Proyecto Patrimonio - 2020 | index | Juan Balbontín | Autores |
La ambigüedad como estrategia de resistencia en
El Paradero de Juan Balbontín
Santiago: Cuarto Propio, 2016.
Por Lucía Guerra
Universidad de California, Irvine
lcunning@uci.edu
Publicado en Anales de Literatura Chilena. N°28,
Año 18, diciembre 2017
.. .. .. .. ..
Desde su fundación en 1984, la Editorial Cuarto Propio se ha destacado por la publicación de libros que, de manera señera, abren un nuevo escenario tanto en el ámbito de la literatura como en el de la relexión crítica. Simultáneamente, ha realizado un valioso rescate de textos omitidos por el canon en una revaloración de la obra de autores tales como Inés Echeverría (Iris), Winnet de Rokha y Francisco Bilbao. La reciente reedición de El paradero (2016) de Juan Balbontín nos hace llegar un texto escrito durante los primeros años de la dictadura en Chile y, como tal, pone de maniiesto no solo las imposiciones de la censura y la autocensura sino también los recursos de una escritura que funciona como acto de resistencia.
Juan Balbontín, militante del MIR, fue preso político durante los primeros años de la dictadura militar en Chile. En 1976, después de obtener la libertad, escribió El paradero-nouvelle que no se publicó hasta 1989 en una tirada de apenas quinientos ejemplares, sin registro ni ISBN y financiada por ochenta personas. En dicha edición, Balbontín señala “El financiamiento de esta edición de 500 ejemplares se obtuvo mediante la suscripción de 80 personas, 80 amigos a los cuales doy públicas gracias”, (Hoefler 61).
Los trece años entre la redacción de El paradero y su publicación debe entenderse en el contexto de la dictadura militar que, aparte de los crímenes y persecuciones, impuso también el silencio entre los intelectuales que no salieron al exilio. Se produjo así el llamado “Apagón cultural” que Jaime Quezada –uno de sus protagonistas– describe al decir: “Dificultades que decían relación no solo con la precaria condición de ser escritor, de ser poeta en una tierra rebarbarizada, sino que iban desde las más íntimas y emotivas, a las situaciones más inmediatas y realistas. Problemática dolorosa de una tarea intelectual acosada por todos lados: ausencia casi total de comunicación y diálogo, censura y autocensura como norma institucionalizada, deterioro editorial al punto de la quiebra, y en la quiebra también el hábito sistemático de la lectura” (13).
El 11 de marzo de 1977, se publicó el Bando Militar No 107 estableciendo, de manera muy breve y autoritaria, que todos los libros, antes de ser publicados,
debían tener la autorización oicial del régimen dictatorial. (“Establece que el Jefe de la Zona de Emergencia puede autorizar fundación, edición y circulación de nuevas publicaciones”, Quezada 12) Esta regulación fascista impuesta a la producción cultural se complementaba, durante la década de los setenta, con la asistencia de un par de agentes de la DINA (posterior CNI) a las reuniones en la Sociedad de Escritores de Chile (SECH) o a algún escaso evento cultural. Vestidos de pulcro traje y corbata ocultaban el rostro con sus típicos lentes oscuros y parecían muy conscientes de su aspecto intimidante. Al verlos, los escritores no tenían otra alternativa que callar o adoptar una estrategia tangencial que se refería a la situación política en código alegórico y muy lejos de la comprensión de los agentes tan poco letrados de la dictadura. (Recuerdo, por ejemplo, una reunión donde, al ver entrar a los agentes, Luis Sánchez Latorre –presidente de la SECH– cambió abruptamente de tema y se dedicó a hablar del asesinato del emperador romano Julio César a través de una retórica que enfatizaba la traición y el derramamiento de sangre).
Por lo tanto, Juan Balbontín escribió El paradero en un Chile amordazado y después de haber sufrido meses de cárcel y posibles torturas. Su proceso de escritura se realiza en una atmósfera de silencio y silenciamiento, de una represión brutal contra el lenguaje mismo y la creación literaria.
