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Antón Chéjov
Las corrientes subterráneas de la sugerencia
Por Jessica Atal K.
Publicado en La Panera, N°95. Julio 2018
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Puede sonar ambicioso un título como «Cuentos imprescindibles», porque Antón Chéjov (1860-1904) escribió nada menos que seiscientos durante una muy corta vida (murió a los 44 años), y este volumen, publicado por Penguin, incorpora sólo veinte. Seleccionar veinte entre seiscientos… parece incluso mezquino frente a la extensa obra de uno de los maestros de este género, que además fue clave en el desarrollo del cine realista del siglo veinte. Los veinte cuentos, sin embargo, suman 476 páginas. En este sentido, se agradece la acotada selección. Algunos, por lo demás, como «El pabellón número seis» y «Relato de un desconocido», son extensos y bien podrían considerarse novelas cortas.
Chéjov ha sido estudiado hasta el infinito y, por cierto, existe consenso entre algunos de los cuentos “imprescindibles”: «La dama del perrito», «El pabellón número seis», «¡Chisst!», «El beso», y varios otros. En su Curso de Literatura Rusa (dictado en las universidades de Wellesley y Cornell), Vladimir Nabokov exalta su manera de apoyarse “en las corrientes subterráneas de la sugerencia para comunicar un contenido concreto”, que refleja lo profundo y complejo de una sociedad, a decir de un poeta ruso, “gris y salpicada de sangre”.
Si se revisa la literatura de los clásicos rusos, es imposible que logren abstraerse de la miseria que atraviesa, sin tregua, su pueblo. Unos más, otros menos, plasman la tristeza que arrastran seres que sueñan con el bien o viven esperanzados de encontrar un mundo mejor hasta que caen en la cuenta de que el bueno es incapaz de hacer ningún bien y el que aspira a un mundo mejor se rinde ante la existencia monótona y desgraciada de la que no logra escapar.
DESTELLOS DEL ABSURDO
Chéjov sentía rechazo, por no decir odio, hacia la burguesía media de la que provenía su familia. Retrató en su obra la relación entre la falta de dinero y el carácter mísero y abúlico de esta clase social destinada al descenso material; sobre todo, expuso la intrascendencia de esas vidas, intercalando frases huecas de personajes absortos en existencias ramplonas, pensando en voz alta tonterías que no conducen a nada. Destellos del absurdo... ¿Y acaso la vida no está llena de cosas que ocupan espacio inútilmente? En cambio, “no vemos ni oímos a los que sufren y lo más terrible de la vida sucede entre bastidores. Todo está en calma y en silencio, sólo protesta la muda estadística: tantos locos, tantos cubos de vodka bebidos, tantos niños muertos de hambre…”, escribe Chéjov en «Las grosellas».
Así también, en «Tristeza», un pobre cochero que recién ha perdido a su hijo se pregunta si habrá en el mundo una sola persona que quiera escucharlo. “Pero el gentío avanza, sin reparar en él ni en su pena”. El cochero termina hablando con su caballo. Chéjov es un humanista y justiciero social que rompe convenciones en una época en que comienza a pesar el “sentido de inutilidad” en la sociedad rusa. ¿No ocurre lo mismo en la nuestra? “Probablemente las personas felices se sienten bien sólo porque los desdichados llevan su carga en silencio”, escribe. Sin embargo, sabe muy bien que la felicidad es prácticamente inexistente y el destino de la muerte es común a todos. Ningún rico se salva de la misma suerte del pobre. Sus personajes se caracterizan por cierto derrotismo y abatimiento. Los cielos grises son la metáfora perfecta de la tristeza que parece inundarlo todo. Algo tienen en común las atmósferas de Chéjov con las «Almas grises» del francés Phillipe Claudel. Hay seres indefensos, desvalidos, maltratados, misterios sofocantes, amantes no correspondidos, soñadores fracasados… En fin. Es el sinsentido de la vida que se apodera, tarde o temprano, de las almas sensibles.
