El trabajo es lo más divertido, podríamos pasarnos horas observándolo.
Anónimo
«Godín», dícese en México del oficinista de nueve a dieciocho horas o de cualquier otro asalariado al que su jefe inmediato le diga, durante su primer día de trabajo y con toda la naturalidad del mundo: «Bienvenido. Desde hoy, tu cuerpo y alma nos pertenecen». No es broma, esas fueron las primeras palabras que pronunció el de por sí atrevido licenciado Echeverría; lo hizo, para más espanto del lector, casi al mismo tiempo que sobre su rostro una sonrisa graciosa y enorme se ensanchaba más y más, a la par de cada sílaba que su subconsciente había elegido como la más apropiada para saludar a Jaime, el nuevo godín, pobre e infeliz hombre, quien en su sorpresa solo atinaría, por eso de las circunstancias y de los modales, a sonreír de vuelta, mientras contemplaba los blancos y afilados dientes del que ahora sería su patrón. Solo eso, pues pese a lo mefistofélico de la frase que la acompañó, Jaime no dudó ni por un segundo en estrechar la mano de su ahora bienaventurado benefactor, al mismo tiempo que expresaba, al modo de quien ha sido salvado por la divina providencia, «gracias». No hemos de juzgarlo, después de todo, al igual que muchos otros mexicanos, Jaime ya cumplía casi medio año sin encontrar trabajo y esta… Pues, no manches, esta se avizoraba como una gran oportunidad para pagar deudas y comenzar a vivir como todo ciudadano decente lo desea. No por nada, su reverente «gracias» y, obviamente, su sumiso apretón de manos, se constituían allí, y nada más que allí, entre esos dos hombres, como la representación perfecta de un sueldo que, a su parecer, no resultaba ser tan deleznable como el de otros muchos acá en Jalisco.
De hecho, resulta posible afirmar que su actitud, en particular con respecto a la al menos inquietante elección gramatical del licenciado Echeverría, se debiera ante todo a las sumas y restas que Jaime realizaba dentro de su cabeza, al tiempo que se repetía en esta, a la manera de una gotera de baño mal arreglada: «Un sueldo fijo me dará seguridad y la seguridad me brindará felicidad y la jubilación tranquilidad y la tranquilidad de viejo incluso más felicidad». No obstante, y fuera de cualquier otro cálculo, un momento mínimo de cordura lo atraparía justo cuando caminaba rumbo a un pequeño cubículo blanco, ubicado en una sala sin ventanas y pintado a la manera de la muerte oriental: «Desde hoy, tu cuerpo y tu alma, nos pertenecen», repitió. Sin embargo, entonces, no le dio mayor importancia.
Antes de ser godín, Jaime oficiaba por 79 miserables pesos la hora como maestro de asignatura en una de las muchas universidades de Guadalajara; muy poco para cualquier pretensión de futuro y muy poco para cualquier aspiración de presente. Y eso que Jaime era un buen maestro; pero lo cierto es que quien dijo que la educación es lo más importante dentro de la sociedad contemporánea no conocía México o quizá nunca pasó una temporada trabajando acá; mucho menos conoció los gobiernos de turno. Dicho de otro modo, quien no ha conocido cómo funcionan las cosas por estos lados, no entendería lo normal que le parece a la mayoría el recibir un sueldo bajísimo, el mantener la cabeza abajo, el disfrutar las lambisconerías consentidas y la imposibilidad cierta de ascender a no ser que se llegara a tranzas, palancas y otras argucias propias de quien entiende, al modo en que lo hacen las máximas autoridades de nuestro país, que la única forma de vencer al Estado es la trampa, la tangente... Si no al foso o a la chingada. Y qué decir si eres mujer, indígena o peor, mujer indígena, pues te jodes más. La neta es que entre arriendos, comidas, transportes, la edad le caería encima a nuestro protagonista y, con esta, el aterrizaje forzoso con respecto a la posibilidad de que todo su esfuerzo, digno del más supremo mártir de la independencia —¡Arriba Hidalgo! — fuera realmente para crear un mejor país. ¡Chinga tu madre, Hidalgo!
