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PUTA

Por José Baroja

Relato publicado en El lado oscuro de la sombra y otros ladridos
(Editorial Ediquid: Lima, Perú, 2020)


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En una conocida esquina de alguna gran ciudad, de esas tan grandes que hasta el más bienaventurado corre el riesgo de perder su salvación, aunque sea por unas cuantas horas y previa confesión, tres mujeres de ceñidas faldas esperaban con paciencia de santas que alguno de los pocos carros que doblaban sospechosamente por ese preciso lugar, las viera, se detuviera por completo, bajara su vidrio e invitara a alguna de ellas a comerciar, directa y sucintamente, una simple transacción, un estricto acuerdo entre dos partes, un negocio y ya: mi dinero por tu cuerpo.
Si bien ya era tarde para mucha «gente de bien», las tres siempre podían contar con que algún rezagado e inocente ciudadano buscara algo «rapidito» y carente de memoria y, como es obvio, las tres también estaban siempre dispuestas a llegar a algún arreglo, mutuamente beneficioso, con toda alma que quisiera solo «divertirse», por lo menos mientras la lana estuviera de por medio. Además, por si eso no bastara, las chicas contaban con el auspicio de un pequeño departamento, lo suficientemente limpio para usarse con absoluta discreción durante un máximo de una hora con treinta minutos, no más, ya que no estaban autorizadas a complacerse «con cuerpo ajeno» durante toda una noche, a no ser que les pagaran una pequeñísima fortuna por ello. Negocios son negocios, y el turno, en este caso, valía oro.
Afortunadamente para ellas, en el tiempo que llevaban trabajando en ese lugar, habían logrado consolidar un grupo más o menos habitual de clientes, entre ellos, más de alguno enamorado, unos tantos vírgenes desesperados, muchos casados, unas pocas cónyuges en busca de fantasías, aunque todos, sin excepción, compartían la ilusión de poder poseer a otro, libremente, por algunos pesos, en la verdadera y completa clandestinidad. Por lo demás, el punto de reunión siempre era el mismo, el primer poste del alumbrado público, ubicado justo después del semáforo norte de avenida Sor Juana Inés de la Cruz, convertido, extraoficialmente, en la inequívoca «referencia» para encontrarlas a ellas, de tal modo que bien podríamos afirmar que lo único que ahí faltaba era un enorme cartel de neón que dijera explícitamente «putas aquí». Putas muy agradecidas de Dios, puesto que después de muchas dificultades y pellejerías, hoy ya nadie peleaba por ese territorio, así que ahora ellas, proxeneta presente, podían instalarse a sus anchas, bailar sensualmente en ocasiones, coquetear con uno que otro transeúnte y esperar, sobre todo esperar, hasta que alguien se detuviera. No obstante lo anterior, habrá que decir que esa noche, tras unas cuantas horas de agotadora espera, el negocio iba indudablemente lento, puesto que solo Agatha, la cuarta de ellas y la más joven, había tenido oportunidad de ejercer convenientemente su oficio.
En efecto, a eso de las dos de la mañana, las tres mujeres todavía esperaban con ansias sus siguientes compromisos laborales como si las acciones de una transnacional dependieran de esto, cuando, súbitamente, un carro se detuvo.

—¡Este es el mío! —se dijeron sonriendo simultáneamente como quien apuesta a un caballo de carreras en el hipódromo.

Tras acomodar esos vestidos, que poco o nada dejaban a la imaginación, las tres chicas se alinearon marcialmente y aguardaron, serenas y conscientes de sus valores, que el chofer bajara el vidrio, sacara su mano y llamara a alguna de ellas para comenzar la negociación. Desgraciadamente para sus propósitos, nada de eso sucedió, pues la ventana no bajó ni siquiera un centímetro, en cambio, sí lo hizo Agatha, quien regresaba en ese lujoso carro después de tres horas fuera, probablemente, en alguno de los muchos moteles emplazados cerca de ese lugar. En fin, era Agatha, así que la cosa al parecer seguiría igual durante el resto de esa noche, en especial ahora que volvían a ser cuatro en esa esquina, sin contar a un simpático perrito que de la nada se había instalado junto a ellas solo minutos antes de que la «colega» volviera.
Con todo, el tema no iría tan simple. Agatha lejos de descender como una «princesa de cuento» del lujosísimo vehículo, bajó con un semblante pálido y peligrosamente colindante con la muerte. Unos pocos pasos bastaron para darse cuenta de cómo la muchacha intentaba sostenerse a duras penas sobre sus tacones con la misma prestancia que un borracho. Empero, ninguna de las tres alcanzaría a realizar la pregunta obvia, porque la recién retornada debió apresuradamente colocarse de rodillas, al borde de la vereda, con tal de no manchar con su vómito ni sus medias rotas ni sus zapatos rojos.

