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Julio Cortázar
Testimonios de extrañamiento

Por Jessica Atal K.
La Panera, N°54 Octubre de 2014

 


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Íbamos de la mano, tal vez por la rue du Saint-Honoré, y después tomábamos el boulevard de Capucines, camino hacia la Opéra. Él quizás fumaba, porque siempre fumaba, y yo aún tenía la cabeza llena de notas de un tema de Charlie Parker que recién habíamos escuchado en su departamento atiborrado de libros, espeso el humo y el jazz colándose entre esos estados y mundos y materias que se aliaban ahí, en conversaciones sobre lo imposible o patafísica o callados escuchando todos los blues del mundo, nada más.

Él era Horacio Oliveira y yo una mujer como la Maga, algo torpe, distraída y con mi manía de perfección a pesar de mi desorden, porque en esos años, cuando no existía ninguna otra novela comparable a "Rayuela", yo quizás soñaba con ser como la Maga. Su pelo, su cintura y su misterio inundaban las horas y no horas de la vida diaria, porque todo podía ser en la vida de la Maga, un encuentro como un desencuentro con ese hombre enamorado y medio loco, aunque yo tuviera los ojos vidriosos y sufría, porque siempre había sufrido como ella, pero al final era alegre y mi color favorito era también el amarillo.

Sí, todo fue un sueño. El único sueño que tuve con Julio Cortázar (al final Oliveira era Julio) una noche de verano en la montaña, cuando él acababa de morir y yo, con diecinueve años, no encontraba consuelo posible ante la realidad despiadada y brutal de saber que ya ningún otro libro, ninguna otra ficción maravillosa aparecería de la mano de su genio. ¿Cómo era posible consolarse? Había una única manera: leer y releer todo lo que ya había leído tantas veces y encontrar -porque siempre funcionaba- nuevos parajes, nuevos sonidos u objetos provenientes de sus mundos que antes, en otra lectura, quizás por un ínfimo descuido habían pasado desapercibidos. Porque lo que fascinaba de la obra de Cortázar eran esos descubrimientos inauditos de episodios insólitos o palabras que permitían descifrar experiencias tan únicas, ricas y misteriosas, que podían llegar a expandirse, como sus relatos circulares, hasta el infinito.

¿Por qué Julio Cortázar logró hacerme sentir tan cerca de él como ningún otro escritor lo ha hecho jamás? Por esa manera que tenía de escribir como respirar, por su estilo, natural y desenvuelto, por esa exaltación desesperada de su prosa tan poética, simultáneamente terrible y maravillosa. Él escribía como si estuviera hablando, hablándome a mí, y yo, entonces, parecía escucharlo y me imaginaba su voz ronca de tantos cigarrillos hablándome a mí -y a nadie más que a mí-, y entraba así de a poco, o todo de una vez atravesaba mi piel y se instalaba tan adentro que después de leer un cuento o un capítulo más de "Rayuela" o de "Los Premios" era como si abandonara esos universos caminando junto a él y, al poco rato, para que no se desvaneciera su figura de hombre alto, flaco, de manos enormes e intensos ojos azules, había que volver a leerlo, a escucharlo, y esa era la única manera de que no se acabara esa realidad que era su ficción, pero que, al final, era una ficción más real que cualquier otra cosa.

En esa época yo estudiaba Literatura en la Facultad de Filosofía, Humanidades y Educación de la Universidad de Chile, en el campus de La Reina. No éramos más de veinte alumnos en mi promoción y nos convertimos en un grupo cerrado de amigos, todos con una pasión loca por escribir y por la literatura. Leíamos todo lo que llegaba a nuestras manos, pero seguramente estudiar literatura no hubiese sido lo mismo sin Cortázar, porque él fue quien hizo de ella un juego cercano, un juego al que podíamos jugar todos, los más eruditos e intelectuales y los más salvajes también, porque él no hacía alarde de su genio y parecía escribir cosas inútiles, pero que al final siempre resultaban imprescindibles. Nos enseñaba cómo subir una escalera, por ejemplo, o cómo llorar con un llanto que no insultara a la sonrisa. Su narrativa, así como sus poemas, se aplicaban a cualquier experiencia de vida y buscábamos y aprendíamos a amar o a hacer política haciendo poesía.

Era 1983 y la dictadura y la realidad afuera y los amigos detenidos o los familiares desaparecidos de mis compañeros no dolían tanto si uno se podía convertir -aunque fuera por un rato -en un cronopio o una fama y podía bailar tregua o catala y siempre había una esperanza y uno sabía que en la casa de Jacinto había un sillón para morirse. El juego era, para Cortázar, el elemento clave para enfrentar un mundo incomprensible o absurdo o lleno de peligros.

EL ÚNICO LUGAR DE LA CASA

Dicen que nació "accidentalmente" en Ixelles, Bruselas, el 26 de agosto de 1914, y el mismo Cortázar refirió su nacimiento como un producto "del turismo y la diplomacia", pues su padre se desempeñaba como agregado comercial en la embajada de Argentina en Bélgica. Lo llamaban el pequeño "Cocó" y fue un niño melancólico, siempre en las nubes, eternamente curioso. "La gente que me veía crecer, se inquietaba por mi distracción o ensoñación", decía el escritor.

