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Sobre Ángeles y Demonios
Santos Subrogantes de Pedro Montealegre; Morada de Hastío, de Alberto Cumplido;
Los Fuegos Sumergidos, de Francisco J. Alcalde


Por Jessica Atal
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 29 de enero 2000


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Usando el lenguaje religioso que el título inspira, Santos Subrogantes de Pedro Montealegre aparece como toda una revelación.

De este joven talento, surge una poesía nueva y profunda, que expresa una relación con Dios intensa, alterada, oscilante. El lenguaje es inquieto y tan íntimo que a veces se torna hermético, producto de “la rabia, la demasía”. No sólo la propia sino “la ira del siglo”.

No se da tregua cuando “Hoy los santos subrogantes se ofertan a gritos”. El poema grita pero siempre es un diálogo. Con Dios, con el demonio, con el hombre, la mujer consigo mismo. Nunca deja de ser simbólico. El infierno y el paraíso contienen los secretos. Y la atracción hacia uno u otro puede dar o quitar la vida.

El alma sufriente es descubierta hasta el final. La necesidad del Cristo humano es inmensa: “Quizás si me invitas una cerveza/ hablemos de igual a igual”. Pero la vida no es pareja. Se alternan las voces de la divinidad y del demonio, del ser derrotado y del ser supremo. La palabra vibra blasfema, o sublime. Se escuchan ecos desgarrados de Pablo de Rokha; ecos de la apuesta desafiante y lúdica de Vicente Huidobro.

Pedro Montealegre escribe de su búsqueda interna. Del camino hacia la perfección espiritual. Dice en «La Suma Ascética», poema inaugural del libro: “¿Quién eres/ A veces pienso: somos el mismo que rasca la pared./ A veces es más fácil presumir la verdad cuando nada se tiene”. Nos recuerda aquella gran alegoría de Manuel Silva Acevedo, entre esos lobos feroces y estentóreos y ovejas mansas y pacíficas. Y luego, el resultado de aquella mezcla de lobo y oveja debatiéndose en el alma ad infinitum.

Aquí hay santos, hay posesos. Montealegre se debate entre la oscuridad y la luz, entre el mal y la virtud, entre ser tentado o inocente. Y cuando está más cerca de Dios resulta ser la presa más apetitosa para el demonio. En el mismo poema leemos: “...aunque aspiro a ser santo/ y gárgola guardián/ yo me transformé en el acto del suicidio/ en todos esos fetos que aún claman por nacer”.

El verso es explosivo. Ángel, demonio, arcángel, santo subrogante. Todos son, quieren ser. Pero sangra la herida: “yo me he vuelto una yaga”. Alguien más tiene el poder. “Es que das muerte como quien reparte caramelos”.

Luego del éxtasis, la redención: “... tal vez la rabia se haga buena desde un cáliz/ y nuestra lucha suba al cielo divinizada”. Escribiendo en “este siglo sin memoria”, Santos Subrogantes concluye con una serie de «Salmos» en párrafos de acentuado erotismo —estremecimiento y escándalo en la imagen—, dedicados “A la virgen...”, mujer amada, la musa “atravesada en los instintos”, actuando como salvación y condena.

Otro joven autor explorando terrenos temáticos similares es Alberto Cumplido. El hombre abandonado por el padre ronda “los círculos del infierno”. Desde su Morada de Hastío, se divisa afuera “el alma partida en dos”, también debatiéndose entre Dios y otro demonio muy particular: “Ser hijo de la psiquis/ o de un ángel”.

En poemas cortos, de expresión clásica y pausada, Cumplido mira el mundo desde una postura más ecléctica, desencantada, indiferente. El universo es una trampa y hasta “Dios está atrapado en los pantanos”. Lo sublime y lo carnal se desparraman a un mismo nivel.

Su lenguaje simbólico, como el de Montealegre, de nuevo recurre a términos religiosos —cristianos—, atravesados por un nihilismo donde el alma está sometida impostergablemente al “encantamiento de la muerte”, cuando “Profundas traiciones/ sacuden tus noches vacías” y “...en el rincón de los sueños:/ un cadáver yace en posición fetal”.

Cumplido recoge la tradición bíblica para afirmar que “el pecado ya no existe”. Se borran los límites del pasado y del presente. Y exaltando la plena y libre expresión de la subjetividad, el poeta se pasea con calma reflexiva por todo el sedimento cultural, “más allá del bien i del mal”. Como epílogo, escoge una cita de A. Benito Oliva, fundador de la transvanguardia italiana.

La realidad existe en la mente. Es lo que se piensa, se escucha. Pero después de que “el rencor se apoderó de los siglos/ i colmóse de basura la razón”, la imagen queda inconclusa y un “purismo ingenuo” resulta aterrador.

Algo más resuelto en cuanto a la conformidad del mundo espiritual es lo que nos muestra Francisco J. Alcalde en el díptico Los Fuegos Sumergidos.

Poeta de una generación anterior, su «Creación traslúcida» se define por el carácter místico y celestial. Un entorno de mucha reflexión en soledad, en parajes apacibles y luminosos, produce una comunicación con ángeles cercanos. El “Ángel luz perpetua” le “ha hecho una señal de amor perfecto”.

Los poemas son cortos, rigurosamente fechados, para no dejar caer en el olvido el momento exacto de aquella oh divina inspiración. Aparecen aquí los recurrentes temas de Alcalde: la fugacidad del tiempo, la muerte y lo trascendente. Se aspira a la luz, más allá de la “tediosa humanidad/ de huesos y de sangre”.

Alcalde abre las puertas de su espíritu de par en par: el diario de vida que atrapa los pensamientos más íntimos al vuelo. En «Al pie del día», sigue la línea intimista, confesional (“Mejor estar en mí mismo”), pero a veces desconociendo el tono poético: “escribo y qué...”, dando explicaciones de ángel caído, luchando contra el tedio, amparándose en un Dios que está —gracias a Dios— en todas partes. Pero, a fin de cuentas, el poeta escribe estos últimos poemas (que más semejan reflexiones y máximas), poniendo un poco más los pies en la tierra, rescatando la belleza y el misterio que hay en ser hombre, con casa y con niños, con sensibilidad y humildad que nunca sobran. Ni a los poetas.

 

 

 

 



 

 

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Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 29 de enero 2000