—¡Qué asco! —expresaría malamente desde el suelo, al mismo tiempo que se afirmaba las costillas como si adivinara que algo más saldría de allí.
—¡Chiquita! ¿Qué te pasa? —gritó Selena apresurándose a ir en socorro de su amiga.
—¡Qué asqueroso! ¡Duele! —repitió Agatha al tiempo que intentaba infructuosamente ponerse de pie, pues cuando ya creía lograrlo, nuevamente el mareo era seguido por un explosivo vómito sobre la calle, una sustancia tan repugnante que las tres chicas instintivamente apartaron sus miradas; incluso el perro se asustó.

Ciertamente todo lo que había comido durante el día y, probablemente algo más, había sido expulsado de su cuerpo como consecuencia de las espantosas náuseas que le había provocado ese último «cliente», quien ni siquiera se molestó en ver cómo estaba su «amorcito», sino que, por el contrario, apenas notó la situación y preocupado por su «seguridad» y solo por su «seguridad», cerró la puerta de golpe, gritó en tono de burla «que la culpa era de ella» y aceleró el coche tal como si fuera un delincuente huyendo de la policía…

—¡Puta la hue’á! ¡Cuidado, hue’ona! ¡Te ensuciaste!
—La Agatha se nos enfermó. ¡Qué lata! Eso te pasa por aceptar a cualquier culia’o, una tiene que hacerse respetar po’, hue’ona tonta. Parece que to’avía estai muy verde. 
—ja, ja, ja, ja, ja… ¿qué te tomaste?, hue’ona.
—¡No te ríai, el hue’on era asqueroso!, ¿te ayudo, chiquita? —dijo finalmente Selena.

Pese a que Agatha aún no lograba reincorporarse, ese «chiquita» lo escuchó extremadamente bien, tan bien que la hizo recordar, por un lapso muy breve eso sí, una infancia muy lejana, muy distinta, ¡tremendamente desconectada de su presente!, pero, ya sabes, las vueltas de la vida… Sin esperar una respuesta, Selena, francamente más empática que sus compañeras, observó con cariño a la pequeña, quien aún permanecía de rodillas sobre el pavimento, y sin mediar pregunta alguna, decidió tomar su pelo y rápido, como la más habilidosa de las estilistas, le inventó un improvisado moño, con tal delicadeza y amor, que más parecía estar atendiendo a su hija que a una «colega».

—Así no te lo ensucias.
—Déjala ahí no má’, eso le pasa por hue’ona.

Sorpresivamente, el dulce movimiento de Selena dejaría al descubierto un horrendo golpe en el ojo derecho de la «chiquita».  «Gajes del oficio», pensaría, después de todo, a todas ellas les había pasado alguna vez.

—¿El conchaesuma’re te pegó, chiquita?      

Agatha, como perdida de sí misma desde hace algunos segundos, al escucharla, inconscientemente buscó en su cara el horrible cardenal que su amiga había descubierto, pero antes de encontrarlo, se extravió nuevamente en otro recuerdo, aunque, esta vez, para su terrible pesar, no pudo ir demasiado lejos. Tantas decisiones que debieron ser diferentes, que debieron, si tan solo pudiera volver a empezar —pensó —, si tan solo me hubiera atrevido… ¿Papá dónde estás?… Agatha regresó por un minuto, miró a su amiga desde el suelo y comenzó a llorar. Las imágenes de un pasado muy cercano comenzaron a confundirse con las de ese viejo horrible con el que había estado por algunas horas, lleno de pliegues y protuberancias en su piel, cuyo sudor se asemejaba demasiado al sebo deslizándose desenvueltamente hasta su entrepierna, grasa que ella todavía sentía entre sus dedos. Solo de pensarlo, las náuseas retornaron, por lo que Selena debió apartarse para permitir que Agatha otra vez vomitara. Se parecía tanto a aquel hombre que mamá había traído a casa, por qué no se había dado cuenta antes.
La chava necesitaba quitarse esa imagen de su cabeza para así poder continuar en medio de ese ir y venir vehemente entre pasado y presente, a pesar de que aún percibía un fuerte olor a orines sobre su propia piel, a pesar de que aún distinguía esa carne grotesca sobre la suya… qué había hecho, qué había bebido, a qué había accedido, cuándo todo se había quebrado. ¿Realmente perdería su alma ahí tirada sobre su propia repugnancia? Lo cierto es que ese cliente había pagado tres veces el servicio completo, Horacio estaría más que complacido por ello, tanto, que ni siquiera haría preguntas al respecto y, por ende, nunca se enteraría de que el pago había sido un poco mayor, por supuesto, no por extrema generosidad del viejo, sino obra de una extenuante mamada, que ella había permitido sin condón, pues el trato era mantener ese pequeño pene en su boca hasta que acabara… Quizá unos cuantos trabajos más y podría irse de allí, recuperarse, volver a empezar.

