Saber olvidar más es dicha que arte.
Baltasar Gracián
Recuerdo muy bien a Ernesto Faundez Sanhueza. Famoso personaje nacido allá en Curicó, un lejano 4 de agosto de 1966. De contextura más bien delgada, alto de estatura, ojos oscuros, incluso algo intimidantes, de conducta un poco antisocial, destacaba, desde muy pequeño, por tener una memoria que sobrepasaba, con suma facilidad, la media de cualquier habitante de la ciudad y, me atrevería a decir, probablemente del país.
En efecto, su excelente memoria nos llevó a que, durante un largo tiempo, lo llamáramos, directamente, “Funes”. En respeto a su historia, habrá que mencionar que él nunca estuvo de acuerdo con dicho sobrenombre, pues, según entiendo, nunca leyó nada de Borges, o bien, prefería pasar desapercibido para el común de los mortales. Creo, sinceramente, que la segunda fue la razón principal, ya que, a ciencia cierta, nunca ambicionó salir de la Región del Maule y, en consecuencia, nunca lo hizo.
Aun así, todos en la ciudad recordamos las proezas que Ernesto realizaba en el colegio. Sumamente memorable fue aquella vez en que, solo para no escribir lo que la profesora insistía que anotáramos en nuestros cuadernos, por cierto, con una caligrafía divina y una ortografía de santo, memorizó y repitió tantos poemas, que toda la atención de la clase recayó sobre él. El acto fue tan portentoso que la misma profesora, tras el sorprendente suceso, en más de una ocasión lo llevó al centro del patio del colegio para que repitiera, a viva voz, todos los versos que con pasmosa facilidad salían, una y otra vez, de su pequeña boca.
Ciertamente, desde entonces, Funes se convirtió en toda una celebridad; aunque, vale decir que, para la mayoría, del modo en que podría serlo un fenómeno de circo. De todas formas, el avispado director se tentó, durante un largo tiempo, a promocionar la institución como un nicho nacional de superdotados, con el objetivo de aumentar exponencialmente la matrícula durante los próximos años. Por fortuna, la madre de Funes, tras enterarse de la motivación de nuestra desagradable autoridad, se negó, por lo que el “caso de los poemas” terminó inscribiéndose solo dentro de la memoria colectiva.
Ya en la universidad, la memoria de Ernesto era tan prodigiosa que, durante varios semestres, se encargó de memorizar las respuestas de un incontable número de exámenes para así compartirlas con nosotros. Nosotros cooperábamos activamente en parte de ese proceso, al descubrir que algunos profesores, año a año, no realizaban cambios en sus evaluaciones o, simplemente, reorganizaban las preguntas para que parecieran nuevas. Al saber esto, nosotros, sin mucho ingenio, las conseguíamos con estudiantes de semestres anteriores, se las entregábamos a Ernesto y este, finalmente, hacia lo suyo.
Por lo anterior, no es de extrañar que, más allá de nuestra labor recopiladora, Funes aprovechara su increíble memoria para establecer un fructífero y clandestino negocio; famoso sobre todo entre los estudiantes menos “duchos” en estas cuestiones de esforzarse. Y así fue, pues durante dos años, su fama creció tanto que, en algún momento, desde otras universidades e institutos, muchos comenzaron a solicitar sus servicios generándose así una especie de red de información tan amplia que ninguna computadora de principios de los noventa hubiera podido igualar.
La sorprendente alza de calificaciones en, al menos, tres universidades y dos institutos de tres regiones, obligó a las autoridades a investigar la situación. Incluso algunos diarios del Maule se atrevieron a destacar las altísimas evaluaciones obtenidas durante los últimos semestres como la prueba irrefutable del incremento en el coeficiente intelectual del estudiante chileno promedio. Lo dicho, sin olvidar que esto había sido obra y gracia de las políticas educativas impulsadas por la Junta Militar. Dicho de otro modo, los uniformados al servicio intelectual del país.
Lo extraño de esto fue que, ante la buena noticia, sorprendentemente ningún académico quiso asumir alguna cuota de responsabilidad. Especulo que esto se debió a que, al descubrir a Funes, simplemente quisieron pasar desapercibidos para así no destacar su propia mediocridad. No obstante, después de dos años y medio, Ernesto abandonaría, misteriosamente, la carrera. Yo sabría muchos años después que una serie de presiones institucionales lo obligarían a retirarse, elegantemente, por decirlo de alguna manera, aceptando un trabajo especial como “respaldo humano” de documentos de la biblioteca de la universidad. Cargo importante, ya que, en esos tiempos, las quemas accidentales de documentos solían ocurrir. De todas formas, nos consta que Ernesto nunca volvió a pisar el campus universitario.