Fue, además, un niño enfermizo, y seguramente se debió en parte a que el padre abandonó a su familia cuando Julio apenas tenía seis años. Nunca volvieron a saber de él. Como pasaba mucho tiempo en cama, su madre lo introdujo en la lectura y a los nueve años ya había leído a Julio Verne, Víctor Hugo y Edgar Allan Poe. Si bien estas lecturas desencadenaron fuertes pesadillas cuando niño, influirían profundamente en su creación posterior. Se advierte la presencia de Verne, por ejemplo, hasta en sus últimos libros, como "La vuelta al día en ochenta mundos" y "Último Round".

Cortázar encontró en la literatura a su mejor compañera ("Los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo", diría). Tanto leía que incluso se entretenía con el Pequeño Larousse y quizás ésta fue otra de sus lecturas de alcance insospechado, plasmada posteriormente en su oficio de traductor de la Unesco y de autores como Poe.


UNA MANERA DE PASARLO BIEN

Curioso es que en los inicios de su carrera fue poco reconocido e incluso un par de editoriales rechazaron sus manuscritos. Sólo con la publicación de "Bestiario", en 1951, atrajo cierta atención local y no fue hasta la aparición de "Rayuela" en 1963 que Cortázar pasó a las grandes lides del boom latinoamericano, junto a autores como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y José Donoso.

Vargas Llosa escribió un prólogo notable a la edición de sus cuentos completos en 1992. Habían sido amigos y durante una época Cortázar fue también su modelo y su mentor, confiesa el escritor peruano. Se conocieron a fines del 58 en París, donde ambos, junto a Aurora Bernárdez, la primera mujer de Cortázar, oficiaban de traductores en una conferencia internacional.

Vargas Llosa había visto en Julio y Aurora a la pareja perfecta y era pura felicidad cuando en esos años los invitaban a él y a su esposa Patricia a cenar. Por eso lo sorprendió tanto la noticia de su separación. Pero Cortázar era un hombre que limitaba el acceso a su intimidad, y debe haber sido arriesgado e inútil entrometerse en su vida privada. No así en su literatura, que era un libro abierto y, más aún, divertido. El efecto de "Rayuela", sostiene Vargas Llosa, fue sísmico "y extendió las fronteras del género hasta límites impensables. Gracias a "Rayuela" aprendimos que escribir era una manera genial de divertirse, que era posible explorar los secretos del mundo y del lenguaje pasándola muy bien".

Cortázar tenía la facultad de convertirlo todo en literatura. De esa manera, era imposible aburrirse, porque se fundían ficción y realidad, razón y sinrazón, y la libertad para traspasar fronteras era ley. Cortázar hizo de la escritura una identidad, registrando todo lo que veía o imaginaba, lo que hacían sus amigos o su gato, los hechos políticos y domésticos, y la risa llegaba tan fácil como el llanto o el jazz, el misterio empapaba incluso lo más obvio, y cada palabra o personaje tenía mucho de real y de fantástico a la vez. Es cierto, parece una locura escribir así, sentir así, vivir así, pero una vez que se prueba ese sabor cortazariano por la vida es imposible volver atrás y, más aún, intentar abandonarlo.

Su escritura es tan cercana a él, tan su propia piel, que terminó escribiendo, por ejemplo, "Último Round" como un diario de vida en movimiento, porque nada escapaba a su pluma, desde la guerra en Vietnam o la revolución en Cuba hasta consignas como "Exagerar: esa es la arma", escritas en los muros de la Facultad de Letras en París. Todo quedaba registrado, como lo haría una cámara fotográfica, y de esa capacidad viene acaso la influencia que Cortázar tuvo en el cine de la época. Directores como Antonioni, Jean-Luc Godard y Manuel Antín adaptaron sus relatos a la pantalla grande.

Cortázar no usaba la literatura para crear "otra" realidad y evadir la propia, sino que hacía de la literatura su realidad. Su realidad era literatura y por eso Oliveira y la Maga podían ser personas como yo o cualquier otra, porque la literatura de Cortázar sigue siendo más real que nada. Es una manera de vivir la vida, intensa sin duda, aunque acaso menos dura a la hora de acercarse al lado oscuro que de todas maneras está ahí, siempre está, pero que ahora no asusta tanto porque voy de la mano de un hombre de manos grandes, las manos más grandes que habré visto jamás.

 

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A cien años de su nacimiento y a 30 de su muerte

El escritor, traductor e intelectual Julio Florencio Cortázar Descotte nació el 26 de agosto de 1914 en un suburbio de Bruselas y falleció el 12 de febrero de 1984 en París. Cuando cumplió cuatro años, su familia regresó a Argentina, donde vivió gran parte de su vida. En 1981 optó por la nacionalidad francesa en protesta contra el gobierno militar de su país.



 



 

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Por Jessica Atal K.
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