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ALBERT CAMUS
ENCUENTRO CON LAS RAÍCES
Por Jessica Atal K.
Publicado en La Panera, N° 79, Enero de 2017
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Fue en un viaje. En ese tiempo los vuelos eran largos y resultaba un regalo –aún lo es– el tiempo suspendido, esas largas horas que se traducen en leer y escribir a destajo. Como siempre, llevaba un par de libros conmigo. Recientemente había leído «El Extranjero», una de esas obras que nos cambian un poco la vida. Me atraía muchísimo, además, la figura de Albert Camus (1913-1960), su mirada penetrante, su inteligencia abrumadora, su capacidad para desafiar al destino, su lucha descarnada contra un mundo absurdo e injusto… y quería saber más sobre él. Justamente en esos días había aparecido «El Primer Hombre», su obra inconclusa y póstuma, el texto que yo había elegido como favorito para ese viaje.
Mi editora, Susana, fue quien me dio la idea: “Podrías escribir sobre alguna de esas obras que te marcan, que las tienes incorporadas, que vuelven a ti todo el tiempo”. Mencionó a Camus. Et, voilá. Ambas compartimos la admiración por el autor. Fui a mi biblioteca con temor. No había reparado en el libro hacía muchísimo tiempo, y sentí miedo al pensar que tal vez no lo encontraría. Pero ahí estaba, junto a otras de las grandes obras de Camus: «El extranjero», «La peste», «El mito de Sísifo».
Encontraron el manuscrito de «El Primer Hombre » en su bolso (“cartera”, dice Catherine Camus en la nota a la edición francesa) el 4 de enero de 1960, entre los fierros del automóvil, lo que quedó después del accidente. Nunca se esclarecieron las causas. Camus había obtenido el Premio Nobel de Literatura tres años antes, en 1957, pero también había ganado muchos enemigos. Hay quienes vinculan su muerte con razones políticas, pues defendió la libertad y los derechos humanos y criticó el colonialismo y la ortodoxia de la religión y la política. Fue un hombre que desarrolló el pensamiento hasta donde no había llegado jamás, formulando nociones fundacionales del Absurdo, del Nihilismo, del Existencialismo. Había declarado, sin embargo y poco antes de su muerte, que aún no comenzaba a escribir su obra verdaderamente importante. Tenía 47 años.
«El primer hombre» comienza con la escena del nacimiento de un niño en Mondovi, un pobre lugar de Argelia, una noche de 1913, después de un largo y agotador viaje. El segundo capítulo tiene lugar cuarenta años más tarde. El niño ya es hombre, Jacques Cormery, que, instigado por el deseo de su madre, visita la tumba de su progenitor en Francia. Henri Cormery había sido herido mortalmente en la batalla del Marne, falleciendo en Saint-Brieuc el 11 de octubre de 1914. Es decir, cuando su hijo apenas tenía un año. Su padre había sido un total desconocido, pero, según su madre, era su fiel copia. Se le parecía, sobre todo, en los ojos y en la amplia frente.
VIVIR, JUGAR Y SOÑAR
Lo que más perturba al hijo al encontrarse frente a la tumba del padre es darse cuenta de la fecha en que éste partió. Él, en ese momento, tiene cuarenta y el hombre ahí enterrado bajo la lápida había muerto a los 29. Una ola de ternura y compasión lo sacude. Algo escapa al orden natural de las cosas. A decir verdad, ni siquiera tal orden existe, sino locura, caos, náusea. La sucesión del tiempo estalla a su alrededor y nada tiene sentido entre la angustia y la piedad que lo afligen. El cementerio, además, está lleno de sepulturas de otros caídos en el campo de batalla, todos niños, al fin y al cabo, niños que habían sido los padres de hombres ahora encanecidos.
Así, después de no haber sentido jamás curiosidad por saber quién era su padre, despierta la inquietud por conocerlo. Conoceremos también al propio Camus, un hombre que, antes que nada, ama la vida. Es lo único en lo que cree. En vivir, en jugar (es buenísimo para el fútbol) y en soñar.
Camus retrocede a su mísera infancia en Argelia. Las calles secas y polvorientas, las siestas obligadas al lado de su abuela, su educación tortuosa, los latigazos que ella misma le propinaba todo el tiempo y la dulce y hermosa mirada de la madre que, sin embargo, no lo salva de crueles castigos de esa abuela de añosas y abultadas carnes. Hay algunos amigos con los que juega o se pelea, es el mejor para el fútbol, hay un tío casi mudo y una vida, en general, pobre, triste y golpeada por la vergüenza de su “clase social”: huérfano de guerra e hijo de una empleada.
