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PHILIP ROTH UN GRITO HILARANTE DEL AMERICAN WAY
«Roth desencadenado», de Claudia Roth Pierpont. Random House, Barcelona, 2016. 427 páginas

Por Jessica Atal K.
Publicado en La Panera, N°78, Diciembre de 2016


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Claudia Roth Pierpont no es pariente de Philip Roth (1933). El apellido común es mera coincidencia. Roth Pierpont es periodista y doctora en arte del Renacimiento italiano y ha escrito en «The New Yorker» por más de veinte años. En el trayecto se hizo escritora ella misma con la publicación de un libro que reunía ensayos sobre otras mujeres escritoras, como Hannah Arendt, Gertrude Stein y Anaïs Nin. Hace más de diez años es amiga de Philip y, otra coincidencia, son prácticamente vecinos en el Upper West Side de Nueva York.

Es raro, quizás, hablar hoy día de un escritor tan auténticamente estadounidense como lo es Philip Roth. Es raro todo lo que está pasando en ese país: Bob Dylan ganando el Premio Nobel de Literatura como si a los escritores los fueran de ahora en adelante a postular a los Grammys por la “musicalidad” de su lírica o prosa; Donald Trump saltando a la presidencia como si ese salto fuese un retroceso a lo más primitivo del espíritu estadounidense, a la intolerancia y a la xenofobia; a ese miedo al individuo diferente; a la demencia (como la de otro régimen igual de desquiciado, como el mantenido por Benjamin Netanyahu en Israel) que promueve la construcción de muros para alienar habitantes y crear guetos en un mundo que debiera tender naturalmente a la ayuda mutua, a la fraternidad.

No. Estados Unidos es una caja de sorpresas o quizás no tanto. Siempre da para todo. En ese terreno donde hay –o había– cabida para todo y para todos, nació Philip Roth. Un judío que escribe sobre judíos. Pero criticado por judíos también. Desde muy joven, cuando a los veintiséis años publicó sus primeros cuentos, recopilados en su obra «Goodbye, Columbus», que desafiaban, en una prosa subversiva, directa y satírica, las tradiciones ortodoxas de su religión. “¿Qué se está haciendo para silenciar a este hombre?”, era la pregunta formulada por un rabino en 1959.


VACAS SAGRADAS

Lo que desencadenó la furia del religioso fue un relato aparecido en «The New Yorker» ese mismo año. «El defensor de la fe» es uno de los primeros escritos de Roth intensamente realistas y psicológicamente complejos que capturan la perturbadora realidad de los inmigrantes judíos en Estados Unidos, ese país que fascinaba al joven escritor, entre otras cosas, por su extravagante geografía y también por ser una nación sostenida sobre el hipnótico “sueño americano”; qué mejor material para un escritor que esa mezcla –también perturbadora– de valores como el heroísmo, el patriotismo, el trabajo duro, el progreso y un éxito individual supuestamente garantizado por una cuota no menor de esfuerzo personal.

Para alguien como Roth, que afirmaba “Si no soy americano no soy nada”, crecer y vivir en Estados Unidos fue lo mejor que le pudo haber pasado en la vida. Ya adulto, recordaría su infancia como un paraíso, si bien en los años sesenta los judíos estadounidenses eran obsesivos a la hora de seguir normas culturales y dar “buenas impresiones”. Un miedo profundo –de allí a ser adictos al psicoanálisis hay solo un paso– los hacía vivir constantemente atemorizados de quebrantar reglas que implicarían deshonra, no sólo para su familia, sino para todo el pueblo “elegido de Dios”.

