Incluso se elogia, a principios del siglo XX, lo que ahora se condena: la exótica y misteriosa influencia de Oriente, celebrando hasta el infinito lo “miliunanochesco”.
Qué lejos estamos, en realidad, del pensamiento y de la obra de Darío.