Leyenda o no, cuento o no, puedo dar constancia de que su memoria era tan extraordinaria que quienes lo conocíamos obviábamos utilizar nuestras cabezas, cada vez que requeríamos un número telefónico y él estaba cerca. Lo mismo hacíamos cuando íbamos a algún local de Curicó, ya que no teníamos necesidad de ver la carta, pues Ernesto ya sabía de memoria nombres y precios de casi cualquier restaurante o bar dentro de la ciudad. Recuerdo que cada vez que llegábamos a alguno de estos, él levantaba su mano para hacer algo extraño con los dedos, luego esperaba el gesto del mesero de turno, quien corroboraba con el pulgar hacia arriba si había cambios en la carta o con el pulgar hacia abajo si no era así. Nunca, en el tiempo en que participé de esas reuniones, cometió un error.
Así era Funes, un memorión impresionante, tan real que el cuento de Borges bien podría ser considerado un texto realista. Así era, digo, porque un día, Ernesto comenzó a olvidar. Y no como nosotros que olvidamos de forma accidental o, simplemente, porque nuestro cerebro desecha aquellas cuestiones que no son tan relevantes para nuestra supervivencia. No, el comenzó a olvidar de una forma sistemática e intencionada. Libremente, decidió destruir su don, moviéndose así de lleno contra su propia naturaleza. La razón: algunos sospechaban que su deseo surgió conscientemente al notar las posibilidades reales de que su cerebro recordara todo, casi en un acto de reconocimiento de su propia limitación humana. Sin embargo, debo decir que no. El verdadero motivo tuvo que ver con aquello que nos hace decidir por la intencionada estupidez, sin importar quiénes somos ni que tan inteligentes fuimos.
A Diego Rebolledo lo conoció a principios de los noventa cuando ambos tenían entre veinticuatro y veinticinco años. Músico, cantante, hombre talentoso y apuesto, de no mucha estatura, pero con una voz capaz de hacerlo gigante a la vista y desearlo tan intensamente como si fuera el más grande galán de todos, simplemente, lo flechó. Nunca, en nuestras vidas junto a él, lo vimos como esa noche, tan cariñoso frente a otro ser humano, tan amoroso frente a nosotros, sus amigos de siempre. De hecho, esa primera vez en la que nos los presentó como su “amor” resultó para todos una verdadera sorpresa, pues a Diego ya lo habíamos escuchado cantar en Talca y bien recordábamos que, entonces, Ernesto se había mostrado absolutamente indiferente ante ese alguien que a todas luces dominaba el escenario. Te confieso que la mayoría de nosotros creía que Funes era asexual, por ello, jamás lo habíamos imaginado con pareja, menos con un hombre. No obstante, ese día, en casa de Bárbara, hicimos un notable esfuerzo para que no se notara nuestra extrañeza.
Sin embargo, recuerdo algo más importante de esa noche: fue la primera vez que Ernesto olvidó algo. La verdad es que el presenciar ese olvido nos sorprendió mucho más que cuando llegó con su pareja a la reunión. De todas formas, nunca estuve seguro de si, en dicha ocasión, lo hizo adrede para que Diego participara del grupo o fue un indicio de lo que vendría después. Aun así, sí estoy seguro de que nuestras caras evidenciaron la sorpresa de que, por primera vez, olvidara algo. Aunque, cabrá agregar, esto ayudó a que lo de la “pareja” resultara totalmente insignificante: ¡Ernesto había olvidado algo! Lo siguiente, solo fueron risas generalizadas, muchas cervezas y una velada agradable entre amigos de toda la vida y en la que se hacía explícito el amor que sentía Ernesto por Diego; aunque no podría asegurar si era mutuo. A la mañana siguiente, despedidas, la típica promesa de vernos todos muy pronto y la ignorancia sobre lo que le depararía el futuro a nuestro querido y extraordinario amigo Funes.
Como bien sabemos, esa famosa promesa tiende a no cumplirse y, en nuestro caso, no fue la excepción. Por lo mismo, me disculpo, sinceramente, por las imprecisiones que pudieran reconocerse a continuación. Según he recogido de varias fuentes cercanas, la decisión de Ernesto comenzó cuando él y Diego terminaron su fugaz y apasionado amor. Al parecer, nuestro Funes cayó directo en una especie de foso de autocompasión y sufrimiento, tras alejarse del que él suponía el amor de su vida. Sin haber estado ahí, lo entiendo, pues el solo hecho de atreverse a presentarlo como pareja, a todo el mundo, conociendo su difícil personalidad, evidenciaba que lo que Ernesto sentía por Diego era intenso.