—¡Mierda! ¡Mierda! —exclamó desde el suelo, al recordar el semen en su garganta y las arcadas que hacía al mismo tiempo que intentaba sacárselo de encima, igual que aquella vez, hace no tantos años, ese conchaesuma’re sostenía su cabeza como si quisiera ahogarla con su mínimo miembro.

Cuando Agatha ya se sentía morir, por un segundo pensó en convertirlo en un eunuco para toda su vida, en defensa propia, argumentaría. Sin embargo, como en aquel momento, no se atrevió. Agatha volvió a vomitar.
Selena sacó entonces de su bolsa una botella con agua para dársela a su amiga, a su «chiquita»; el perrito se acercó y le regaló a ella un lengüetazo por su gentileza a lo que esta respondió con una caricia sobre su cabeza: ambos se sintieron muy bien. Sinceramente, Selena sentía afecto por Agatha: la consideraba la hija que nunca podría tener, así que nuestra apreciación inicial no resultaba para nada errónea. Cuando recién llegó a esa esquina, la chiquita había sido la única que la había defendido de quienes le gritaban «travesaño», «trolo», «mariposón»… Selena no era nada de eso, aunque su pesar sin duda se lo debía a Dios. De todas formas, ya era bastante fuerte en aquel tiempo como para haber sobrellevado sola esos comentarios o haberle pegado a más de alguno, pero el gesto de Agatha la había conmovido. «Se nota que la has pasado mal», le diría a solas y sin medias tintas antes de abrazarla. Por eso, y por otras cosas, Selena nunca la dejaba sola y, en consecuencia, al ver que aún no se recuperaba del todo, optó por decirle a Tania y a Pascuala, quienes mantenían su distancia por precaución, que por favor las cubrieran un ratito, porque la llevaría a un baño para que se aseara un poco y se recobrara antes de seguir laborando. Las chavas accedieron de mala gana, aunque no sin antes pedirles que se apresuraran, pues Horacio podría aparecer en cualquier momento y enojarse al no encontrarlas ahí.

—Si hue’onas, si vamos aquí a la vuelta no má’.
—Apúrense, vuelvan al tiro.

Horacio era el proxeneta que Dios les había enviado, gracias a él ahora no pasaban tanto tiempo en un calabozo, la policía no se aprovechaba, les pegaban menos y casi no les gritaban. Cuántas veces se habían agarrado a trancazos con «colegas», neonazis, evangélicos, uniformados… antes de la oferta de Horacio de hacerse cargo de ellas por un módico porcentaje, porcentaje que exponencial e inesperadamente fue creciendo. Aun así, estaban mejor que antes. No, ese hue’ón era un empresario, así que había que entenderlo como tal. Punto. Todo eso pensaba Selena, quien tras caminar media cuadra con Agatha a cuestas, y en compañía de ese solidario perro que no les perdía huella, golpeó la reja de una botillería esperando que le abrieran: un anciano de barba blanca y olor a tabaco se acercó.

—Don Nica, nos deja pasar por fa’, la chiquita se siente mal —dijo Selena.

