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Elvira Hernández / Carmen Berenguer
Las grandes habladas
Por Jessica Atal K.
Publicado en La Panera, N°96. Agosto de 2018
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Hace unos días, Elvira Hernández (1951) recibió el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. Diez años antes, lo obtuvo Carmen Berenguer (1946). Son estas mujeres dos de las grandes poetas de Chile, exponentes de una obra experimental y neo vanguardista surgida desde el desarraigo y la marginalidad. Es decir, comprende una agudísima crítica social e implica, cada verso, un remezón fuerte sobre el sentido del lenguaje. Ambas, a su manera, ponen en tela de juicio todo lo que somos y no somos como pueblo, como individuos y, sobre todo, como mujeres.
Pocas mujeres escribían poesía en los 80, al menos de la manera que lo hacían Berenguer y Hernández. Cada una, dueña y constructora de su propia voz, iba dejando un registro, “tejiendo” más que nada en silencio, porque en esos años era difícil alzar la voz, menos tratándose de mujeres. Sin miedo, sin embargo, le fueron tomando el pulso al momento; iban por el mundo como guerreras, retratando la hambruna cultural o, quizás, simplemente oculta; escribían en códigos insospechados, atrevidos y, de esa manera, construyeron historia, hicieron literatura y de la fuerte; jugaron con el fuego y con la sangre; fueron pioneras en la denuncia, tanto política como social, en ese ámbito de la revolución que se instaló en Chile para quedarse: ésta de las mujeres y de sus derechos.
Las mujeres siempre han escrito. En mucho menor proporción que los hombres, claro está, debido a los cientos de razones que conocemos en cuanto a espacios y oportunidades. La literatura de mujeres, por lo demás, ha pasado prácticamente desapercibida (obviando ciertos iconos como Gabriela Mistral y María Luisa Bombal) al lado de la sobreproducción masculina. Fue en la década de los 80 que comenzaron a surgir voces transgresoras, tan importantes como Diamela Eltit, en narrativa, y Berenguer y Hernández en poesía. Para ello, eso sí, necesitaron la mano de una editora igual de valiente y atrevida. Marisol Vera, con su Editorial Cuarto Propio, comenzó a publicar lo prohibido, lo impensado. Sí en este sentido, hay un paralelo profundo con el significado que da Carmen Berenguer a la poesía. Ambas escriben con y desde el cuerpo, como si éste fuese a la vez depositario e impulsor del lenguaje: “Desnuda la maldecida/ nosotros sangrante vulva: Mueca/ Mimética la rojita/ se acerca// Sangrantecercadalasangran// Eran hartos/ me lo hicieron/ me amarraron/ me hicieron cruces/ y bramaban/ como la mar”, dice el poema «Las falenas con sus pubis al alba», de «A media asta» (1988), de Berenguer.
El cuerpo es uno de los temas más recurrentes y más significativos en la obra de estas autoras. El cuerpo permite y expone, en primer lugar, la denuncia. Es símbolo de la represión, tanto femenina como política de los años de la dictadura. El cuerpo aguanta las manchas en la piel, la “mala piel”, los golpes, las heridas. El cuerpo habla, pero a la vez calla; el cuerpo duele, siente y, más que nada, sabe. Es testimonio de lo que ocurre afuera, del mundo violento y violentado.
«Sayal de pieles» (1993) es uno de los libros más extraordinarios de Berenguer en cuanto a la creación de un lenguaje que rompe la sintaxis para dejar fluir un dialecto nuevo, magnífico, que juega con el ritmo, el sonido y los significados implícitos en un nuevo vocabulario: “Ácidos y engasten los pómulos más arriba,/ por la piel, piren la rastra facial;/ papiro de pielas, peldefebre sin escote/ manga mangan/ porcelana hendida en las grietas mapas,/ Mapean pieses flacas, flecan”. ¿Qué busca decir esta voz? Para empezar, que no le es suficiente el léxico tradicional para expresarse. Necesita empujar el lenguaje más allá, como si fuese una serpiente desenrollándose para mostrar otros matices de su piel y su extensión. Hernández lo explica diciendo que con la escritura miramos en retrospectiva, podemos ver el universo de estrellas brillantes que, gracias a su ojo editorial, alumbran buena parte de la literatura chilena contemporánea.
