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Eliana Ortega, Habitar el paisaje. Tres poetas sudamericanas. Bellessi Fariña Varela.
(Santiago: Cuarto Propio, 2017)

Por Javier Bello


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Este libro de Eliana Ortega nos impone el entorno de la poesía latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX y, ya en ese entorno, de la escrita por mujeres; no una literatura de mujeres para mujeres, como en el disminuido lugar otorgado en las Lecturas para mujeres de Mistral, por ejemplo, sino una zona que ya puede definir todo su ámbito: tres obras de las más altas de nuestro continente que sobrepasan cualquier espacio exclusivo y que ante la lectura de Eliana configuran ya no el “cuarto propio” sino el territorio predilecto que éstas, por amor o por mor, con violencia o epifanía, hacen suyo, volviéndolo una presencia constituyente.

La escritura de Eliana no se empeña, entonces, en cerrar la mano, sino en poner en el centro del ojo crítico a estas grandes poetas, instalarlas en el lugar de apreciación en el que podrían haber estado unas cuantas otras y unos cuantos otros también, y que así el lector pueda dar cabida a su peso específico, a su misterio y riqueza, que sobrepasa de antemano cualquier hermenéutica o aproximación. Un gesto por lo demás generoso, el de otorgar espacio y preponderancia a la palabra poética, que esconde no sólo esa trasgresión evidente de procedimiento frente a la crítica que la circunda, sino unas cuantas más; el abandono o la superación de ciertos leitmotiv o clichés de los estudios latinoamericanos y sobre literatura de mujeres: uno, el susodicho “cuarto propio” de la querida Virginia Woolf -motivo que nuestra autora no elabora en este libro, quizá porque las poetas mismas lo exceden-; otro a saber, la “ciudad letrada”, de Ángel Rama, del que Eliana ya encontró la forma de desembarazarse en un libro anterior, porque estas escrituras habitan y desean, sin duda, otros espacios.

De esta manera, Habitar el paisaje establece una dinámica de continuación y variación con respecto a los libros y estudios anteriores de Eliana, porque ya algunas páginas, no tan pocas, había dedicado a Soledad Fariña y Diana Bellessi en Lo que se hereda no se hurta. Ensayos de crítica literaria feminista, de 1996, y a Varela en la monografía peruana del 2007 titulada Nadie sabe mis cosas: reflexiones en torno a la poesía de Blanca Varela, pero también a otras figuras de nuestras letras que ahora aparecen en un trasfondo, en un fondo de ojo que hace contraste con la dimensión principal de las autoras elegidas.

Me refiero a los artículos “Amada amante: discurso femenil Gabriela Mistral” y a “Otras palabras aprender no quiso: la diferencia mistraliana”, a su estudio sobre Noche Valleja de Paz Molina, a las páginas dedicadas a Delia Domínguez y, si me apuran, a Elena Poniatowska entrevistada por Eliana. Pero también pienso en las múltiples relaciones que se pueden establecer, a partir de este estudio, y más allá de las tres autoras a las que refiere, por parentesco espiritual, proximidad escritural o crítica, con el poeta Javier Sologuren, o el poeta y artista plástico Juan Eduardo Eielson, con el también poeta y pintor Hugo Padeletti o con Alberto Girri, con Octavio Paz, con José Ángel Valente, y si nos acercamos más y afinamos la cámara, con ciertos poemas de Stella Díaz Varín, con Santiago Waria de Elvira Hernández, con la distancia del exilio en Gonzalo Millán, Enrique Giordano, Alexandra Domínguez y Alejandra del Río, con las territorializaciones de Verónica Jiménez y Antonia Torres, con Damaris Calderón, Teresa Arijón, Verónica Viola Fisher, con Rocío Cerón, por ejemplo, y su primer libro, Basalto, que entronca con la preocupación material de Varela y sobre todo con Fariña. Y antes que nadie, en este volumen, la presencia de José María Arguedas, deudo de las tres poetas de Eliana, que las vincula en la aparición persistente de los restos vivos del mundo prehispánico y en las maneras para su aproximación.

