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EN MEMORIA DEL ALMA DE TREMENTINO MARABUNTA

Por José Baroja
Cuento publicado en Un hijo de perra y otros cuentos (Ediciones Escaparate: Concepción, 2018)


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“Toda la vida del hombre gira alrededor de lo
caliente. El hombre teme lo frío: la comida fría, la
mujer fría, las ropas frías, el viento frío.”

Manuel Rojas. Hijo de ladrón

Trementino Marabunta amaba cocinar. En efecto, don Trementino, por sobre todas las actividades a las que un artista hubiera podido dedicarse, había optado, desde hace mucho, por la que más amaba: la cocina. Esto, aun cuando, durante toda su vida, hay testigos de esto, solo supo cocinar un único plato caliente; uno y nada más. Sin embargo, en su defensa, habrá que decir que cada vez que lo preparaba, cada vez que lo servía, el sabor, el olor y la textura de su obra magna transmitían al afortunado comensal sentimientos tan variados, tan íntimos, que ese único plato caliente parecía multiplicarse hacia el infinito.

En ese momento, en ese preciso momento en que las papilas gustativas entraban en franco contacto con el preciado tesoro, muchas sonrisas no se dejaban esperar. Especialmente, entre quienes eran sus principales críticos, quienes, sin siquiera saberlo, revelaban unas pupilas tan dilatadas que, sorprendentemente, parecían cubrir todo el globo ocular; además, los movimientos ansiosos de las bocas y unos corazones latiendo muy fuerte, siempre acusaban el querer un poco más. Quizás, después de comer junto a Trementino Marabunta, ese único plato caliente, creado con tanta pasión, más de alguno concluiría que un único plato de comida puede equivaler a todos los platos de comida caliente que se han servido desde el inicio de los tiempos. Sin duda, Trementino Marabunta amaba cocinar.

¿Qué cocinaba? se preguntarán con todo derecho. La respuesta en sí es compleja. La gente más superficial, más adulta, más cómoda en dicho rol, tal vez dirá, con soberbia seguridad, que el único plato de Marabunta era una simpleza: arroz con carne molida. Incluso, es posible, como vi ocurrir en más de una ocasión, esa gente despreciará lo gentilmente servido advirtiendo que cualquier persona, en esta y en cualquier realidad, sería capaz de cocinar algo tan insignificante. No obstante, también existen aquellos con más corazón, más ajenos a la obtusa rutina, esos que se parecen a los niños a los que él siempre les servía con tanto cariño. Ellos, y solo ellos, siempre lograban notar que cada plato caliente, de quien fuera nuestro querido chef, tenía un sabor diferente.

Sin duda, para la mayoría de nosotros resultaba mágico que su arroz recordara tan explícitamente los dulces que, hace algunos días, habíamos robado, con evidente talento, de algún pequeño supermercado del barrio. Otros se imaginaban que así debía ser el sabor de un filete miñón, de ésos que se ven en las películas, pero que, difícilmente, se pueden conocer en el mundo real. Los más osados se aventuraban a hablar del maná, a propósito de la historia bíblica, que alguna mañana de escuela dominical una señora de olores antiguos nos había contado. En ésta, Dios había proveído a su pueblo elegido de este manjar cuando pasaban hambre en el desierto; el hambre, algo tan reconocible entre nosotros, los privilegiados comensales de Marabunta. Creo que, en parte, lo veíamos como ese dios proveedor o, al menos, sus ojos nos lo hicieron pensar en más de una ocasión. Dios era bueno.

A diferencia de los niños a los que atendía, Trementino vivió con su padre y su madre durante toda su infancia: él, un serio profesor de Matemática; ella, una inteligente dueña de casa. Sin duda, quien lo conoció en esa época podrá afirmar que fue un niño a quien le gustaba jugar en la calle, correr y correr como esos locos que faltan en la adultez, lleno de alegría y sin absurdas preocupaciones y que, por supuesto, gozaba con pequeñeces que, en ese entonces, le resultaban enormemente maravillosas. Tal vez, sea correcto decir que todavía lo eran.