Aislamiento y soledad en un país que estaba viviendo el desastre generado por el golpe militar y la consecuente dictadura. La escritura en El paradero es restringida por una circunstancia histórica que prohíbe y castiga todo decir contestatario. Por consiguiente, la única alternativa es decir sin decir –estrategia discursiva que en esta nouvelle alude, de manera soterrada, a su entorno histórico y utiliza la ambigüedad a partir de una subjetividad que cancela el discurso unívoco del régimen con sus clichés de una verdad absoluta para teñir el relato de incertidumbre, signos equívocos y zonas enigmáticas.
Ese Yo que también abre la posibilidad de un Él, todas las noches va al paradero que queda frente a La Moneda (casa presidencial) y la emblemática estatua de Arturo Alessandri Palma –uno de los presidentes en la larga tradición democrática. Estos dos elementos resultan ser solo trazos fantasmagóricos y trasfondo escueto de una narración que ha eliminado toda alusión histórica explícita aunque, a nivel de sub-texto, conllevan una carga simbólica potente. La estatua de Alessandri es el signo recordatorio de la democracia perdida por aquel golpe militar que causó el bombardeo aéreo de La Moneda– símbolo máximo de la república independiente.
En un desvío tangencial, el lugar de la narración ocurre en el paradero –sitio de llegada y partida de la locomoción colectiva en el reducido espacio de una calle donde los transeúntes se reúnen a esperar el vehículo que, antes de la medianoche y el toque de queda, los transportará a sus hogares. El paradero no es más que un lugar de paso, de encuentros fugaces y anónimos aunque posee también un carácter de encrucijada donde se relacionan elementos generalmente opuestos. Al respecto, Walter
Hoefler señala: “El paradero es un lugar de detención y de continuidades, opera como un referente activo y pasivo y al mismo tiempo como un límite y centro de la relación entre espacio público y privado” (61).
Este espacio transitado contrasta, de manera radical, con el espacio habitado. Esas subjetividades en un espacio público se enfrentan a los otros y lo otro en relaciones esporádicas y ajenas a diferencia del espacio propio, de ese hogar privado y en un entorno familiar en el cual coexisten diversos signos de la identidad y de la memoria (seres queridos, objetos caseros, adornos, fotografías). Es allí donde esas subjetividades, en su reflexión cotidiana –como establece Humberto Giannini– se despojan de los guiones performativos requeridos en sus funciones laborales y sociales para retornar a un Sí Mismo.
El paradero, como los aeropuertos, es un no-lugar, según la definición de Marc Augé. Aquel sitio de espera para cumplir con un itinerario mientras transcurre un tiempo vacío del Hacer y de la Identidad misma dentro de un grupo o multitud de seres desconocidos y ajenos.
El paradero se define en el texto como “un territorio colectivo” (24), un espacio de todos y de ninguno a la vez en una colectividad de cuerpos sin nombre y sin lema alguno que los identifique. (“Las noches vigiladas en el paradero se sucedían monótonas, ausente el acontecimiento que me llevara a abandonar el definido espacio tiempo en que me paseaba y detenía, observando las luces que iluminaban los rostros que pasaban, los rostros que se detenían, para luego abandonar ingresando por las puertas que se alejaban”, 23).
En constante tránsito frente a la mirada de esa subjetividad, los otros se reducen a rostros que suben y bajan de un vehículo. En el paradero, se reúne, por algunos minutos, un grupo de desconocidos unidos por un propósito fugaz: trasladarse de un lugar a otro de la extensa y laberíntica red urbana. El contraste con la emblemática colectividad de la nación es obvio. Si en el caso de “la comunidad imaginada”, todos están unidos por un territorio común y un amor a la patria afianzados por diferentes lemas, estatuas y edificios simbólicos, la unidad del Pluribus Unum se desplaza a un mínimo fragmento espacial y a ciudadanos en una rutina que anula toda cohesión. Razón por la cual se define a los transeúntes como: “Gran familia disgustada que no se cruza palabra” (37).
Frente a un letrero luminoso que se prende y apaga con su “mensaje de luz (que) juega a estar y desaparecer” (23), esos cuerpos aparecen y desaparecen con la llegada del vehículo que se detiene para volver a partir en un flujo que no cesa mientras los vendedores callejeros anuncian en voz alta sus mercancías.
