El trabajo es el refugio de los que no tienen nada que hacer. Oscar Wilde
Entre las seis y treinta y las siete diez de la mañana, suele darse por iniciada una belicosa espera en la parada del camión de Santa Úrsula, casi llegando a avenida Circunvalación, única ruta que el Gobierno ha colocado para llegar desde A hasta B en dos horas: una bendición, puesto que antiguamente se hacían en tres. La batalla suele comenzar leve, aunque siempre tiene de protagonistas a los mismos infelices que, con el paso de los meses, han ido perdiendo su nombre para convertirse, por ejemplo, en «el pendejo que me pegó un codazo», en «la pendeja que me empujó», en «el hijo de la chingada que me manoseó» y un rocambolesco listado que, ciertamente, hace que la refriega resulte más propio de un decadente libro de fantasía que de la realidad, puesto que, en sí mismo, es un verdadero milagro de la Virgen que en ese espacio tan reducido, diseñado como para enervar adrede aún más los ánimos durante un día de lluvia, quepa prácticamente todo un barrio, dispuesto, por supervivencia, a alimentar con sus pesitos a algún dueño de camión que ni siquiera se enterará de que en el recorrido de su máquina a Juanita se le derramó toda la comida que le había enviado Sergio o que Carlita vomitó sobre las faldas de un ya de por sí apesadumbrado Ernesto, quien creyó ese día que las cosas irían bien por conseguir un asiento; todo, porque el pinche vehículo parece más propio de un rally que de lo que, eufemísticamente, los políticos de turno suelen llamar transporte público. ¡Qué se chinguen!
Por supuesto, si tienes carro significa que la cosa ha ido relativamente bien para ti, incluso como asalariado, ya que, no dependes del camión, y eso es mucho decir, a diferencia de los pobres desdichados que a diario allí esperan, y de aquellos aspirantes a desdichados que, paulatinamente, se van sumando a la refriega; riña que implica por el rigor del descuento el intentar llegar a jornadas que acabarán con sus últimas pizcas de dignidad; ante todo gracias a algunos jefes que se tomarán el tiempo de comprometerlos en «cuerpo y alma» y de sermonearlos hasta el hartazgo frente a la mínima muestra de indisciplina; entiéndase «lo que les canta el culo». ¿Renunciar? Mucho riesgo y las energías ya las ha devorado la antropofágica institución que los espera todos los días, entre las seis y treinta y las siete diez de la mañana. Si tienes carro, eres afortunado, porque tu modesto transporte permite que puedas jugar un poco a vivir y no solo cumplir con aquellas actividades que algunos llaman vitales, tales como cagar, comer y trabajar; trabajar para un güey al que tampoco le importas; para una empresa que si lo requiere te despedirá. ¡Qué bello es el mundo del proletario! Claro que, de todas formas, tienes que alimentar a tu carrito de clase media, si es que tal cosa existe, y el precio de la gasolina no suele ayudarte demasiado; pero, a quién le importa, al menos logras evitar toda la batalla mañanera y, con ello, salvarte, al fin y al cabo, de la inevitable metamorfosis de la mayoría de la población; de la gran mayoría de la población.
—Esto será solo por un tiempo —le dice a las siete de la mañana I a M—. Mismo momento en que el camión 717 pasa a velocidad de crucero y más lleno que lata de sardinas ante la mirada atónita y desesperada de quienes, desde abajo, lo ven marcharse… marcharse… marcharse… Algunos hasta corren unos metros con la idea de que el güey al volante parará; pero ese ya tiene su instrucción y lo cierto es que allí dentro no cabe un alfiler. Por lo demás, qué les vas a importar a un chofer al que mal le pagan por transportar ganado. Es tanto su desdén que ni siquiera se entera o, simplemente, su coraza ya es infranqueable del cómo, desde abajo, es insultado en lenguas tan diversas que hasta la Academia se sonrojaría. Nada que hacer para los soldados de a pie. Nada hasta que aparece la 618, una segunda oportunidad, un segundo intento y… Nuevamente se marcha el cabrón: se marcha, se marcha, a lo que le siguen los inocuos desahogos contra Peña Nieto, contra Obrador o contra el chingado que se ponga al frente; también se escuchan algunos suspiros de desconsuelo y otros sonidos que quizá por la hora, quizá por el frío, quizá por la angustia comienzan a escucharse como tenues balidos. Curiosamente, las voces animales se les han escapado a quienes llegaron más temprano, a quienes llevan más tiempo en el juego; a aquellos que saben que para evitar el tumulto es necesario madrugar, porque se supone entonces Dios ayuda. Sin embargo, lamentablemente para ellos, ese pensamiento acompaña al tumulto en general, a gusto de quienes mandan, si no cómo podría diablos funcionar como promesa de campaña para las siguientes elecciones. ¿no?