Una de las ideas que se pone al centro de este trabajo de Eliana, es la comprensión del paisaje como cultura o de la cultura como generación de territorio, cuestión que resulta transversal a la obra de José Lezama Lima y que nuestra autora captura a partir de su ensayo La expresión americana; lo hace ya en el 2001, en un texto titulado “Pensar América”, prólogo a la compilación crítica Más allá de la ciudad letrada. Escritoras de nuestra América. También las tres poetas a las que se les dedica este volumen siguen a Gabriela Mistral, como afirmó Eliana entonces, cuando declara que “América es un hecho de paisaje”. La entrada en materia a la que estas obras obligan a nuestra autora, obedece a este misterio lezamiano del lugar y el entorno, el diálogo entre naturaleza y hombre en la creación de lo americano, y representa el marco a partir del cual va a seguir a Varela, Fariña y Bellessi en sus recorridos polisémicos, tanto elípticos como proliferantes, desplazándose desde los contrastes de la observación, las concreciones pictóricas y escultóricas de la imagen poética, a las dispersiones rítmicas, olfativas y táctiles. Resulta constante y característica esta manera de dar forma a la noción de paisaje por medio de distintas variaciones sinestésicas, especialmente al utilizar las formas de la pintura: “Paisajes de luz y sombra”, “Paisajes sobre tela”, “Paisajes re-tratados”, “Paisajes de acuarela y canto”, entre otros de los subtítulos de Habitar el paisaje. No en vano Eliana coeditó, junto a María Elvira Iriarte, el libro Espejos que dejan ver. Mujeres en las artes visuales latinoamericanas, del año 2002.

En este movimiento se esconde, según yo, un recorrido, muchas veces de ida y vuelta, que en el libro de Eliana comienza por reconocer en Varela una drástica experiencia estética, de dramática dignidad, vallejiana me atrevería a decir yo, a veces ascética e indecorosamente antidiscursiva y antiretórica, un canto monótono y de corte abrupto, de las alturas, fatigado e intenso -como dice Mistral-, de trasfondo filosófico pesimista, pero a la vez una búsqueda excavatoria en pos de un origen perdido que no alcanza a ser revelado pero deja al aire la herida -su “harapo deslumbrante”, como dice la poeta peruana-,  que contrasta a la conciencia y la contempla en la mecánica especular de nuestras sociedades sádicas, y que puede representar a una buena parte de una primera generación del arte latinoamericano que reflota en el libro de Eliana, especialmente la poesía y la pintura peruana desde los 20 hasta los aparecidos en la década del 50: Jorge Eduardo Eielson, Fernando de Szyszlo, Martín Adán, Salazar Bondy, pero también Octavio Paz, Alberto Girri, José Ángel Valente, Rufino Tamayo.

Este movimiento se encona con Fariña en los devaneos de una erótica que es una mística y es un desperfilamiento, a nivel estético, de la obra, una entrega desprendida, también antiretórica pero no desde la economía del lenguaje y la asertividad del poema, sino desde la dispersión de la forma, su “lengua desflecada”, como la llama polisémicamente la misma poeta. Es ante el mundo de Bellessi, creo yo, que Eliana ve en Varela una complacencia en la negación, el vacío y la descreencia, y creo que es en oposición a Fariña que revisa el valor de los colores en los “Valses” y en “Último poema de junio”, por ejemplo, al igual que las pinceladas frías o cálidas de Bellessi. Si Varela es la poeta del control discursivo, Fariña es la poeta del sinsentido; Eliana la define, siguiendo una cita de John Cage, como una voz poética sin rumbo,  representando el poder de la creación asociado al deseo y al aire -más tarde a la “tierra inundada”, a las “aguas profundas” y los “sonidos inquietantes”-, una textualidad caracterizada por estructuras fragmentadas, espacios en blanco, un lenguaje desarticulado, una obra permanentemente abierta, un arte de resistencia “llamado “de vanguardia””, semejante a la frase musical “destemplada” de cierta música contemporánea.