Pero Philip Roth sacó partido de todo ello. Los miedos y obsesiones de los judíos norteamericanos los plasmó en una literatura irreverente, desenfadada, posmodernista. Lo más novedoso de su visión fue la ausencia de todo rasgo de opresión o tragedia adherida al pueblo judío, algo que para ellos, los judíos, era insostenible, pues ha sido y sigue siendo hasta hoy un escudo, no sólo literario sino también político, en su defensa del estado de Israel en Palestina. Es más, si bien Roth declara haber tenido una infancia normal y feliz en el Newark de los años 30, la madre del protagonista de «Portnoy’s Complaint» es una mujer insoportable, muy judía, dominante, ultra-religiosa y sobreprotectora, de esas que abundan en las comedias de Woody Allen como imágenes aterradoras y castigadoras, pues “los platos sucios se lavan en casa”. La Mommy del pequeño Alexander se atrinchera con un cuchillo carnicero amenazando al niño que no quiere comer. Y lo peor es que sus amigas no parecen encontrar nada “excesivo” en esta táctica de la madre angustiada por el hijo que no come toda su comida. Con descripciones de la vida íntima familiar, el escritor se ríe con ganas de lo absurdo y neurótico de sus personajes, grita, se lamenta, desmitifica muchas vacas sagradas: “Y no encuentro ningún argumento para sostener la existencia de Dios ni la benevolencia y la virtud de los judíos…”, afirma el joven Portnoy.

Principalmente de las lecturas de John Dos Passos, Roth aprende a hacer ficción del mundo contemporáneo y logra usar su propia vida como material de sus relatos. Y viaja, lee, hace todo lo posible por renovarse intelectualmente, pero, sobre todo, trabaja. Incansablemente. “Es un profesor, es un sacerdote de la literatura (…) siempre supe que (él) estaba casado con sus libros”, confiesa, con cierto dejo de desilusión, una de sus novias de los años setenta. Así es. Roth vive para escribir, pero no por eso la vida misma deja de ser interesante. También escribe para vivir. Porque allí, en la literatura, es donde se transforma, evoluciona, se conoce. La literatura es para él la vida misma, y en sus historias es donde hace coexistir sus miedos y obsesiones con esos personajes con los que interactúa en el día a día. Por eso, en 1969 da el salto a la fama con «Portnoy’s Complaint» (El mal de Portnoy), obra aclamada transversalmente por la crítica. Hilarante, entretenida, original, una comedia maestra, exagerada, extravagante, “profana” y visceral. Lo más importante, estaba escrita sin censura, explotaba las posibilidades del “pop porno” y hablaba de sexo desenfadadamente como nadie lo había hecho desde Henry Miller. Era lo último en “corriente de conciencia”; en definitiva, Roth había escrito una obra maestra, histéricamente angustiante, con su joven protagonista que se masturba obsesivamente, incluso dentro de una manzana agujereada.


ORADOR BRILLANTE

Pero sí, con más de treinta libros publicados, hubo fracasos y hubo tiempos difíciles en lo personal también. Claudia Roth examina cada una de sus obras (algunas de especial interés como «La Contravida» –un punto de inflexión en su carrera, una novela que “lo cambió todo”– y «Los Hechos», algo así como su vida “inalterada por la ficción”, y acaso la mejor, «Pastoral Americana», con su personaje, el Sueco, encarnando por completo el American way of life). Mientras lo hace, Roth Pierpont recorre la existencia de Philip sin emitir juicios ni excavar en las profundidades psicológicas del autor, quien ha sido despreciado y calificado, entre otras cosas, de misógino. Al contrario, Claudia tiene una opinión muy diferente y positiva de su amigo. Además de ser un “orador brillante”, sostiene, a Roth le encanta escuchar: “Es tan divertido como uno esperaría leyendo sus libros, pero también hace que la gente que lo rodea sienta que es divertida; puede que sea la persona con la risa más fácil que he conocido nunca”, confiesa en la introducción a este volumen que pretende ser, fundamentalmente, un análisis del desarrollo de Philip como escritor y en ningún caso su biografía íntima. El eje central es su producción literaria, pero desde allí van apareciendo mujeres, amigos y enemigos escritores, ideas políticas, su quíntuple bypass, su dolor de espalda, la depresión suicida y, por otro lado, los temas recurrentes en su literatura: los judíos en Estados Unidos, el sexo con y sin amor, el sentido de la vida, la familia, el yo y la conciencia, la identidad, los ideales de Estados Unidos y la traición a esos ideales, la agitación de los años sesenta, la política y la muerte, entre tantos otros. «Roth Desencadenado» es, finalmente, un libro interesante para los adictos a Roth, para quienes quieran repasar sus inicios, las obras importantes que se sucedieron entre mediados de los ochenta y el año dos mil, hasta llegar a las novelas más breves pero intensas del siglo veintiuno, una puerta abierta “a ese fisgoneo salvaje que se hace llamar ficción”.


 

 

 

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