El espacio del paradero no es solo uno de congregación fugaz sino que también está sujeto a la mutabilidad que le otorgan las actividades de la rutina urbana. Si media hora antes de la medianoche, los cuerpos cansados suben y bajan de los vehículos, a las ocho de la noche cuando la circulación en la ciudad es mayor, esos cuerpos se
transforman en agresivos y compiten por el reducido espacio del bus que los llevará a casa. (“La gente de las ocho de la noche era peor, de un ansia peor, no subía a los buses, los asaltaba, todos corrían. Avanzaban lentamente al encuentro, estirando sus miradas por entre ellos mismos, los buses, las micros, las liebres; volvían a la carrera a efectuar, con la ayuda del semáforo, el asalto de esos cubos ya llenos de ellos mismos” (25).
El paradero en su constante movilidad sobre un “inmutable paisaje de concreto” (33) es apenas un breve fragmento de la ciudad donde, solo en apariencia, no ocurre nada político. Sin embargo, durante los primeros años de la dictadura, era frecuente que allí se detuviera un automóvil de los agentes de la DINA o el CNI y apresaran a alguien mientras esperaba locomoción. Frente a la mirada temerosa de los otros, a golpes lo hacían entrar en el vehículo y se lo llevaban. Durante años, esta fue parte de una estrategia a través de la cual los espacios públicos se utilizaban para crear la extensión del miedo entre los ciudadanos de la nación ahora sitiada.
Dentro de este contexto, no es de extrañar, por lo tanto, que la obsesión de ese Yo/Él por observar a uno de los transeúntes en el paradero sea también una práctica de vigilancia y espionaje. (“Restaba mi vigilancia, la dejaba toda para él, ennegrecía mi recuerdo; no sabía si estaba para espiarlo, si él me tenía esperando para defenderlo, o todo era al revés. Nunca nos acercábamos, y yo sentía su mirada sin tener la seguridad de que mis ojos podrían rechazarla” (23). Si bien esta reflexión y tantas otras podrían ser el resultado de una mente enajenada, también poseen un referente histórico concreto. Después del golpe militar, fueron muchas las personas que, con una sencilla llamada telefónica, denunciaron a sus vecinos como integrantes de los movimientos de izquierda causándoles el encarcelamiento o la muerte. Después de la dramática división que se produjo en la nación entre ciudadanos de izquierda despectivamente llamados “upelientos” y ciudadanos de derecha (“momios”) durante el gobierno de Allende, el régimen militar creó una extensa demonización de “los comunistas”, designados por el discurso fascista como aquel mal o enfermedad que debía ser extirpada para resguardar la pureza de la patria.
La línea argumental de El paradero se desplaza por eventos aparentemente sencillos. Un hombre llega al paradero frente a La Moneda media hora antes de la medianoche sabiendo que, en ese lapso de treinta minutos, aparecerá el desconocido que lo obsesiona. Sin razón alguna, el desconocido luego empieza a aparecerse a las ocho de la noche hasta que, en una ocasión, le presenta a una mujer que él ya había imaginado vestida de verde. El desconocido desaparece para siempre y, bajo la lluvia, el hombre se va con la mujer alejándose, tal vez por última vez del paradero. Esta trama aparentemente sencilla engendra, por el uso ambiguo de un “yo” y un “él”, otras alternativas de interpretación: hay alguien que habla de otro quien bien puede ser también él mismo; además, cuando se produce una clara distinción entre el “yo” y el “él”, existe la posibilidad de que oírlo hablar o verlo perderse por la Alameda sea
producto de su imaginación. De este modo, lo literal oscila en ambigüedades que no se resuelven creando un texto abierto.
Es más, el supuesto otro posee al principio del relato un carácter difuso, como se observa en el siguiente pasaje: “En su prolongada soledad se me hacía a veces, una pesada sombra que desfasada repetía mis paseos, mis detenciones, mis atenciones, otras, un foco irresistible, inevitable para mi mirada y un desquiciador de mi claro pensamiento” (23). En una movilidad que semeja la imagen de una cámara cinematográfica, el desconocido pasa de la oscuridad a la luz, de una sombra que imita, en un desfase inquietante, los movimientos de ese Yo en el paradero a laf igura luminosa y enceguecedora que ofusca el pensamiento.
