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HANNAN[1]
Por José Baroja
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“You can stroke people with words”.
F.Scott Fitzgerald
Por primera vez, después de muchas semanas en su nuevo trabajo de oficinista, Gustavo Guarnieri se descubrió solo dentro del pequeño cubículo que ocupaba de lunes a viernes, entre las ocho y las dieciocho horas. Indudablemente, el darse cuenta de que todos ya se habían marchado a casa resultó ser una inesperada sorpresa.
—¿Hay alguien?—, preguntó esperando un enérgico “sí” para luego, instintivamente, mirar el reloj ubicado sobre la salida de emergencia.
Eran las veinte horas. Aparentemente Gustavo Guarnieri se había concentrado tanto en sus papeles, tal vez con el objetivo de impresionar a algún jefe observador, que no había tomado en cuenta nada ni a nadie con tal de terminar todo. Además, Gustavo solía usar unos enormes audífonos para escuchar “música de trabajo”, cuestión que, sin duda, había contribuido en su despiste, aun cuando las paredes que lo encerraban no superaban el metro setenta de altura.
Como sea, a las veinte con un minuto, Guarnieri experimentó uno de esos inusuales momentos que surgen incluso dentro de las incansables y maquiavélicas sociedades capitalistas de hoy: estaba solo consigo mismo. Por eso no extraña tanto que, en vez de tomar sus cosas y salir como lo haría una persona común y corriente, él se mantuviera sentado, aflojara su corbata, se inclinara sobre su asiento y, por un instante, se diera permiso para buscar libre, absolutamente libre las imperfecciones del blanco techo que desde la mañana cubría sus dos metros cuadrados de ilusoria propiedad.
A las veinte con diez minutos, Gustavo Guarnieri empezó a sentirse inquieto. Mientras su observación del techo concluía en que todo el material utilizado en ese edificio parecía ligero y desechable, la repentina soledad había hecho suficiente silencio para que sus cuestionamientos existenciales más profundos cobraran vida como si fueran molestos zumbidos arremetiendo contra sus oídos: “¿Quién soy?”, “¿Por qué estoy aquí?”, “¿Cómo llegué aquí?”…
Apurado por una molesta necesidad de respuestas, Gustavo hurgó en los cajones de su escritorio buscando algo que le recordara su identidad, el porqué estaba allí o, al fin y al cabo, algo que le sirviera de excusa frente a esa voz antes adormilada que, de súbito, parecía retomar el control de su cabeza con más fuerza. Fue entonces cuando desde el fondo del cajón apareció una pluma fuente que él mismo había escondido cuando recién comenzó a trabajar en ese lugar, pero que, sin embargo, había olvidado. Una pluma fuente azul con bonitos bordes plateados y con una plumilla que en sí misma era una verdadera obra de arte.
“Una pluma es una herramienta que denota elegancia”, le dijo alguna vez su padre. “Muchos artistas las usan para dibujar”, le dijo en otra ocasión su madre. Cuando recién la compró, Gustavo no se atrevió a escribir algo con ella, pues no quería romperla, pero cuando la conoció de verdad, la usó en todos sus versos; esos versos que había reemplazado por un uniforme que ni siquiera le gustaba. Repentinamente, Gustavo Guarnieri, después de mucho tiempo, conectó consigo mismo.
Ante tal descubrimiento, rápido buscó un papel, pues un deseo insoslayable y primigenio de escribir apareció junto con el lápiz en su mano. No, Guarnieri no solo quería escribir, Gustavo comenzaba a recordar. Gustavo comenzaba a traducir a bellas letras manuscritas una hermosa sonrisa que reaparecía en su memoria. Escribió una primera palabra: “Recuerdo”. La “R” era curvilínea, sorpresivamente bella para alguien habituado a un computador. “Mezcla de delicadeza y presión, como hacer el amor”, piensa durante un segundo. De repente se da cuenta de que quiere describir una mirada que conoció en una de esas fiestas a las antes se dejaba caer, más por un sentido de lo social que por gusto. “Hannan” se llamaba la dueña de esos labios que recordaba entre sueños. “¿Estaba enamorado?”, creyó preguntarse mientras ella, muy segura de sí misma, le pedía su nombre, se burlaba tiernamente de su timidez invitándolo luego a bailar. Gustavo nunca había bailado, pero allí estaba, moviéndose mientras luchaba por no perder de vista esos ojos que lo sacaban de sí mismo.
“Una primerísima sonrisa”, escribe ahora, al mismo tiempo en que comienza a darse cuenta de las manchas que cubren su cubículo y los de los demás. La mano de Gustavo Guarnieri tiembla por un segundo. Las letras delante de sí se han convertido en algo más allá de una pluma fuente escondida en el fondo de un escritorio. Su escribir es delicado e inspirado por esa fuerza que descubrimos cuando estamos con nosotros mismos, cuando nos atrevemos a ser honestos: cualidad ineludible de la mejor literatura.
“Un magnífico silencio y una coqueta incógnita atravesando”, piensa buscando una idea que tenga sentido con ese verbo. “¡Un puente!”, concluye en el siguiente verso. Ahora sonríe. Nunca pensó que Hannan todavía estuviera en su alma reprimida; menos que hubiera un poema más para ella. “Entre nosotros” es la próxima línea. El reloj sobre la salida de emergencia ya es una anécdota. Su soledad también.
A las siete cuarenta y cinco, sus compañeros llegan a la oficina. Cada uno se instala automáticamente en su cubículo. Nadie se percata hasta las doce, más o menos, que Gustavo duerme plácidamente en el suelo, junto a una pluma fuente, sobre una hoja con un poema que comienza así:
Recuerdo una primerísima sonrisa,
un magnífico silencio
y una coqueta incógnita atravesando un puente
entre nosotros
(…)
Al despertar, Gustavo probablemente renunciará a su trabajo; tal vez, se encuentre con ella.
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[1] Publicado en Cuentos Reunidos-Antología Breve (Editorial Equinoxio: Mendoza, Argentina, 2019)
Publicado en No fue un catorce de febrero y otros cuentos (Terra Ignota Ediciones: Barcelona, España, 2020)