—Maldita sea —dice A un tanto desesperado, pues en caso de no poder tomar el siguiente transporte es probable que la patrona lo corra, pues ya sería su cuarto atraso en el mes y ella ya sugirió que para evitar estos inconvenientes hay que levantarse más temprano. Obviamente a la jefa no se le ha pasado por la cabeza lo mal diseñada que está la ciudad o lo bien, si empezamos a creer que el panóptico aplica en estos casos como algo voluntario. Lo concreto es que un tercer atraso es descuento y el cuarto: «A la casa por flojo». Así comienza un pinche círculo vicioso para todos, uno en el que se verán más y más hundidos por las cuentas de fin de mes, por los compromisos incumplidos, por la soledad del camino hasta convertirse en una estadística, de las de abajo. —Carajo — repite, mientras una gota de agua cae sobre su naciente pezuña, a la que no pone mayor atención. Nadie coloca atención a esas cosas hoy en día.
—¡Va a llover, lo que faltaba! —exclama angustiada S, quien debido al cansancio de días anteriores y uno o dos atrasos que ha sumado, no se ha puesto la ropa apropiada para el clima; como decía mi abuela: «Salió así no más». Ella recién comienza a conocer las particularidades del rebaño dentro de la ciudad: ya obtuvo su título con honores en universidad de esas que llaman «patito»; hasta hace muy poco tenía sus sueños y ambiciones, pero durante las últimas semanas de independencia solo ha llegado al quehacer y esos, esos sueños y ambiciones, se han ido ocultando tras las cuentas del mes. Ayer finalmente se ha echado a llorar en una esquinita de la cama en busca de alguna paz que será insoslayablemente interrumpida como un misterio a las cinco cincuenta, hora en que deberá ducharse, arreglarse y salir rápido de la casa, puesto que el paradero está a varias cuadras de aquella casita a la que le ha puesto varios corderitos de adorno, que, sin quererlo, se han comido sus ilusiones. Su lana comienza a mojarse incómodamente, mientras un despistado ciclista que pasa por ahí, de esos que sí conocen el ejercicio, escucha bajo sus audífonos a Los Prisioneros:
Por qué, por qué los ricos, por qué, por qué los ricos Tienen derecho a pasarlo tan bien Si son tan imbéciles como los pobres…
De repente, la lluvia se pone cabrona. Motivo por el cual todos intentan guarecerse debajo del precario techo del paradero. Sonaré resentido, pero me vale: paradero que no tiene comparación con aquellos que se observan desde el camión a modo de recordatorio de otro México, allá afuera de los centros comerciales más lujosos de la ciudad y junto a casas que no se desarmarán al primer «tormentón», paradas puestas ahí para la servidumbre: ni modo que lleguen tarde. Como sea, la lluvia empieza a caer más intensa, por lo que todos se apretujan más como buscando instintivamente el calor y, en consecuencia, las pezuñas golpetean consecutivamente el suelo, al mismo tiempo que los balidos se hacen más intensos en espera de que el transporte que los llevara a la rutina diaria o directamente al matadero pase y, mejor aún se detenga.
—¡Beee! —Se escucha a coro. Entre el frío, la lluvia y el viento el rebaño se hace notar. Finalmente, un camión se detiene. Probablemente ya ha visto a los animalitos esperando subir y el conductor se ha compadecido; incluso, tras percatarse de lo lleno que va, gentilmente decide abrir la puerta de atrás para que así, quienes puedan, suban y paguen su boleto para que, a fin de mes, alguien más pueda comer de sus carnes y use sus lanas como el Dios de acá manda. Al fin el camión se pone en movimiento y la granja arriba de este se sostiene como puede al modo de un vagón camino a Auschwitz. Por fortuna, Camila se ha dado cuenta de la metamorfosis, protege su nombre y se va de allí con su sueño intacto.
Publicado en Sueño en Guadalajara y otros cuentos (2023) por TerraIgnota Ediciones, en Barcelona, España.
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Por José Baroja.
Publicado en Sueño en Guadalajara y otros cuentos (2023) por TerraIgnota Ediciones, en Barcelona, España.