Solo es estable la obsesión y la espera, pero no sabemos a qué se debe esta obsesión que se desliza al plano de un enigma por descifrar aunque nunca se descifra. Tampoco el hecho de que el supuesto desconocido adelanta la hora de su llegada causando incertidumbre porque, además de preguntarse qué está haciendo, imagina que tal vez, desde algen lugar oculto, lo está espiando. La duda, como motor de todo relato fantástico que desestabiliza los paradigmas de “lo real”, engendra en El paradero la zona de lo misterioso y equívoco. Una noche, el desconocido se acerca y le pide fósforos para encender un cigarrillo, otra noche le habla inesperadamente y no aparece la noche siguiente interrumpiendo el orden de lo que se ha convertido en rutina. En el lujo de lo impredecible, vuelve a aparecer y le presenta a una mujer de ojos acuosos que él ya había imaginado vestida de falda verde (“una mujer conocida que nunca había visto”,17). Es entonces cuando el desconocido desaparece para siempre después de decirle: “ven, te presentaré a alguien, pero debes tener cuidado” (38). Es ella ahora quien lo acompaña en su soledad, la que le habla del desconocido aunque sin proveer ninguna pista porque “todo eso emanaba sabor a libreto en exceso representado” (41) y el ruido del tráfico hace inaudibles sus palabras.
La lluvia marca el final de este relato donde la relación de ese Yo/Él enigmático parece desaparecer como los transeentes que, después de subir a un bus, se pierden en las calles de la ciudad. Lo único cierto es que se ha cancelado su soledad porque su cuerpo, ahora empapado por el agua de la lluvia y su valor purificador abandona el paradero y se va con la mujer.
Inserto, más bien, en una estética vanguardista centrada en una subjetividad que imagina o vive realmente lo que cuenta, El paradero se aleja de todo posible mensaje o escritura explícita. Por el contrario, la cancelación de lo explícito es, más bien, el testimonio de un entorno político represivo que forzó, en esos primeros años de la dictadura, a un solipsismo anclado en la imposibilidad de comunicar incluso a través de la ficción.
En un acto de resistencia, solo es posible, como afirma Eugenia Brito: “Generar estrategias de comprensión sobre la base de subentendidos” (52). Y es a nivel de esa zona subtextual donde se proveen señales fragmentarias que aluden a una nación
encarcelada y dominada por el régimen dictatorial mientras la materialidad de la ciudad (ediicio de La Moneda, estatua de Alessandri) simboliza la democracia tronchada. Pero aparte de estos signos reconocibles, el relato se genera en la zona liminal de lo incierto: aquel “él” desconocido que el Yo espera todas las noches en el paradero luctea entre lo predecible y lo impredecible y podría aludir, tal vez, a la espera del rescate de la libertad perdida. Mientras la lluvia, con su carácter regenerador y la mujer vestida de falda verde podrían simbolizar la esperanza.
Como contratexto de un discurso dictatorial anclado en lo categórico e irrefutable, El paradero abre un flujo de alternativas engendradas por la incertidumbre y la ambigüedad. Toda posible interpretación del texto, inscrito como una escritura de resistencia, implica, por lo tanto, un acto de libertad, de aquella libertad que fue aniquilada por la represión política.
___________________________________________
BIBLIOGRAFÍA
Augé, Marc. Los no-lugares. Espacios del anonimato. Barcelona: Gedisa, 1982.
Balbontín, Juan. El paradero. Santiago: Cuarto Propio, 2016.
Brito, Eugenia. “Lo fragmentario, lo escindido, lo carente”. El paradero. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2016, 51-54.
Giannini, Humberto. La “reflexión” cotidiana: hacia una arqueología de la experiencia. Santiago: Editorial Universitaria, 1987.
Hoefler, Walter. “El paradero de Juan Balbontín o la legalidad narrativa del tráfico de influencias”. El paradero. Santiago: Cuarto Propio, 2016, 55-69.
Quezada, Jaime. Literatura chilena: Apuntes de un tiempo (1970-1995). Santiago: Departamento de Programas Culturales de la División de Cultura del Ministerio de Educación, Serie 20 años, 1997.