La poesía de Fariña se sirve, así como del insistente trabajo con los colores, de la espacialización del blanco en la página, como la pintura de la borradura y la música de los silencios, y ocupa en el catálogo de Eliana el lugar de la “Tierra vuelta tierra”, de lo plegado sobre sí mismo, de lo que no tiene lugar sino que es su propio lugar; su fuerza (auto)destructiva es a la vez su impulso de creación, puro ardimiento, ceniza del Fénix que se deleita en la propia disolución, en la lateralidad, la marginalidad y hasta el sinsentido de su interrogación, pero también luce la riqueza y extrañeza iluminadora de sus búsquedas, entresijos de la respiración del espíritu creador en el balbuceo y la asfixia, y la certidumbre ciega, mamífera y sexuada, masturbatoria, del tacto y, por supuesto, siempre detrás, la inconmensurable seducción de la muerte. Creo que la poesía de Fariña, tal como la define Eliana, podría ser asociada con Viel Temperley, por ejemplo, con José-Miguel Ullán, con cierto Gonzalo Rojas, con la mística de Jacobo Fijman, con César Moro, con Clarisse Nicoidsky, con Clarice Lispector, con el segundo Eielson.

El mundo poético de la extensa obra de Bellessi, horizontal y móvil en la inmanencia de una naturaleza sagrada -noción que proviene de los pueblos aborígenes americanos y no, creo entender a Eliana, de su condición de placebo de la divinidad, como sucedía en los poetas románticos-, inestable y dolorosa ante la conciencia temporal, se trasunta en una estética acuarelística de diversas gradaciones, diáfanas y oscuras; de naturaleza antiépica, dice Eliana, recupera la memoria familiar y la identificación de clase, los signos del maltratado Sur y sus reclamos (todo es Sur para Bellessi y en ella el Sur es un estado permanente), y sin nunca desprenderse del tono y el oficio menor, restituye el universo de los seres mínimos y el coro de las pequeñas voces -esa “Tierra vuelta rumor” de la que habla Eliana- en el recorrido de carácter fundacional de la poeta argentina por una América que incluye la del Norte, ese viaje que ha servido de cantera imaginaria para su obra posterior. Bellessi, por su parte, se puede situar, creo yo, cerca de algunas prácticas de los hermanos Lamborghini, de Néstor Perlongher, de Virgilio Piñera y Roque Dalton, por ejemplo, pero sobre todo de Ricardo Molinari, de Hugo Padelletti, José Pedroni y Jotaele Ortiz; pienso en también en la pintura de Cándido Portinari.

Así, haciéndose cargo y eco de sus previas elaboraciones, Eliana nos ofrece una personal teogonía de la poética de lo latinoamericano representada en una desviada trinidad: Madre, Hija y Espíritu Santo; una madre abyecta, una “hija blanca americana”, resurreccional y restitutiva, y la encarnación del espíritu creador, suicida, de la palabra. En esta labor podemos seguir a Eliana en su primera estación, “Tierra de abismo”, encontrando en Varela -haciendo caso omiso de la lectura crítica que intentó clausurarla en el surrealismo y el existencialismo francés- el paisaje oculto que empieza a revelarse en los nombres (enseñados por Arguedas: “Paracas, Ancón, Chavín de Huantar./ Éstas son las palabras del canto.”) y los materiales del canto (“Porque es terrible comenzar nombrándote/ desde el principio ciego de las cosas/ con colores con letras y con aire”). Significancia de la toponimia y el vocabulario, y sus predilecciones en el catálogo de las sustancias significantes: el poema de Varela, en la lectura de Eliana, es un ejercicio material, que sitúa ese de-venir de lo perdido, de la claridad abismal que, paradojalmente, ex umbris ad lucem, como si de un fondo oscuro se tratara, devuelve a la poeta a una luz aún más transparente y, por transparente, cruel en su lucidez: oscura, dolorosa y abyecta.