Don Nicanor era el dueño de esa botillería y del único sanitario cercano. Aun cuando su rubro oficial era el alcohol y los cigarros, en su local también solía vender otras drogas, digamos ilegales, nada muy comprometedor, mucha marihuana, algo de LSD y rara vez coca. Aunque todo el mundo lo sabía, incluso la policía, nunca había tenido problemas, puesto que él estaba convencido de que una política fructífera para su microempresa sería no meterse en problemas ni siquiera con las putas de la esquina, a quienes de vez en cuando también les vendía a precios preferenciales, e incluso, muy improvisadamente, canjeaba por una «canita al aire». De hecho, gustaba mucho de las veces que había estado en la pequeña bodega, en la parte de atrás del local, con Tania, a la que allí trataba de «perra» y la «ponía en cuatro», solo por el placer de hacer lo mismo que había visto tantas veces en antiguos VHS que solía alquilar. «¡Qué lindo culo!», decía al tocarla con la punta de sus dedos e irse antes siquiera de intentar penetrarla. Luego, ella lo trataba como si fuera su abuelo y lo cierto es que a él le gustaba esa intimidad.

—Pase no más, Selenita. Mire qué mal se ve esta niña, como si le hubieran dado algo. Me dejan limpio el baño si vomita. ¡Pobre niña! —Su comentario fue sincero, igual la mirada que le regaló al perro que esperaba muy sentado fuera del local —. ¿Vienes con ellas?
—¡Guau!
—No se preocupe, solo será un momentito, al tiro le desocupamos, solo tiene que reponerse tantito. Y sí, viene con nosotras.
—Tome, le regalo esa Fanta que está ahí encima. Quizá necesita algo dulce. —Su regalo fue honesto.

 En el baño, Selena, al notar la fiebre que consumía a Agatha, colocó la cabeza de su «hija» bajo la llave del lavamanos para que así refrescara su cabeza y, de paso, aliviara un poco el moretón sobre su rostro, que de seguro también le dolía. Agatha, delirando en un mundo paralelo, recordó cuando su mamita le lavaba el cabello. Después, Selena la sentó sobre la taza del baño y le pidió que bebiera un poco. Agatha recordó cuando a los cinco años se enfermó de peste cristal y su mamá y papá la atendieron en la cama.

—Gracias, mamá —dijo la chiquita convencida de que Selena era su madre.
—De nada, hijita.

Al escuchar, «hijita», Agatha puso una cara propia de quien ha despertado de una pesadilla o está a punto de hacerlo… De repente se recordó como una niña y pareció sentirse como tal… De repente pensó en un perro que había tenido de pequeña y que misteriosamente había desaparecido cuando llegó ese hombre a casa, ese viejo horrible, lleno de pliegues y protuberancias en su piel, con el que a veces su madre ya enferma la dejaba… De repente se sintió tranquila como si tuviera tres años y su papá aún estuviera con ellas. Su tira y afloja parecía decantar finalmente en su pasado.

—Vamos, mamá —le dijo —, papá nos espera —. Gracias, Don Nico, gracias.

Selena y Agatha alcanzaron a caminar solo unos pasos desde local de don Nicanor, cuando el perro de antes se paró firme frente a ellas, como si estuviera dispuesto a no dejarlas pasar o tuviera una misión inexcusable que cumplir. Selena se sorprendió por la nueva actitud de ese «amigo» que parecía haber surgido de la nada al mismo tiempo que su «hija» llegaba en ese maldito carro. Agatha, afirmada en su «madre», al verlo lo reconoció de inmediato y sonrió.

—¿Paloma, eres tú? — preguntó.

Un ladrido de la ahora descubierta perrita bastó para que Agatha se desvaneciera en los brazos de Selena, quien espantada, sin entender nada de nada, solo alcanzó a evitar que esta se golpeara la cabeza posándola cuidadosamente sobre el suelo. Desesperada, no se dio cuenta de la sonrisa que había nacido en el rostro de su hija tras la respuesta de la perrita, aunque tampoco se percató de que Paloma ya no estaba ahí. Selena solamente atinó a correr en busca de Tania y Pascuala. Treinta minutos después, mientras las tres putas lloraban a su compañera en la calle Sor Juana Inés de la Cruz, Horacio finalmente llamaba a esa ambulancia, pues don Nicanor no se quiso meter en problemas.
Dos horas más tarde, los paramédicos interrumpían la cotidianidad de esa esquina, casi por caridad, pues a esa hora nadie más los necesitaba y las prostitutas no eran prioridad. Obviamente, los carros que solían doblar sospechosamente por esa esquina, al ver las balizas, prefirieron acelerar sin interés de saber qué ocurría ahí. Horacio lo lamentaría por el negocio, aunque sabía muy bien que mañana pasarían de nuevo. Agatha, en cambio, reía junto a Paloma muy lejos de ahí.



 

 

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PUTA
Por José Baroja
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