Don Trementino Marabunta no perdía oportunidad de contarnos muchos cuentos sobre la vida esperando que nosotros creyéramos que eran absoluta verdad. Recuerdo que, en una ocasión, me narró acerca de un hombre que entró a un café y que convirtió un terrón de azúcar en un pez: yo no le creí, pues ya no era tan pequeño para creer en esas cosas; no obstante, él parecía creerlo. Incluso me hubiera atrevido a decir que él era el hombre del terrón de azúcar. Como sea, sí puedo concluir que Trementino Marabunta recordaba y revivía con amor lo hermosa que había sido su infancia. Si le preguntan a quienes fueron sus más cercanos o a sus familiares, estarán de acuerdo conmigo.

El Sr. Trementino sabía cocinar infinitos platos de comida caliente, al menos —y es lo importante—, eso afirmaban los niños con los que compartía, voluntaria y gratuitamente, en aquel hogar donde chicos sin padre o madre, o bien mal llamados delincuentes, esperaban por alguna luz de cariño; incluso entre esos pasillos que encaminaban hacia fríos cuartos de recurrente soledad. Marabunta lo sabía y, por eso, las dos veces que nos visitaba durante la semana, se esforzaba en que la comida tuviera ese único elemento que no puede faltar.

Una vez, un cura visitó nuestro hogar con el objetivo, por supuesto, de probar la comida de nuestro héroe. Ciertamente, los comentarios acerca de él se habían extendido generando algo de curiosidad entre los más escépticos. La expectativa era muy alta: el eclesiástico esperaba encontrarse un plato gourmet, que valiera toda esa alharaca. Recuerdo muy bien su cara de sorpresa cuando frente a él solo halló un humilde plato de arroz con carne molida. Igualmente recuerdo cómo se fue refunfuñando sin siquiera probar un bocado. Lo que contrastó, casi de inmediato, con la cara de felicidad de mis compañeros —y la mía—, tras llevar el tenedor a la boca: ¡El mío es de pizza! ¡Acá tiene sabor a puré! ¡Qué ricas papas fritas! Parecía una locura, pero en verdad los sabores se multiplicaban, mientras los ojos de Trementino brillaban ante nosotros como los de un dios.

Me arriesgaré a decir que ese brillo surgía por su pasado. Su infancia fue hermosa y gozaba compartiendo un momento de ésta con tantos niños, a través de ese único plato de comida caliente que tan bien cocinaba. Es probable que si le pidieran recordar algún momento negativo antes de los dieciocho años solo sonriera, levantara los hombros y dijera con su serena voz: Fui feliz. ¿Cuál había sido su plato favorito en ese tiempo? Como ya lo adivinas, querido lector, el arroz con carne molida que su madre preparaba sonriente y que él esperaba encontrar cada vez que regresaba del colegio.

Ya adulto, sin embargo, le habría de llamar la atención que durante prácticamente dos meses, cuando solo tenía diez años, fue el único plato que comió. Recuerda, con amor, la imagen de su madre calentando el agua en esa antigua tetera milenaria que antes fuera de su abuela. Por eso, Trementino, mientras cocinaba, hacía memoria e imitaba el cómo su mamita picaba el ajo, echaba el arroz en una taza bien bonita para luego arrojarlo en una olla donde el aceite se hacía escuchar. En especial le gustaba repetir la parte en que, tras revolverlo, vertía dos tazas de agua caliente dentro de la olla provocando un explosivo sonido que anunciaba con cierto ímpetu el inicio de la espera: veinticinco mágicos minutos.

