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ESCRIBIR EL AMOR
PLACER Y AGONÍA DE BARTHES

Por Jessica Atal K.
Publicado en La Panera, N° 70. Abril de 2016


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Precursor de la semiología y del estructuralismo, erudito del lenguaje, destacadísimo académico en el Collège de France, teórico y crítico literario, filósofo y pensador clave en el desarrollo del Existencialismo así como de teorías sociales y políticas, entre ellas el Marxismo. Siendo todo esto y mucho más en el universo intelectual francés, ¿por qué el genio de Roland Barthes quiso desclasificar, entre todos los lenguajes posibles, el lenguaje del amor?

Se me viene a la cabeza una respuesta, no necesariamente la única: Roland Barthes (1915-1980) fue un eterno enamorado, apasionado compulsivo del amor. Su primer amor, como sucede con la mayoría de los mortales, fue su madre. Tuvo un amor incondicional por Henriette. Duró toda la vida. Vivió con ella y la cuidó hasta su muerte, en 1977. “Mamá está presente en todo lo que he escrito”, confesó después.

La figura femenina idealizada, y el dolor de la pérdida de la que no se recupera, lo llevan a escribir, a partir del día siguiente de la muerte de la madre, «Diario de Duelo», un himno al amor materno desgarrador, pero donde celebra el valor más sublime que ella encarna (y, cómo no, también la literatura): la nobleza. “Desde la muerte de mamá; ya no tengo ganas de construir nada, ¡salvo en escritura! ¿Por qué? Literatura = único territorio de la Nobleza (como lo era mamá)”.

CÓMO SE VIVE EL AMOR

“Me intereso en el lenguaje porque me hiere o me seduce”, confesó Barthes. Esta aproximación al lenguaje bien podría aplicarse a su relación con el amor. Esa emoción imposible de definir y mil y una veces definida, fue su mayor pasión, pero, al mismo tiempo, fuente de dolor profunda y lacerante.

Sus formas de vivir el amor no fueron generalmente felices. Como el ser extremadamente sensible que era, vivió el éxtasis de sentirse enamorado intensamente, pero sufrió por amor hasta la agonía. Padeció el enfrentar abiertamente su homosexualidad y existen capítulos algo perversos de su vida en este aspecto. No sé, por lo demás, si alguien lo amó con la misma intensidad y pasión con la que él amaba, y es congruente encontrar, en este sentido, su alter ego en el clásico Werther, de Goethe.

“Una clave para entender la mente y el cuerpo del gran Roland Barthes –escribe Wayne Koestenbaum en el prólogo a «Fragmentos de un discurso amoroso»– es el término ‘laceración’, sinónimo melodramático de ‘herida’ ”. Barthes no era masoquista, pero comprendía bien la agonía que causa un amor no correspondido. Donde hay una herida, hay un sujeto, y en toda la obra de Barthes, pero particularmente en estos «Fragmentos…», las heridas ocupan un lugar más que principal.


CÓMO SE ESCRIBE… Y CÓMO SE ESCRIBE EL AMOR

Fragmentos. Trozos de discursos sin aparente continuidad. Pedazos de textos escritos en fichas. Así estructura Roland Barthes sus obras más íntimas. Entre ellas, «El placer del texto», «Diario de duelo» y «Fragmentos de un discurso amoroso», éxito editorial indiscutido. Publicada en 1977, tocó la esencia del amor, todas sus envolturas y cadencias. Fue revolucionaria, por lo demás, su forma de abordarlo. Le valió a Barthes, entre otros reconocimientos y extravagancias, una entrevista nada menos que en la revista «Playboy».

Barthes nunca escribió una novela. Algunos han propuesto estos «Fragmentos…» como “su” novela. No estoy de acuerdo. Lo que él quiso hacer aquí fue recrear el discurso interior de un sujeto enamorado que se dirige a un “otro”. “L’autre”, es la expresión francesa que utilizó para obviar el género (femenino o masculino) del objeto amado. Esta fórmula resulta en su idioma nativo y también en inglés (“the other”), pero no en español, pues nos encontramos inevitablemente con la forma masculina del término. No importa. Sólo tengamos presente que Barthes fue cuidadoso al no querer delimitar el objeto amado por su género.

El discurso que un sujeto despliega en su interior bien podría llegar a conformar una novela, si hubiese un propósito de relatar una historia. Sin embargo, lo que hace Barthes es captar aleatoriamente y sin ningún orden preestablecido (más que el del alfabeto) las “figuras”, como él las llama, del amor. Estas figuras son “especies de episodios de lenguaje interior”. Por ejemplo, «La Espera». El sujeto enamorado espera al otro/a y puede pasar su vida esperando… ¿Qué ocurre en esa instancia? ¿Qué pensamientos pasan por su mente mientras aguarda al ser amado? ¿Y si ese/a quien espera no es, a fin de cuentas, el amor verdadero? Eso es lo que preocupa a Barthes: qué se ama cuando se ama, parafraseando los famosos versos de Gonzalo Rojas.