La poesía, dicen, está muerta. O no sirve para nada. No hace finalmente revoluciones, no construye ciudades, no provoca cataclismos. Pero sí abre puertas, provoca vértigo o risa, desnuda. Quizás ya nadie lee poesía. En realidad, quienes leen poesía en estos días no son más que un puñado de bichos raros. Pero no por eso el verdadero poeta deja su oficio. La poesía es necesaria para el poeta como respirar lo es para cualquier ser vivo. No sé, en este sentido, cómo se podría extinguir. Cómo podría desaparecer. “Yo hablo como si hablara”, escribe Carmen Berenguer, haciendo alusión a ese acto poético natural y tan inherente a la vida como la vida misma. La poesía, con sus propias leyes, internas, escurridizas, misteriosas, va haciéndose como quien suspira, como en la noche se presentan los sueños, como surgen las emociones inesperadamente entre la vida y la muerte.
LA CIUDAD Y LA PIEL
“Escribir poesía –dice Elvira Hernández en su «Arte poética»– no es una actividad natural y tranquila, aun cuando escribir lo sea. Ni siquiera es una actividad en el sentido de lograrse como proyecto de valor para el mercado. Inconsumible, hija de su tiempo, su imperativo es alejarse de su época”. Por supuesto: escribir o publicar poesía es un pésimo negocio. Más adelante, Hernández habla del “estar cautiva que compromete no sólo a la mano sino a todo el cuerpo al sometimiento de las palabras”, y, es algo siempre inconsciente que necesita “expresarse”, es decir, dejar de estar presa. Presa de tantas cosas, en realidad, pero, más que nada, de la propia tendencia a gobernarla.
EL SUELO Y EL CIELO
Otro de los temas fundamentales en la obra de estas poetas es la ciudad. La calle. El suelo y, por ende, el cielo. Escribió Hernández «Santiago Waria» (1992) y da cuenta aquí de la guerra sucia que tiene lugar en la capital de Chile. Los cielos son corruptos, “La Estación Mapocho abre sus puertas/ a la nada” y es la “Empresa de Demoliciones TIEMPO” la que está “siempre cerca de usted”. Esta es una ciudad en ruinas, decadente, donde conviven pulpos y vampiros, una ciudad sin destino, prácticamente sin identidad. Berenguer, por otro lado, retrata un Santiago Punk en sus «Huellas de siglo» (1986). La ciudad suda y gime y revienta como el lenguaje, sin ninguna barrera o traspasándolas todas, lo íntimo, lo privado como lo público en el papel. Se ve y se toca todo. Se vende todo. Se muere y se mata todo. No hay límites en el Santiago de comienzos de siglo ardiente, doblegado de pies a cabeza. Tantas violadas, tantas violaciones, tan pocos derechos humanos. Esta es una ciudad cruel. De las más crueles y escondidas. Las cosas se hacen a lo cafiche marihuanero, a lo detenido desaparecido, donde militares hacen pedazos a los activistas, donde los “Pacos macumberos lumeros” interactúan con la “Virgencita del Carmen” y los “Rapaditos Hare Krishna” en un escenario totalmente apocalíptico. La ciudad también es sinónimo de “ramera” bajo la “noche escuálida”, “carente de decencia, marginal, fantoche”. Se respira la miseria y la otra gran asesina, la violencia, es la gobernanta de calles agridulces, nauseabundas.
Es como si Chile no cambiara. Como si la democracia nunca hubiese llegado, afirmó Berenguer en la presentación de su «Obra Poética» (2018). Es verdad, Carmen no la sintió. Se sigue comiendo la misma porquería. Las calles siguen sucias. Los pensamientos descerebrados siguen revoloteando como moscas idiotas, dopadas. En 2002 publica «La gran hablada», también de la mano de Marisol Vera y Cuarto Propio. La tortura, el hambre, las alas dobladas de un pájaro, la náusea deja ver la resistencia que es la razón de ser, además de la propia, de esta poesía. Nada ha cambiado. El murmullo, el vocerío, el grito, el llanto, la risa. En todas sus formas la voz. La voz tras los barrotes. La memoria como único sostén. La historia como náufraga buscando asilo, denunciándose para siempre. La escisión de Chile, todas sus heridas expuestas. No tienen fin. No sanan. Y se lucha por la vida, contra la muerte. Se resiste. Se le ruega a la vida: “no me deseches”. «La gran hablada» es otra bandera de Chile, como la de Hernández («La bandera de Chile», 1981- 1991), y reminiscencia de la historia del poeta y revolucionario irlandés Bobby Sands, ese gran compañero-mártir de Berenguer.
Podemos decir que Carmen Berenguer y Elvira Hernández han creado sus propias banderas de Chile. Desde allí, aunque sea “a media asta”, han elaborado un único y sentido combate. A pesar de la fatiga y de las torceduras, gritan, poetizan –no deberes ni verdades verbales–, sino líneas y sombras, amores, miedos, rabias y vergüenzas, como si de eso dependiera el día y, cómo no, el futuro de este hacer que no es más que “dancing in the dark”.