Chéjov, por lo mismo, y a pesar de su temprano éxito, fue criticado por su realismo y su conciencia social frente al ensalzado simbolismo predominante. Él mostró la opresión y la censura zarista, por ejemplo, en «Sala número 6», donde la libertad se debate frente a frente contra la tiranía, la brutalidad y la ignorancia. La política, sin embargo, nunca fue su bandera. Tampoco la instrucción moral. Si bien abrazaba el ideal de justicia, lo hizo como escritor y hombre compasivo. Era conocido por recibir enfermos en su casa sin cobrarles la consulta o medicamentos. Con sus dos colecciones de cuentos iniciales se situó entre los escritores de primera fila y abandonó la medicina para entregarse por completo a la escritura. Prefirió dedicarse a la anatomía y a las fragilidades humanas internas, acaso de manera más orgánica, develando lo que parecemos y lo que, en realidad, somos. En buena hora.
Dice Chéjov respecto del teatro: “Es preciso que en la escena todo sea tan complicado y, al mismo tiempo, tan sencillo como en la vida. La gente come, no hace otra cosa que comer; pero, mientras tanto, se van forjando sus destinos dichosos, se van destruyendo sus vidas. En la vida real la gente no se mata, ni se ahorca, ni hace declaraciones de amor a cada paso, ni dice (…) cosas inteligentes. Lo que más hace es comer, beber, galantear, decir tonterías: esto es lo que hay que mostrar en el escenario. Todo el sentido y todo el drama del hombre se encuentran en su interior y no en sus manifestaciones externas”.
Por lo mismo, las historias de Chéjov son corrientes y, como explica Richard Ford en el prólogo escrito en 1998, desentrañan “la verdad más sutil (…), más velada y trascendente” en una suerte de estilo “casi místico” y misterioso. Trata a sus personajes, más allá de someterlos al juicio moral, con compasión e importancia. En este aspecto, se distancia sustancialmente de rusos como León Tolstói. Si nos detenemos específicamente en las mujeres, plasma el maltrato que reciben: conducen al hombre a la perdición, pertenecen a una raza inferior y son comparables al mismo “diablo”, como dice Gúrov, en «La dama del perrito», o Merik en la obra «En el camino real». Chéjov, en cambio, las enaltece en su miseria.
EL MÁS PURO
Otro caso es «La desgracia», que ronda la relación entre Iván Mijáilovich y Sofia Petrovna, una mujer casada que defiende su familia y se resiste a las confesiones del hombre que la ama tormentosamente. Lo sorprendente es que Sofia Petrovna reconoce su debilidad y, a pesar de “ahogarse”, de morirse de vergüenza, de autocastigarse hasta tratarse a sí misma de inmoral e infame, sigue avanzando empujada por algo “más fuerte que su vergüenza, que su razón, que su miedo…”. ¿No es esto excepcionalmente hermoso y cruel al mismo tiempo? Chéjov siente compasión frente a sus protagonistas, generalmente desdichados e infelices, atormentados ya sea por amores imposibles o vidas triviales, pobres o vacías entre fiestas, naipes y comidas.
De todos modos, lo más atractivo es su delicadeza, su manera de sugerir las cosas, y, en este sentido, se suma otro aspecto que hace a Chéjov un brillante autor contemporáneo: los finales abiertos que, generosamente, ofrece tanto a los lectores como a sus personajes, pues es como si dejara en sus manos el destino de sus vidas, sin imponerse, sin prepotencia, sino con una ausencia de protagonismo admirable.
Volviendo a las atmósferas externas, es interesante detenerse en la opinión de Vladimir Nabokov sobre la “fragmentaria vividez” que tenía Chéjov para describir una escena, sin tener la capacidad de conservarla “luminosa y detallada” como para escribir, digamos, una novela. Sin embargo, no creo que sus relatos carezcan de luminosidad y menos de precisión en los detalles. Al contrario, Chéjov tiene un ojo agudísimo y se detiene justamente en aspectos mínimos que aparentan ser insignificantes e incluso ambiguos. Todo, a mi juicio, con una intención particular: éstos son justamente los que le otorgan fuerza, sutileza y sensibilidad a su prosa.
Chéjov, me da la impresión, escribía con urgencia y, sin embargo, hay que leerlo sin apuro. Escribió como si hubiese sabido que el tiempo que tenía para dedicarse a ello era limitado. No es un Tolstói, en este sentido, que se extendía a veces infinita y latosamente en páginas que bien podrían eliminarse, por prescindibles. Chéjov apunta siempre al corazón. Nabokov decía: “Es, junto a Pushkin, el escritor más puro que ha dado Rusia, en el sentido de la armonía completa que comunican sus escritos”. Aquí bien podríamos aplicar la ley que dice que la más admirable de todas las leyes admirables de la Naturaleza es la supervivencia del más débil…