Siempre le había parecido bello ver cómo esa carne tan fea y barata se convertía en algo tan bonito y delicioso al mezclarse con el arroz. Ése era su recuerdo: simple y hermoso. Luego se enteraría de que, durante esos dos extraños meses, su padre padeció lo que muchas familias en Chile: tenía una deuda tan grande que le obligó a vender pertenencias, a comprometerse a pagos, a llorar incluso. Ambos ya eran su admiración entonces, pero en el momento en que supo esto, su madre y su padre le parecieron gigantes, pues frente a ellos, a él y sus dos hermanos, jamás, jamás se quejaron. En cambio, siempre hubo un maravilloso plato de comida caliente al almuerzo.

Por lo anterior, no es extraño que don Trementino Marabunta aprendiera a cocinar infinitos platos, aunque todos se parecieran y se llamaran igual. Los niños del hogar siempre fueron los mejores críticos gastronómicos para juzgar su arte, pues nunca lo hicieron con sus ojos. Ahora, Trementino se ha ido, nunca supimos nada más allá de sus sonrisas, de sus ojos brillantes, de sus ojos de niño y de la hermosa infancia que tuvo. Don Trementino Marabunta fue, sin duda, el más grande artista que conocí.

En tu memoria.

 

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IN MEMORY OF THE SOUL OF TREMENTINO MARABUNTA
By José Baroja

Traducción: Ingrid Flores

Publicado en Alien Minds. La Rama Dorada Ediciones, Buenos Aires (Argentina)

 

"The whole life of a man revolves around the heat.
The man fears the cold: cold food, cold woman,
cold clothes, cold wind".

Manuel Rojas. Hijo de ladrón

Trementino Marabunta loved to cook. In fact, don Trementino, over all the activities that an artist could have devoted himself to, had long since opted for the one he loved most: cooking. This, even though, throughout his life, there are witnesses to this, he only knew how to cook a single hot dish; one and nothing else. However, in his defense, it must be said that every time he cooked it, every time he served it, the taste, smell and texture of his masterpiece transmitted to the lucky diner, feelings so varied, so intimate, that the only hot dish seemed to multiply towards infinity.

At that moment, at that very moment when the taste buds came in contact with the precious treasure, many smiles were not long in coming. Especially, among those who were its main critics, who, without even knowing it, revealed pupils so dilated that, surprisingly, seemed to cover the entire eyeball; besides, the anxious movements of the mouths and hearts beating very strongly, always accused of wanting a little more. Perhaps, after eating with Trementino Marabunta, that one hot dish, created with so much passion, more than one would conclude that a single dish of food can equal all the hot dishes that have been served since the beginning of time. Undoubtedly, Trementino Marabunta loved to cook.

-What did he cook? -You'll wonder right away. The answer itself is complex. The most superficial people, more "adult", more comfortable in this role, perhaps will say, with arrogant security, that the only dish of Marabunta was a simplicity: rice with ground meat. It is even possible, as I have seen happening on more than one occasion, that these people will despise the graciously served warning that anyone, in this and any reality, would be able to cook something so insignificant. However, there are also those with more heart, who are far removed from the obtuse routine, those who resemble the children he always served them with so much affection. They, and only they, always managed to notice that every hot dish, from our beloved chef, had a different flavor.

Undoubtedly, for most of us, it was magical that their rice so explicitly remembered the sweets that a few days ago we had stolen, with obvious talent, from a small supermarket in the neighborhood. Others imagined that this should be the taste of a filet mignon, of those seen in the movies, but that they can hardly be known in the real world. The most daring ventured to talk about manna, about the biblical story that one morning at Sunday school, a lady of ancient smells had told us. In this, God had provided his chosen people with this delicacy when they were hungry in the desert; hunger, something so recognizable among us, the privileged diners of Marabunta. I think that, in part, we saw him as that god provider or, at least, his eyes made us think of him on more than one occasion. God was good.