Origen y destino, principio y final, juntos, y en la videncia, ciegos. Se trata, creo yo, del pliegue de una duplicidad, la bisagra cultural donde cabe preguntarse, en Vallejo como en Neruda, en Mistral como en Varela, en Fariña como en Bellessi, a partir de lo propuesto por Eliana, por esa interrogación permanente, a partir de su carencia, del origen -que comienza en Occidente con la poesía romántica- y que se metamorfosea, es transformada, transubstanciada en la creación latinoamericana, en la búsqueda de una anterioridad que estuvo ahí en la historia, que persiste en su actualidad no sólo como ruina sino como cultura degradada, subalterna, y que podemos observar ya, antes del romanticismo, en nuestra primera poeta -¿moderna?, ¿barroca americana?-. Me refiero a la constatación piramidal de Sor Juana, que presenta una evidencia, una realidad viva, que es también, al mismo tiempo, una ruina y un fantasma, pero también una pregunta y un acicate, pues la saca de lugar y la desplaza al territorio de la búsqueda del conocimiento, como sucede en las tres poetas de Habitar el paisaje. Primero sueño se abre con estos versos: “Piramidal, funesta, de la tierra/ nacida sombra, al Cielo encaminaba/ de vanos obeliscos punta altiva,/ escalar pretendiendo las Estrellas;/ si bien sus luces bellas/ -exentas siempre, siempre rutilantes-/ la tenebrosa guerra/ que con negros vapores le intimaba/ la pavorosa sombra fugitiva/ burlaban tan distantes,/ que su atezado ceño/ al superior convexo aún no llegaba…”.

Burlada, Sor Juana “aún” espera alcanzar, sin embargo, la figura de la Diosa; su esperanza es un saber. La hablante de Varela, en algunos de sus más intensos poemas, escogidos en este recorrido de Eliana, pareciera arrojada de un más allá, de un territorio que sin embargo no sobrevive en la memoria, sino que se atisba en el aquí y el ahora, en el encuentro tras la excavación con un “harapo deslumbrante” que al fondo de la antigua cerámica tan sólo revela. Punto ciego. Punto cero. Punto muerto. La persistencia de la interrogación en la poesía de Varela por los materiales del canto articula no sólo la sospecha ante la (im)pertinencia de las palabras de un lenguaje doblemente ajeno, sino las díadas de lo invisible y lo visible, lo perceptible y lo imperceptible que encuentran su engranaje dialéctico en el marco de las perspectivas de la mirada, vigilante obsesiva, y a poco andar su traslación pictórica.

Anáforas y oxímoron -licencias barrocas, digo yo- en una superficie textual abrupta, cortante, escarpada, auto-restringida, constata Eliana, son el trasfondo textual necesario para que emerja la noción del vals articulando -a distintos niveles: narrativos, existenciales, filosóficos, contemplativos, musicales- otra serie de oposiciones que no se resuelven: Lima versus Nueva York, verso y prosa, el gris y los colores, lo falso y lo verdadero, el jazz versus el vals, del que emerge esta Diosa terrenal y terrible, Lima, ciudad y madre a la vez, que genera un doble vínculo, una duplicidad en el sentimiento de la hija ante esa figura mixta, articulándose como un no saber: “No sé si te amo o te aborrezco”.

¿Qué sabe?, ¿qué es lo que no sabe?, ¿qué quiere saber Varela?, me pregunto yo ante este estado de la cuestión compuesto por la lectura de Eliana ¿Cómo era entonces vivir aquí?, se pregunta Valera ¿Cómo era allá vivir ahora?, parece peguntarse. Los nombres, los lugares, los deícticos se superponen, revelan, fracasan; así sucede en ese Puerto Supe, Ese puerto existe, “Las cosas que digo son ciertas”, “Nadie sabe mis cosas”, los Valses y otras falsas confesiones, las lágrimas provocadas por las cebollas del plato del pobre o del bodegón de Rubens -Vallejo mediante- ¿son lágrimas de cocodrilo? ¿del cocodrilo de plástico made in Japan como leemos en otro poema? ¿Qué no sabe? ¿qué dice saber Valera? ¿Le tenemos que creer?, ¿o la podemos tratar como un narrador de aquellos que, desde el Quijote, sospechamos? ¿Poeta equisciente, no fiable? Varela, tal como afirma la hablante de uno de sus versos, se alimenta de lo inexacto, de esa realidad mal cocida, enfrentada ante la urbe contemporánea y la emigración, el exilio, el caldo de cultivo de los falsos self, falsos yo que se construyen, como dice Eliana a partir de Kristeva, para hacer coincidir narrativamente las proyecciones y reflejos de la distancia. ¿Mentiras blancas, Blanca? ¿Eliana, negras verdades?