Barthes fue un gran admirador de la síntesis, de formas de expresión extremadamente breves, como los haikús. Ocupa, de hecho, la brevedad del discurso como principio estético. En este aspecto, «Fragmentos de un discurso amoroso» se acerca mucho más a la poesía que al género narrativo. La forma de escritura fragmentaria y discontinua tiene la ventaja, sostiene el autor, de “descentrar” el sentido. En cambio, la disertación busca un sentido final; construye un razonamiento, y eso es justamente de lo que él pretende escapar. Su gran desafío es eximir de sentido al discurso. No hay un principio, un desarrollo y un final en el amor. No hay orden ni razonamiento previo. El pensamiento del sujeto que mantiene un discurso interno solitario es siempre impredecible, inconcluso, desarmado, aunque, por cierto, muy sustancioso. El discurso amoroso es una sucesión de pensamientos y emociones que no se detienen... ¿Cómo comienza el amor? ¿Cómo sigue? ¿Qué ocurre primero y qué después? ¿En qué momento termina el amor, si es que alguna vez termina?


GENIO Y PASIÓN

El genio de Barthes vuelve loco/a a cualquiera. Hace trabajar la mente sin tregua, bombardeándola con provocadoras imágenes, revolucionarias en su extensión significante, sensibles y, sobre todo, poé- ticas. La complejidad y la simpleza interactúan a un mismo nivel. Su lenguaje exige, por lo mismo, atención absoluta de parte del lector, pues cada palabra escrita tiene un propósito. Nada sobra, nada falta. Barthes tiene la capacidad de decir las cosas más complicadas de manera comprensible y cercana, sin dejar de ser atrevido, enigmático, irresistiblemente encantador.

Este genio del siglo veinte tuvo una misión en la vida: luchar contra la sabiduría establecida, la obviedad, el estereotipo. Barthes busca el asombro. Y lo que le asombra es todo aquello que lo conmueve. Ahí fija su pasión, esa pasión de quien se introduce con curiosidad infinita en un objeto hasta tocar su esencia: la esencia de la escritura, del amor, y tantos otros.

Para él, la escritura es un campo de goce, pero también uno de responsabilidad. Comenzó, siguiendo a Ferdinand de Saussure y a Jean Paul Sartre, por desmitificar la literatura, liberándola de ideologías sociales y políticas que la mantenían oprimida, casi sin respiro, en los años cuarenta y cincuenta. En este punto se relaciona con otras corrientes científicas, filosóficas y psicológicas de la época. Por supuesto, con el psicoanálisis y con la gran palabra asociada a esta corriente: el “placer”. La escritura, dice, está hecha con el cuerpo, pero este cuerpo tiene aspectos de goce, así como también aspectos inconscientes, censuradores u otros que obedecen a dimensiones míticas. Dilucidar cómo y desde dónde surge la escritura es un problema complejo y enigmático, pero para él, apasionado y maestro del signo, no es nada, o mucho más, que uno de los innumerables lenguajes del ser humano.

Barthes desarrolló un profundo interés por la escritura, pero también atravesó los más diversos territorios del conocimiento, como la sociología, la música, el teatro, la fotografía, la filosofía, la política e incluso la historia de la moda (todo lo que llamara su atención, objeto de asombro). Fue un gran teórico de la moda en Francia. Su interés, en este caso, provenía del hecho de que la ropa es un objeto de uso diario, y “habla” del sujeto ligándose a una leve “neurosis”, pues esconde y anuncia algo –del sujeto que la usa– al mismo tiempo.

Pero donde Barthes se desarrolla plenamente como escritor –y se consagra–, ya desligándose de sus propias metodologías previas, es en estos «Fragmentos…» (así como después lo haría en otras obras como «Cámara Lúcida»). Aquí encontramos su sensibilidad toda expuesta, desnuda, sus debilidades y titubeos, sus dependencias. Es el hombre entero en esa mezcla de dios y demonio.

El origen y necesidad de este libro –explica en la introducción– se encuentra en la consideración, acaso inadvertida, de que el discurso del amante estaba sumido en una soledad extrema. No era tema de interés dentro de la elite intelectual de la época. Era “hablado”, quizás, por miles de sujetos, pero garantizado por ninguno. El amor ocupaba un lugar injustamente abandonado por otros lenguajes: ignorado o menospreciado, castigado no sólo por la autoridad, sino también por los mecanismos de la autoridad (ciencias, técnicas, artes), el discurso amoroso, en definitiva, había sido conducido a las aguas profundas de lo “irreal”.

Barthes, entonces, hace algo extraordinario. Aborda el tema del amor como si fuese un objeto científico. Hace una disección exhaustiva del término con la precisión de un entomólogo. Se detiene en cada modo de enunciación amorosa y analiza objetivamente los cientos de discursos de tipo romántico que sostiene interiormente un sujeto enamorado. Pero lo hace sin clasificar, sin organizar o jerarquizar, porque no hay primeras “figuras” ni últimas.

