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Historia de un hombre que amó (1)

Por José Baroja




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“No ser amado es una simple desventura. La verdadera desgracia es no saber amar”.
Albert Camus

Desde una antigua silla de madera, de al menos medio siglo, un viejecito de pelo blanco, de arrugas prolongadas y de sonrisa de tabaco, contemplaba, con mirada aún adolescente, a una delgada joven de bellas formas y coquetas intenciones. Definitivamente, sus ojos no podían apartarse de ese viejo mueble, quizás tan viejo como él mismo, porque, sobre este, posaba para él, y solo para él, esa joven dama, hermosamente capturada dentro de un pequeñísimo marco. En efecto, todos los pasillos de esa casa, todas las actividades en ese hogar, todas las intenciones dichas o no dichas y todos los pensamientos y deseos, lo transportaban automáticamente hacia ese mínimo altar, frente a ella.

Hemos de afirmar entonces que si había algo inevitable en este mundo, era ello. Después de todo, cualquiera hubiera notado que cada vez que sus ojos descansaban allí, sobre el viejo mueble, el anciano se quedaba atónito observando la pequeña fotografía, como si estuviera perdido en el tiempo. Luego sonreía. Finalmente, se enamoraba. Una y otra vez se repetía la historia. Insistente, casi por arte de magia, por absoluto deseo, se detenía para buscar los enormes ojos de esa señorita, quien vanidosa, con ropas de otra época, revelaba una enorme alegría frente a una cámara de otro tiempo, dentro de ese cuadro que prolongaba, indefinidamente, el recuerdo.

Él, sonriente, anciano, cándido, enamorado, no le quitaba los ojos de encima, como si fuera un punto fijo de la eternidad, como conmemorando el acierto de haber tomado esa foto, de haberla inmortalizado. Por eso no es de extrañar al lector, que cada vez que lo hacía, cada vez que su espíritu descansaba allí, sostuviera firme una copa de buen vino, prestamente ubicada junto a una botella de cabernet, con la que no dejaba nunca de brindar como si en esta escondiera una profunda esperanza, al contemplar al amor de su vida; aunque también se notaba mucho de ansiedad.

Años habían pasado desde que comenzaron a vivir en ese “hogar”, porque en eso se había convertido esa envejecida, pero siempre hermosa casa: en un verdadero “hogar”. O, al menos, así lo entendieron desde el momento mismo en que se mudaron allí, en que comenzaron a darle forma a sus anhelos de felicidad. Al principio les fue difícil, como a todo matrimonio joven; pero no tanto, pues nunca estuvieron solos en esta aventura: siempre se tuvieron uno al otro. Ciertamente, fue tan poderosa esa unión durante el tiempo que duró, que en esa enorme casa habitada ahora por un ancianito con olor a tabaco, nunca se alcanzó a sentir la soledad. Esto, aun cuando, el mundo alrededor había cambiado progresivamente.

Ahora edificios impensables en su juventud se elevaban dentro de un barrio en el que muy pocos de sus primeros vecinos aún vivían, pero en el que ya varios habían sido velados. El almacén de la esquina, ese almacén de toda la vida, ya no existía más, puesto que hace poco habían abierto un enorme supermercado. ¿Cómo competir contra esos monstruos del capital? Ya poca gente lo saludaba en la calle, como si los buenos modales se hubieran vuelto obsoletos y el desear un “buen día”, una cosa extraña, fuera de estación, incluso sospechosa.

A veces, a la vuelta de la esquina se encontraba con la señora Inés, vestigio de otro tiempo, con quien, por cierto, conversaba como solía hacerlo en su juventud. Por ello, su sorpresiva muerte fue una muy mala noticia. Al final, su casa, su hogar, se convertía en ese espacio maravilloso donde aún podía ser él, libre y soberanamente. Y esa silla, frente a la joven y coqueta dama de la fotografía, su lugar idóneo, místico, donde cada tarde abría una botella de vino y conversaba con el pasado; siempre, mientras buscaba los enormes y dulces ojos que le coqueteaban descaradamente. 

Ese era sin duda su retrato preferido, la foto que más adoraba de ella, el sueño predilecto y único de su contemplación cuando se trataba de beber un buen cabernet, afirmaba. No obstante, las paredes de su casa estaban llenas de imágenes de un pasado feliz, que en su mente parecían una constante fuera del tiempo. En el living, en el comedor, en el dormitorio, junto a la escalera, se observaban varios y antiguos cuadros de distintos tamaños, de diferentes momentos, de diversos instantes de su vida, como si su cámara nunca hubiera dejado de funcionar. Desde hace años, el ancianito solía dirigir sus miradas hacia esos lugares de los recuerdos permanentes como si al hacerlo, todas las historias, anécdotas, risas, llantos, alegrías, tristezas hubieran sido ayer; y volvieran a ser mañana.

El día martes, por ejemplo, junto a la delgada joven de ojos enormes, el viejito redescubrió a una esbelta dama vestida a la usanza de una bella princesa de fábula recorriendo las escaleras: “Blanca y radiante”, recordó. Luego se sonrojó como si acabara de “pedir su mano”. Un día miércoles, sobre la mesita coja de su dormitorio, su vista lo obligó a enamorarse otra vez, puesto que su mirada coincidió con la de una hermosísima mujer, quien le sonreía lúdica con un bebé en sus brazos; bebé que casi simultáneamente comenzaría a llorar. O esa es la historia que alguna vez me contó. Jueves, viernes, sábado, domingo: la vida parecía renacer en su hogar, sin detenciones, tras cada vistazo, como si realmente fuera inmortal dentro de ese torbellino de imágenes llenas de magia e historia.