La invisibilidad rodea esos paisajes urbanos, esos paisajes mínimos, que entroncan con un trabajo previo de Eliana sobre la miniatura en Fariña y que en este libro retoma no sólo como artilugio barroco que encierra una totalidad que ya es de por sí inaprehensible, “en breve cárcel traigo aprisionado…” (Quevedo), digo yo, sino también como dispositivo del arte prehispánico, dice Eliana, reproducido ahora para dar cuenta de otra dificultad. Lo pequeño también articula en Varela ese Canto villano, al margen del canto grandioso, que revela el estado llano del arte y a la vez la abyección de la villanía como configuración facciosa de lo americano, que puede encontrar una expresión, aún más que irónica, metairónica, en el oxímoron del “celeste cerdo”. Lo propio hacen con esto, también, el arte menor bellesiano, que transforma en joya lo que la mirada occidental desprecia, y los frisos de Fariña que enfocan y exponen los pliegues y orificios del cuerpo, intolerables a la mirada masculina, desprovistos de narrativa y organicidad pictórica, y el paisaje andino que En amarillo oscuro se presenta como una interioridad desafiante.

“Dónde volcarse en este paisaje” es el verso con que Eliana recuerda el contundente asalto, el primer salto de El primer libro, y de la mano de Elvira Hernández -un poco antes que Eliana y Raquel Olea, la primera lectora de Fariña-, la sitúa, como he tratado de hacerlo yo en otra parte siguiéndolas a ellas tres, en una doble disputa: por un lado, la escritura que ofrece un génesis alternativo al imaginario bíblico y monoteísta, ausente la figura del Padre Creador, relacionado explícitamente a partir de Albricia, aunque no modélicamente, con el Popol Vuh , y por otro, la escritura que se desmarca de la comunicatividad, como las poéticas de “neovanguardia” que después del golpe del 73 se configuran, como dice Eugenia Brito en Campos minados, en proyectos resistentes a los códigos tradicionales del arte, ocupados por la violencia de la dictadura, encarnada en el libro de Fariña por el coro antagonista de los choroyes represores y verdes, que vigilan todo movimiento y toda palabra.

Imposibilidad de decir ante el terror, como la de El primer libro, que en Tributo del mudo de Bellessi se traduce en el paroxismo de la “misa permanente” entre los cadáveres y la naturaleza, vivos, coloridos, pero representados de manera mínima por medio de las fórmulas de la poesía clásica china -y de los recursos de la delicada pintura oriental- para dar cuenta de un posible refugio ante el desastre de la dictadura argentina. El terror de una lengua, la de Fariña, dice Eliana, que “en condiciones extremas” produce símbolos, movimiento, y, otra vez, los colores, que en El primer libro son los oscuros de la dictadura: verdes y pardos -los mismos pardos de la Varela altiplánica o de la paleta de cierta Bellessi- pero que representan también, al mismo tiempo, el despojo del continente desde la Conquista, marcando superposiciones en la historia.

En esa lógica, en esas circunstancias, es que Eliana propone que El primer libro da inicio a una trilogía -seguida por Albricia y En amarillo oscuro- y lo hace desde la oralidad y la pictografía, estratos y registros previos a la escritura, otorgada en la fundación imaginaria de un Nuevo Mundo. Al igual que en Varela, la escritura se sitúa en un antes histórico pero también en la insistencia en reiterar el acto congelado previo a toda escritura y a todas las hablas. Cito: “Hay un cierto ritmo y una musicalidad entonces que permite la aparición del esbozo de una palabra, ALFA, que luego deviene Fabla y, por último, aún en la oscuridad, se escucha: HABLA. El habla, lo contingente, lo singular, queda solamente enunciado”, escribe Eliana.