Por ello, cuando lo encontró en la cama que habían comprado a medias, mirando una película en el televisor que juntos habían pagado, comprendo que debe haber sido una imagen tan chocante, que a lo único que atinó el pobre Ernesto fue a gritarles, a echarlos de la casa, mientras tomaba un cuchillo y se ponía a destripar el colchón que tantas veces habían compartido. Fue un momento de locura, sin duda, pero, en ese instante, solo estando en el pellejo de Funes, podríamos entender el porqué lo hizo.
Lo que siguió fue un corto y severo proceso de degradación. Más de alguien podrá corroborar que Ernesto se dejó llevar por el alcohol. Mi abuelo siempre me decía que hay dos razones para beber: desinhibirse u olvidar. Él comenzó a hacerlo por lo segundo, en un intento suicida por desprenderse de la imagen de Diego, por quitar de su mente portentosa cualquier rastro de este músico que lo había dejado en fragmentos. Sin embargo, el proceso debe haberle resultado muy lento e ineficiente, pues lo que él necesitaba era olvidar de manera rápida y definitiva. Simplemente olvidar, como en aquella película de extenso nombre protagonizada por un grandioso Jim Carrey. Así que una vez que descubrió que no lo lograría mediante whisky, vodka, pisco, absenta, se vio forzado a buscar otra alternativa que llevara su cerebro desde la memoria absoluta a la nada consoladora.
Si bien la memoria de Ernesto era en sí misma extraordinaria, pese al resultado final, compartirán conmigo que igual o más extraordinario fue que solo haciendo gala de una voluntad impresionante, un día cualquiera, Funes comenzara a olvidar sistemáticamente. En efecto, tras descubrir de manera definitiva que el alcohol no lo ayudaría a olvidarse de Diego, regresó a su departamento, el 421 si no me equivoco. Se sentó en su incómodo sillón. Descubrió frente a él, sobre una silla, un sombrero de copa, una corbata y unos zapatos desgastados que no utilizaba hace tiempo y que heredaría a un amigo. Se concentró en un punto de la pared. Imaginó la nada y comenzó, poco a poco, a olvidarse de la realidad. Por boca de él mismo, supimos que lo hacía dogmáticamente durante cada día de la semana. Al principio, pareció una broma, una ridiculez; pero al final ya no reímos más.
Sorprendente fue darnos cuenta de que tras dos semanas, Ernesto ya no era capaz de nombrar ningún color. Cuando conversamos con él acerca de esto, creíamos que nos tomaba el pelo, mas cuando le preguntábamos por los colores, un poco en juego, un poco en serio, simplemente te miraba con una cara absurda de interrogación. De inmediato, nosotros hacíamos el intento de nombrarle el color. Al anticiparlo, él se tapaba los oídos y comenzaba a balbucear cualquier cuestión sin sentido, con el objetivo de no regresar el concepto a su cabeza.
Así es como, a las cuatro semanas, Funes había olvidado los números, por lo que pronto no pudo hacerse cargo de cuentas, de dinero, de nada que implicara contar. A los tres meses ya no lo vimos más. Después nos enteraríamos de que no tenía forma de salir de su casa, pues no recordaba siquiera cómo caminar. Nos vimos forzados a internarlo en un psiquiátrico, pues ya no era capaz de valerse por sí mismo. Lamentablemente, Diego seguía dentro de él.
Hace un par de semana lo visité. Ya son cuatro años desde que Ernesto Faundez Sanhueza, quien pudo ser hijo ilustre de Curicó, comenzó un triste, pero sorprendente proceso de olvido. Me costó reconocerlo allí postrado, sin palabras, sin expresión, sin movimiento, sin nada. Quien fuera el portento de la memoria, quizás a nivel del personaje de Borges, ahora parecía ser un disquete formateado, o bien, se había convertido en una simple ameba en este ejercicio de olvidar.
De todas formas, hice el intento de comunicarme. Durante treinta minutos, me senté a su lado a leerle Un hijo de perra y otros cuentos esperando observar siquiera un movimiento. Nada pasó; excepto cuando ya cansado me acerqué para despedirme. Entonces, me encontré en sus ojos. Parecían a punto de llorar. Después, el milagro. Una sola palabra, quizá la única palabra en su memoria, la última que pronunciaría: “Diego”. Entonces supe que su intento había sido un fracaso.
[1] Publicado en No fue un catorce de febrero y otros cuentos (TerraIgnota Ediciones: Barcelona, 2021)
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Por José Baroja