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EL FIN DEL MUNDO[*]

Por José Baroja


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El mundo real es mucho más pequeño que el mundo de la
imaginación.
Friedrich Nietzsche

La lluvia golpeaba violentamente el techo de aquella modesta iglesia, ubicada, casi escondida, a un costado de la carretera que une San José con Valdivia. Probablemente muchos no la hayan conocido, pues los árboles que allí aún crecen, y que bien engalanaban el camino que llevaba hasta sus puertas, prácticamente la hacían invisible al ojo del conductor más avezado o del observador más atento. Lo que no significa que podamos livianamente dudar de que existiera o que esta sea solo una invención mía para este cuento. ¡Claro que no! Es más, debo afirmar que los feligreses que se reunían en ese lugar conformaban, como pocas instituciones pueden presumir hoy, una congregación única, leal, sometida, llena de certezas, siempre dispuesta a escuchar y seguir las palabras inspiradas de su santo líder, quien esa noche, mientras la lluvia parecía no dar respiro contra ese frágil techo que ya no está, cantaba, se movía, declamaba, con la misma soltura que un vendedor ansioso por presumir extraordinario su producto.

Evaristo se llamaba ese hombre que de a poco se había ido convirtiendo en pastor de un respetable y obediente rebaño. Su gente, como él acostumbraba llamar a sus ovejas, nunca le había fallado desde que se hiciera con el control de esa antigua casa de madera, retirada del mundo secular como quien oculta una verdad. Si bien al principio sus reuniones eran solo los domingos durante la mañana, con los años se hizo menester ampliar la oferta ante tanta demanda de personas buscando una salvación inmediata y no tan cara, lo que acabaría por entregarle el dinero suficiente para hacerse con el edificio completo. Desde ese mismo momento, forzado a ofrecer más de una conferencia al día, la misma performance comenzó a hacerse más espectacular, sin importar el clima o el horario, ni siquiera la cantidad de fieles que llegara, aunque esto último siempre se diera por descontado.

Evaristo siempre iniciaba su sermón después de los cánticos que debían calentar el espíritu de los asistentes hasta mudar cualquier duda por pleno y absoluto fervor. Así, una vez que sus ovejas estaban listas, se aseguraba de que su discurso fuera aún más incisivo en cuestiones de muerte y final, aun cuando colara por cortesía con Cristo algunas palabras poco sentidas de tolerancia y amor. Por eso, el guion de esa noche en que los truenos hacían temblar la pequeña iglesia resultaba más que perfecto provocando que bajo su elegante pantalón de corte italiano se escondiera una profusa erección que evidentemente nadie notó. Evaristo había llegado excitado a esa jornada, al darse cuenta de que por primera vez, más allá de todo lo que dijera antes sobre el Apocalipsis y los diezmos, ahora tenía pruebas empíricas, según él, de que el mundo estaba llegando a su fin. ¡Qué mejor!

—¡Y vi otra señal en el cielo, grande y maravillosa: siete ángeles que tenían siete plagas, las últimas, porque en ellas se ha consumado el furor de Dios! He aquí el furor de Dios, los países se separan, la pandemia comienza, el calentamiento global...
—¡AMÉN! —Se escuchó casi al mismo tiempo en que el obispo apuntaba hacia el exterior y decía: «¡Allí está la última plaga, entre esos pecadores!».

Después de ese «amén», Evaristo descubrió las caras de aprobación y miedo de su auditorio, por lo que supo que ya los tenía en sus manos. Consecuente con esto, optó por encender más un discurso que había ensayado horas frente al espejo, no sin antes reunir versículos proféticos de Daniel, de los evangelios, de Tesalonicenses, de YouTube y sin duda del mismísimo Apocalipsis, sabedor de que cada palabra contribuiría en crear certezas acerca de su persona y su misión, gracias, en gran parte, a ese virus letal que rondaba allá afuera, al colapso de la economía mundial, al comunismo incluso o a las guerras en Medio Oriente, en Ucrania, etcétera, todo ello sucediendo efectivamente tras esas cuatro paredes y propenso a la interpretación que quisiera, puesto que la televisión y los usuarios de redes ya habían cumplido con su trabajo. En cierto modo, Nostradamus, el tarot, el horóscopo, el esoterismo, las conspiraciones se habían convertido en un gran aliado, aunque no hablara de estas o directamente las condenara, ya que quienes lo escuchaban, angustiados por encontrar algo de seguridad en sus existencias, habían suprimido desde hace mucho toda reflexión crítica en busca de un discurso que les otorgara cierta tranquilidad... ¡Amén!

—¡El mundo verá su fin! ¡Arrepiéntanse! ¡Qué el pecado no domine sus vidas! —gritó sin pudor y con pésima memoria—. ¡Mírenme! ¡Yo soy salvo! ¡Soy un símbolo de moral! ¡Si no es así, Dios, aquí estoy! ¡Yo no me enfermo por eso! ¡Los diáconos pueden dar fe de aquello!

Entonces, Evaristo sintió en sus manos el ejercicio del poder del que Foucault tanto hablaba, y lo sintió como quien descubre el miedo en sus semejantes. Luego, en señal mesiánica, absorto en su persona y convencido de su autoridad moral, como si él mismo fuera un amuleto contra todo lo que estaba mal, abrió su manos, miró hacia el techo de la iglesia y en completo éxtasis místico volvió a gritar: ¡Señor, si no soy un símbolo de moral, que este techo caiga sobre mí!

Después de que Evaristo pronunció las últimas palabras que componían esa oración, sorpresivamente un relámpago atravesó el cielo cayendo directo sobre la cabeza del pastor, quien murió incinerado en el acto, al mismo tiempo que la iglesia comenzaba a incendiarse. Esa noche, el fuego no dio tregua hasta que lo limpió todo convirtiendo ese edificio, y a la gente que allí se reunía, en una especie de leyenda rural, cuestión que no significa que podamos livianamente dudar de que existiera o que esta sea solo una invención mía para este cuento. ¡Claro que no! Aunque sí podemos asegurar de que el mundo no se terminó.


[*] Cuento publicado en No fue un catorce de febrero y otros cuentos ©, por TerraIgnota Ediciones, en Barcelona.

 

 



 



 

 

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