Hoy se detenía en esa foto, mañana sería otra. Ayer contemplaba a un joven, muy parecido a él, vestido de traje, que sonreía junto a la dama del cuadrito sobre el viejo mueble. La historia tras la imagen era sencilla: ese día, se habían juntado después del trabajo. La ciudad, en ese entonces, no era un bloque de cemento, por lo que no era tan difícil llegar al campo o, simplemente, encontrar un árbol. Hacia allá fueron. Buscaron un lugar tranquilo. Se recostaron sobre el pasto. Un árbol les dio sombra. Hablaron de todo y de nada. Proyectaron el futuro. Se dijeron cuánto se amaban. Se besaron. Casi sentía el calor y la textura de esos labios cuando recordaba. Una lágrima acompañada de una sonrisa: “Estoy embarazada”. Ahora él lloraba de felicidad. Luego, la tarde se transformó en una búsqueda incesante de nombres. Su primer hijo. Ella aprovechó la oportunidad. Le sacó la cámara de su maletín: una foto que después colgarían en el pasillo de su casa. Recuerdos, memorias, pensamientos, en cada mirada que daba desde esa silla, desde ese espacio personal.

Así estaba, como cualquier otro día de esas infinitas semanas, cuando de súbito un niño corrió frente a él: buscaba una pelota. Entonces, él se levanta un momento de su querida silla. Necesita comprobarlo. ¿Realmente lo vio pasar? Observa. La puerta está abierta al final del pasillo. Un sentimiento juvenil y alegre lo atrapa. Se dirige al jardín. Se asoma y ahí está. Tiene cinco años. Está usando la ropa que le compraron hace unos días. Está todo sucio. Quizás dónde estuvo jugando. Sin embargo, no lo amonestará. Le gusta verlo ahí, lleno de vida; saltando de un lado a otro; jugando. Con entusiasmo le pregunta desde la puerta si puede jugar con él. El pequeño antes de responder cualquier cosa le lanza la pelota. Él la recibe, la mira, sorprendido de lo real que es. El niño se la pide, él se la devuelve. Parece algo simple e insignificante, pero no. Posiblemente sea el juego más importante de su vida.

En eso están, cuando el portón se abre de lado a lado. Aparece ella, radiante y con una frescura primaveral. Trae de la mano a una niñita, un poco menor que el pequeño Cristóbal. Tiene trenzas y un vestido muy bonito. Rápidamente se suelta y se dirige hacia donde está su hermano. Le quita la pelota al pequeño. Llantos: se la devuelve. El ancianito permanece absorto, invadido por cierta tranquilidad que lo conmueve. La niñita se acerca a darle un beso.

Sonríe, alguien lo llama desde el interior de la casa. “Amor”, escucha. Sin pensarlo, camina hacia esa dulce voz. Se mueve lento, cansado, pero feliz y decidido a responder al llamado. “Amor”, vuelve a escuchar. Concluye que las palabras vienen desde el dormitorio, desde el segundo piso. Con mucho esfuerzo sube las escaleras: lo vale, una última aventura digna de ser vivida.

Debe llegar hasta su cama: su alma dice que debe hacerlo, o eso cree escuchar. Al fin. Una mujer desnuda, la madre de sus hijos, lo invita a la cama. Ni siquiera se cuestiona qué está sucediendo. Solo sabe que frente a él está el cuerpo más hermoso que haya visto en su vida; imperfecto y perfecto a la vez. Él la observa desde el umbral de la puerta y queda prendado de los enormes ojos que lo invitan a recostarse junto a ella. No se mueve, pero de algún modo, se mete en la cama. Ríen, se confunden entre las sábanas, hacen el amor, una y otra vez. Realmente hacen el amor, como dos cómplices de toda la vida.

Casi de inmediato, una melodía de tango lo sorprende desprevenido: el cuarto se llena de Gardel. En el pasillo, más imágenes sin tiempo aparecen una tras otra. Su hija, su hijo, su amor lo miran y él los ve, de distintas edades, en distintos momentos. Lo saludan, se despiden. Lo besan, se enojan, se alegran con él. Lunes, martes, miércoles, los recuerdos no se detienen: es una vorágine fantasmal. En su dormitorio, una joven sensualmente vestida lo espera, nuevamente, para dormir, para hacer el amor. De inmediato celebra su cumpleaños. Presencia el matrimonio de su hijo. Acepta el noviazgo de su hija. Apoya a su “pequeño” cuando su relación se acaba. Se viste para la titulación de ella. Hasta que, finalmente, un vaho de tranquilidad lo envuelve.

La casa vuelve a estar en silencio. Él observa a una hermosa mujer, de rasgos maduros y tiernos persiguiendo a un pequeño niño frente a él; luego siente un beso sobre su frente. De súbito, el pequeño crece, como en un cuento breve. Ella lo abraza y permanece así junto a él. ¿Acaso percibe su leve aroma a cerezas por algún acto de magia inexplicable? No lo sabe, pero desde su asiento, en esa enorme y vacía casa, su pecho se acelera, junto a una mujer de pelo cano, de arrugas prolongadas y de sonrisa de rubí de pie junto a él, quien lo invita a ponerse de pie. ¿No lo había hecho acaso? Sonríe, se enamora. Desde su ventana, sin embargo, quien tuviera curiosidad por ver qué sucedía dentro de la antigua casa, solo descubriría a un anciano inclinado sobre su silla, inmóvil, con dos copas frente a él, como si hiciera un brindis en el silencio.


(1) Cuento de José Baroja publicado en El curioso caso de la sombra que murió como un recuerdo y otros cuentos
de Ediciones Oblicuas, en Barcelona, durante el 2018.



 

 

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