A pesar de los silenciosos llantos nocturnos, y de la desesperación sin límites que siente muchas veces, hay algo que lo “salva”: su profesor Louis Germain. En la sala de clases siente que “existe de verdad”, que es objeto de la más alta consideración y que, más aún, es digno de descubrir el mundo. Eso es lo que este maestro inculca en el niño: el hambre por descubrir el mundo. Camus nunca lo olvidará. Se siente eternamente agradecido por su enseñanza, su más valioso tesoro, a tal punto, que, apenas recibido el Premio Nobel, le escribe una carta: “…sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto”.
Algo espeluznante se cuela, sin embargo, durante la infancia de los niños: los adultos, sin importar procedencia ni rango, ya sean familiares, profesores o curas, recurren una y otra vez al castigo físico. El mismo profesor Germain, por ejemplo, castiga con fuertes reglazos en las nalgas. Algunos lloran antes de recibir el maltrato; otros, como Jacques (Albert) aguantan, temblando, las lágrimas, sin soltar una palabra.
Uno de los aspectos más conmovedores de esta obra es la descripción que hace Camus de la miseria y de los pobres. “La miseria hace las veces de familia y de solidaridad” y el mundo de los pobres es “inocente y cálido”, escribe. Recorremos las habitaciones casi vacías pero limpias de la ignorancia en esa Argelia que vendían como tierra prometida, una tierra de lejanías azuladas, un espacio desnudo y desierto, de olor extraño hecho de estiércol y especias, una colonia donde les prometían casa y algunas hectáreas a hombres que no tenían nada que dejar atrás más que el sufrimiento y la persecución y la guerra. Finalmente, esos hombres, la mayoría cesante en Francia, arrancan de la pobreza para llegar a un lugar igual de miserable y hostil, donde por las noches las mujeres lloran de fatiga, miedo y desengaño.
UN SER CASI ANÓNIMO
¿Qué era Argelia, a fin de cuentas, sino una nación enemiga que rechazaba la ocupación y se vengaba como fuese, con todo y de todos? ¿No es un país lleno de árabes con “el semblante duro e impenetrable? Eran tiempos de guerra, por lo demás. Y los crímenes son brutales… Así, añade un viejo médico, ‘uno se remonta al primer criminal, ¿sabe?, se llamaba Caín y desde entonces (…) los hombres son atroces, especialmente bajo un sol feroz”.
Camus vuelve una y otra vez sobre la pobreza a la que están condenados los pieds-noirs sin llegar a entenderla del todo o, quizás, entendiéndola demasiado: “…el único misterio era el de la pobreza, que hace de los hombres seres sin nombre y sin pasado…”. Eso mismo ocurre con su padre, un ser casi anónimo, de quien poco y nada logra averiguar en esa “tierra del olvido, en la que cada uno era el primer hombre…”. No, ya no están vivos los que lo conocieron y los que quedan ofrecen poca información y vaga: “Poca charla, era de poca charla”, dice un viejo vendedor de algarrobas y forraje.
Es este recorrido por su infancia y su juventud -donde Camus va forjando esa fuerza que rompe con el destino de exclusión y miseria a la que estaba condenado– lo que hace de este “primer hombre” un ser excepcional, notable, que logra llegar a lugares impensados. Al final, la muerte del padre a la que se enfrenta después de 40 años, lo devuelve a la vida, “solo, sin memoria y sin fe”, y lo hace insertarse de lleno en el “mundo de los hombres de su tiempo y su espantosa y exaltante historia”. Lo que prima, como en cualquier obra de Camus, es su prosa de inmensa pureza, a la vez que la atmósfera de cargada angustia frente a lo desconocido (la vida misma y también la muerte), su trasfondo a ratos existencialista o nihilista, cuando no existe la posibilidad de respirar ese aire más fresco o más hermoso, ese “aire de Francia” aunque no fuera en Francia. Este primer hombre se hizo casi solo, a fin de cuentas, sin tener armas suficientes porque muchas veces los padres no están o simplemente no saben enseñarles a sus hijos. Simplemente no saben. Algunos nunca sabrán.