No hay más infierno para el hombre que la estupidez y la maldad de sus semejantes.
Marqués de Sade
«Estoy muriendo», concluiría tras una lapidaria reflexión el honorable senador Claudio Horacio López Ovalle. Lastimosamente, en ese preciso instante, don Claudio, como algunos solían llamarlo, se encontraba imposibilitado de pronunciar palabra alguna, por lo que cualquier intento de pedir auxilio se hubiera convertido, irremediablemente, en un acto imposible de concretar. Esto, porque además de su forzado silencio, don Claudio López era incapaz de moverse, lo que en términos simples lo condenaba a agonizar solo sobre el costoso tapiz al final de su escalera, solo y totalmente resignado en su desdicha. De hecho, desde hace un rato, probablemente segundos después de despertar y tras verse en tan desventurada posición, Claudio ya había asumido objetivamente que la humedad sobre su cabello debía corresponder a su propia sangre escapando a borbollones de una herida que imaginaba abierta en su cabeza, al mismo tiempo que interpretaba el frío intenso y las convulsiones que se apoderaban de su cuerpo como síntomas ineludibles de que su existencia estaba ad portas de terminar. «Estoy muriendo», concluiría luego, ya sin dudas y con un cálculo muy propio de él.
La verdad es que no había otra conclusión posible, puesto que la caída había sido tremendamente dura y, en consecuencia, cualquiera en su misma situación habría estado de acuerdo con que el desenlace era uno solo; desenlace que desde su alto escaño en el Congreso, Claudio jamás hubiera podido adivinar, acostumbrado año tras año a sortear maravillosamente, como si fuera una víbora de circo o un asambleísta universitario, cada desafío que le había puesto la «vida profesional». Por eso, no era posible que el error hubiera sido suyo, pensaría en primera instancia, tal vez alguien lo había empujado, remataría, antes de comenzar a recapitular, paso a paso, lo que había hecho antes de saberse tendido sobre su improvisado lecho de muerte, ubicado, como ya se ha dicho, al final de las anchas escaleras que lo llevaban directo a su dormitorio. «Primero, nunca me había despertado a las tres de la mañana, pero esa noche había sentido el deseo de beber un simple vaso de agua», recordaría. «Segundo, la cocina está en el primer piso, por lo que hacia allá me dirigí cuando... ¡plaf!». Entonces, cuando ya se dirigía aceleradamente hacia el tercer punto, Claudio López vio al único y posible responsable de ese final. Como nunca, se sintió ridículo, e incluso estafado por su propia vida.
Claudio Horacio López Ovalle vivía solo en esa enorme casa desde hace unos cinco años. Durante ese tiempo, después de su divorcio, su «hobby preferido», como él mismo lo llamaba entre sus «amigos», había sido gastar su ostentoso sueldo, y cualquier «dinerillo adicional» en prostitutas a las que solía narrarles historias de grandeza y poder, y en alcohol, que solía beber a cualquier hora. Lo satírico del caso es que, en público, y como buen funcionario, Claudio condenaba tanto a putas como a alcohólicos por igual, lo que le aseguraba votos entre gente tan o más falsa que él. Sí, el honorable senador Claudio Horacio López Ovalle, quien ahora yacía en su propio y carísimo suelo, era un hipócrita, pero uno profesional, uno que conocía muy bien cómo funcionaba el sistema —y la gente—, y que, por ende, se sentía muy cómodo dentro de este.
Claudio ejercía como político desde hace unos veinticinco años, si es que se puede usar la palabra «ejercer» en su caso. Como sea, él había escalado peldaños tomando siempre la decisión más oportuna para su éxito. Se regodeaba en esto, pues con el tiempo se daría cuenta de que cuanto más alto estaba, menos peligro corría y más controlaba a la siempre dispuesta masa. «El hilo siempre se corta por lo más delgado», solía decirse al amparo de su partido, de su apoyo oficial, siempre y cuando él siguiera escalando esas escaleras. En tal sentido, bien podríamos afirmar que para él no existía ni lo justo ni lo injusto, pues todo se reducía al beneficio de su «colectivo», según él, lo que en realidad se traducía como «su propio beneficio». Por lo tanto, es fácil imaginar lo rápido que Claudio aprendió sobre el poder de la mentira y el cómo empezó a utilizarla «a diestra y siniestra». No solo eso, como todo un maestro, tras varios años, especulaba también, se aliaba con quien debía, maquinaba contra quien le molestara, e incluso se dio la maña de acabar con su matrimonio para así obtener el monopolio final sobre sí mismo. Ni Dios ni el Diablo aparecieron en su camino, lo cual lo hacía sentirse especialmente poderoso, casi inmortal. Empero, y he ahí el chiste de esta ficción, puesto que ahí estaba ahora y aun cuando, en principio, la idea de un atentado contra él era creíble, ya sabemos que no había sido el caso. «Estoy podrido», pensaría segundos después de la inevitable anagnórisis.
Esa noche, antes de acostarse, el honorable Claudio Horacio López Ovalle bebió un vaso de whisky a las rocas. Nada inusual, pues con ello solía ahogar cualquier indicio de consciencia que pudiera sorpresivamente aparecer. Además, según él, se lo merecía, después de todo, esa casa, esos bienes, ese puesto eran obra de su «comprometido» trabajo en el «servicio público». Posteriormente, como todas las noches, subiría las escaleras rumbo a su cama King, e igual que siempre iría arrojando su ropa por el pasillo en un gesto solo comparable al lanzar migajas para quienes estaban por debajo de él, y no, no tenía problemas para dormir, no en vano, los enemigos políticos no habían podido contra él, la Justicia no pudo nunca contra él, su familia no pudo contra él, ni la divinidad lo había derrotado, en otras palabras, cómo podría desvelarse un sujeto así con tanto poder fluyendo a través de sus venas, concluyó alguna vez. Sin embargo, esa noche le dio sed.
Por la sed, se levantó inusualmente a las tres de la mañana descubriéndose un rato más tarde tendido en el suelo, con la cabeza rota y el oxígeno ausentándose lentamente. ¿Qué había sido? ¿Qué había pasado? Simple, lo que no pudo el Gobierno, ni la Iglesia ni fuerza humana alguna, lo pudo el Destino. Lo último que el senador vería arriba sobre el tercer o cuarto peldaño no sería a un sicario, ni a un ninja, ni siquiera a su exesposa, sería su zapato. Seguramente, mientras se soñaba arrojando migajas a los desamparados, su calzado había quedado en el lugar preciso para que él tropezara, o bien, la muerte interpusiera su guadaña para que él cayera. Lo entendió de inmediato. ¡Un miserable zapato! Se sintió sucio y ridículo, al percatarse de que él mismo había propiciado su desenlace.
—Ja. —Pareció escucharse desde su garganta a modo de descargo final.
Su cuerpo putrefacto sería encontrado ocho días después. ¿Su alma? No tengo la menor idea, no obstante su partido le dedicaría unas hermosas palabras durante su funeral.
Publicado originalmente en No fue un catorce de febrero y otros cuentos (2020)
por TerraIgnota Ediciones en Barcelona.
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