Unlike the children he served to, Trementino lived with his father and mother throughout his childhood: he, a serious Mathematics teacher; she, an intelligent housewife. Undoubtedly, those who knew him at that time will be able to affirm that he was a child who liked to play in the street, run and run like those madmen who are missing in adulthood, full of joy and without absurd worries and who, of course, enjoyed small things that, at that time, were enormously wonderful. Maybe it's right to say they still were.

Don Trementino Marabunta did not miss the opportunity to tell us many stories about life, hoping that we would believe that they were absolute truth. I remember one time he told me about a man who came into a café and turned a lump of sugar into a fish: I didn't believe him, because he wasn't a child to believe in those things anymore, yet he seemed to believe it. I would have even dared to say that he was the man with the sugar cube. However, I can conclude that Trementino Marabunta remembered and relived with love how beautiful his childhood had been. If you ask your closest friends or family members, they will agree with me.

Mr. Trementino knew how to cook infinite plates of hot food, at least - and that's the important thing - said the children with whom he shared, voluntarily and free of charge, in that "home" where children without a father or mother, or badly called criminals, waited for some light of affection; even among those corridors that led to cold rooms of recurring loneliness. Marabunta knew this and, therefore, the two times he visited us during the week, he made an effort to ensure that the food had that one element that could not be missing.

Once, a priest visited our "home", with the aim, of course, of tasting our hero's food. Certainly, the comments about him had spread and generated some curiosity among the most skeptical. The expectation was very high: the ecclesiastic expected to find a gourmet dish, worth all that fuss. I remember his surprised face very well when in front of him he only found a humble dish of rice with ground meat. I also remember how he grumbled without even trying a bite. Which contrasted, almost immediately, with the happy face of my companions -and mine-, after putting the fork in my mouth: "Mine is pizza!" "It tastes like mashed potatoes in here!" "What delicious fries!" It seemed crazy, but in truth, the flavors multiplied, while Trementino's eyes shone before us like those of a god.

I'll take a chance to say that that glow came from his past. His childhood was beautiful, and he enjoyed sharing a moment of it with so many children, through that unique dish of hot food that he cooked so well. It is likely that if he were asked to remember any negative moments before the age of eighteen, he would only smile, raise his shoulders and say in his calm voice,"I was happy. Which was your favorite dish at that time? As you can guess, dear reader, the rice with ground beef that his mother prepared smiling and that he hoped to find every time he returned from school.

As an adult, however, he would be surprised to learn that for almost two months, when he was only ten years old, it was the only dish he ate. He remembers, with love, the image of his mother heating the water in that old teapot that used to be his grandmother's. That's why Trementino, while cooking, remembered and imitated the way his mommy stung garlic, poured the rice in a nice cup and then threw it into a pot where the oil was heard. In particular, he liked to repeat the part where after stirring it, he poured two cups of hot water into the pot causing an explosive sound that announced with some impetus the beginning of the wait: twenty-five magical minutes.

He had always thought it was beautiful to see how that cheap, ugly meat turned into something so beautiful and delicious when mixed with rice. That was his memory: simple and beautiful. Then, he would learn that during those two strange months, his father suffered what many families in Chile did: he had a debt so big that he was forced to sell belongings, to commit to payments, to even cry. Both of them were already his admiration then, but by the moment he learned this, his mother and father seemed like giants to him because in front of them, he and his two brothers never ever complained. Instead, there was always a wonderful plate of hot food for lunch.

It is not surprising, therefore, that Mr. Trementino Marabunta learned to cook countless dishes, even though they all resembled each other and were called the same. The children of the "home" were always the best gastronomic critics to judge his art because they never did it with their eyes. Now, Trementino is gone, we never knew anything beyond his smiles, his bright eyes, his childish eyes and the beautiful childhood he had. Don Trementino Marabunta was, without a doubt, the greatest artist I knew.

In your memory.



 

 

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EN MEMORIA DEL ALMA DE TREMENTINO MARABUNTA.
Por José Baroja. Cuento publicado en "Un hijo de perra y otros cuentos"
(Ediciones Escaparate: Concepción, 2018)