Para no caer en la tentación de buscar un último significado y, asimismo, para evitar la creencia de estar ante una “historia de amor”, Barthes, como mencionamos anteriormente, opta por un orden insignificante: aquel de la nominación y del orden alfabético de las figuras. Son ochenta las expresiones, estados, emociones o pensamientos del sujeto enamorado que desarrolla. No hay una jerarquía establecida y las figuras del amor ocurren a menudo dependiendo de un “accidente”, ya sea interno o externo.

Barthes abre su obra con la expresión “I am engulfed, I succumb…” (“S’abimer”, en francés). Da una pequeña definición de este desolador estado, cercano a una crisis existencial, y a continuación entrega ejemplos de cuando ha experimentado esta emoción. Siempre hay coincidencias o alusiones literarias, filosóficas, musicales. Barthes escribe al margen de cada párrafo el nombre de la obra o de un determinado autor, como puede ser Lacan, Schumann (su compositor favorito), Nietzsche, Sartre, Proust y, en la mayoría de los casos, como ya dijimos, es una relación con el Werther de Goethe. Sus referencias para construir el sujeto enamorado van desde lecturas ordinarias hasta lecturas místicas del Zen, filósofos clásicos, por supuesto que Freud, hasta conversaciones con amigos y, lo más importante, sus propias experiencias del amor.

Sigue a la primera figura, la entrada sobre la Ausencia. «The Absent One» o «Abscence». A ésta la siguen otras como «Agony» o «To love love». En el primer párrafo de «The Heart», leemos: “1. El corazón es el órgano del deseo (el corazón se inflama, se debilita, etc., como los órganos sexuales), como si estuviese sujeto, encantado, dentro del dominio del ‘Repertorio Imaginario’. ¿Qué hará el mundo, qué hará el otro con mi deseo? Ésa es la ansiedad en la que se reúnen los movimientos del corazón, todos los ‘problemas’ del corazón”.

Otras figuras son «The Orange», donde Barthes explica lo que significa compartir al otro. El mundo está lleno de vecinos indiscretos. El mundo, en este sentido, se convierte en enemigo para el enamorado, pues lo obliga a compartir el tiempo, cuerpo, espacio y palabra del otro. «Fade Out» es una hermosa figura que habla de cuando el otro parece renunciar a todo contacto con el enamorado y se sumerge en la fatiga. Éste es un rival cruel. ¿Qué significa que el otro esté fatigado? ¿Está pidiendo ayuda o, al contrario, gritando que lo dejen en paz? También está la insoportable figura del “Por qué”: ¿Por qué no me amas? ¿Por qué me has abandonado? O aún peor: sé que me sigues amando, pero no me lo dices. ¿Por qué? La respuesta en este caso, la da Freud: el sujeto alucina lo que desea…


WERTHER O BARTHES

Werther es el personaje de la literatura occidental que mejor encarna el sentimiento del amor, ese estado de felicidad o desgracia que oscila entre el placer y el dolor. Sin equivocarse, Barthes usa esta obra como referente o “tutor”. En «Las penas del joven Werther» se encuentran los mejores ejemplos de discursos amorosos, emitidos por un alma sensible, afligida y oprimida. Werther vive el amor hasta el límite y refleja cómo el sentimiento amoroso tiene esa capacidad de hablar incesantemente. Es un “charlatán”, explica Barthes, en la cabeza del enamorado. Pero si bien no deja de expresarse internamente, este charlatán tiene la impresión de no poder nunca expresar su sentimiento y, por eso, conlleva un tortuoso proceso interior.

Amar a alguien es algo subjetivo, pero Barthes hace un trabajo de objetivación del amor. ¿Es sólo placer o dolor o es un estado plano que entrega quietud y paz, a fin de cuentas? ¿Cuántas veces uno se enamora en la vida? ¿Una, dos, tres o mil? ¿Y cuál es el amor verdadero? ¿Por qué a veces se cree estar enamorado y después de un tiempo todo se desarma? ¿El amor tiene un tiempo limitado o es eterno? Cada persona vive el amor de una manera diferente. Barthes, en este sentido, no quiso definirlo, sino que armó un libro en base a “explosiones” de lenguaje amoroso que actúan como destellos, iluminaciones, revelaciones sobre lo que puede ser el amor.

Un genio que trabajó con signos lingüísticos toda su vida no pudo menos que componer una obra maestra sobre el lenguaje del amor. Barthes escribe con la valentía del escritor que se entrega por completo en el texto, yendo más allá del sentido común, de la superficie del gesto. Él es el personaje, el alter ego de Werther, del sufriente enamorado no correspondido. Y vale la pena preguntarse ante esta obra maestra: ¿Es el amor, después de todo, la locura que anhelo?



 

 

 

 

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