En términos locales, todo se había ido a la «tiznada» hace rato y él ya lo había descubierto desde hace mucho: solo que para aceptarlo fue preciso rendirse primero como pedagogo, muy tarde, para morir lentamente después. Así que, sin más que hacer, ahí estaba nuestro Jaime: ciego, sordo y mudo aceptando una chamba que pagaba significativamente mejor que la docencia; esto aun cuando el godín aceptara vender su dedo y su culo para uso privado entre las nueve y las dieciocho horas de lunes a viernes y entre las nueve y las catorce los sábados, sentado hasta enrojecer, en un cubículo en forma de trébol que a fuerza compartía con tres colegas más, Juanita, Lupita y Alfredo, y con la obligación de identificarse dactilarmente para salir, para comer y hasta para ir a cagar. Por lo demás, Jaime había encallado, nunca mejor usado el adjetivo para él, entre esas cuatro paredes pintadas de un blanco tan profundo que quien lo mirara fijamente correría el riesgo de olvidarse de cualquier cosa que ocurriera fuera de ahí hasta de repente dejar de existir para el mundo. ¡Benditos sean quienes hacen caso a su intuición! «Desde hoy, tu cuerpo y alma nos pertenecen», ¿realmente había dicho eso el licenciado? Muy tarde para darse cuenta.
Y bueno, el tiempo no perdona y, a la larga, obviamente este lo dejaría en claro. Jaime, pese a las dificultades iniciales para acomodarse en su nueva realidad, más pronto que tarde comenzaría a olvidarse de sí mismo durante las extensas jornadas para las que él mismo había comprometido su palabra; porque de contratos ni hablar. Jaime, al igual que sus compañeros, no tardaría en mimetizarse con el mobiliario entre risas y aplausos de godines y patrones que avalaban su espíritu de trabajo como quien celebra al payaso en el circo. Esto llevó a que el cumplimiento de sus tareas fuera cada vez más eficiente, a la vez que estas se multiplicaban exponencialmente por el mismo salario. Poco a poco, comenzó a correrse el chisme de que si la luz estaba encendida en la oficina, el mundo debía dar por sentado que Jaime estaba ahí, frente a su computadora, con «la playera bien puesta» como quien asume que su cuerpo y su alma le pertenecen a la empresa. Rápido, Jaime se convirtió en el trabajador modelo, en el chiqueado de la oficina, aunque nunca le dieran un ascenso o siquiera un aumento; incluso su esposa acabaría divorciándose de él mediante secretaría, porque nuestro héroe no podía abandonar su puesto de trabajo, ya que, según su propia opinión, todos contaban con él. Con ello, su cuerpo se fue haciendo más pesado, probablemente por la inevitable falta de ejercicio, o bien, por los muchos halagos que recibía durante el día a día, que también suelen hinchar la panza según mi abuela. En consecuencia, el desprenderse de su asiento se convirtió en algo imposible; incluso su enorme silueta le sobreviviría sobre el cuero de esta muchos años después. Jaime parecía eterno en esa oficina. Parecía.
No obstante, como bien sabemos, nada es para siempre y pronto las arrugas y las canas comenzaron a multiplicarse como surcos cavados por esos mamados obreros mexicanos que no cobran casi nada y que hacen casi todo. Y así, poco a poquito, se fue haciendo viejo, muy viejo, viejísimo hasta que, en un segundo momento de lucidez, finalmente comprendió que había escuchado perfectamente bien: «En cuerpo y alma». Pero ya no importaba.
El último día laboral de Jaime sería el 1 de marzo de 2030. Durante esa jornada, Jaime flotó hacia la luz por un estrecho túnel en el que su regordete alma apenas cupo, alma que dejó en la oficina su cuerpo, su culo y su dedo, con sesenta y dos años. Nadie iría a su funeral. La empresa le sobrevivió. El patrón también.
Publicado en Sueño en Guadalajara y otros cuentos (TerraIgnota Ediciones: Barcelona, 2023)
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Por José Baroja