Después de los primeros versos del poema que abre El primer libro –“Había que pintar el primer libro pero cuál pintar/ cuál primer”- Fariña, al igual que Varela, cuestiona el valor de las palabras y la serie significante de materiales que posibilitan, no en este caso el canto, sino la escritura/pictorgrafía y los iniciales balbuceos del habla. El primer libro reproduce y descoloca las modalidades de la censura y la autocensura aprendidas de las dictaduras militares, como atestigua un texto crítico de Bellessi y otro escrito por la misma Fariña sobre la represión autoritaria, haciendo visible esa lengua trabada y desflecada.
La visualidad que cede en la segunda publicación de Fariña ante lo auditivo, le permite a la lectura de Eliana elaborar esta otra duplicidad en su lectura: en Albricia no sólo se puede observar el paisaje, sino que se lo oye, desde la cita de los versos de “La cabalgata” de Mistral: “Oír, oír, oír/ la noche como valva…”, como cuando captura a Bellessi en Sur, escuchando las voces del continente sumergido de los pueblos exterminados. Eliana describe la situación de la hablante en Albricia como la espera antes de partir en un viaje; la sujeto es movida por el hambre, el deseo, de su encuentro con la Otra -con mayúsculas-. La figura de la Amazona arquetípica tutela un viaje que al remontar a la sujeto al origen precolombino antes del “encuentro” con la cultura española refuerza, dice Eliana, el haz de relaciones paradigmáticas referidas a nuestros orígenes.

Ese “antes” está poseído también de otra duplicidad: no se trata solamente del antes en la historia, sino del reflote del continente minoico-micenano como lo llama Freud, los territorios perfumados de la madre preedípica que reaparecen en Albricia como una reverberación, un encuentro que reelabora la relación Amada Amante que Eliana leyó antes en Mistral y que incluye la dupla madre-hija, díada matrística prohibida por el dominio patriarcal de Occidente y que representa otro corte, otra separación diferente a la histórica pero superpuesta a ésta. Ese corte, creo yo, es la herida que las amantes de Albricia, Amazona y Yegua, restañan; el erotismo que en Fariña se encona con violencia se hace cargo de ese desgarro y proyecta su agresión al lenguaje; como afirma Eliana, se trata del encuentro de la palabra hija con la palabra madre: “Exégeta de tus labios me transformo”, dice una de las amantes de Albricia. Es el juego infantil y el juego con las palabras el que reestablece esta relación; juego y goce ya están ligados en la nota de Mistral a Tala de la que Fariña toma el título de su segundo libro.

“Hallazgo” es otro de los términos que utiliza Mistral en ese texto. Buena parte de la poética de Albricia representa el hallazgo de una sujeto y de un lenguaje, salidos del goce violento de lo imprevisible, lo incomprensible y lo invisible; bastan unos versos destacados por Eliana para comprenderlo: “Para encontrar razón a ese sonido oscuro”, por ejemplo, o “Soy la semilla oscura, apenas delineada”. Es a partir de ese último verso que Eliana descubre la forma del paisaje andino en En amarillo oscuro para aventurarse en Otro cuento de pájaros y encontrar en la narración “Al alba” el perfil mayor de las claves de Albricia. Premunida de lo anterior, termina su ensayo sobre Fariña en el apartado “Paisajes re-tratados”, donde el trabajo de Eliana encuentra su mayor punto de circularidad, despliegues y repliegues que pueblan el libro, al enfocarse, entre otros, en tres poemas de Donde comienza el aire, uno dedicado a Varela, otro a Bellessi y un tercero a una fotografía de Paz Errázuriz.

“Es la reescritura poética la que es capaz de encontrar riquezas que están ahí, pero que en una lectura estereotipada, académica, no aparecen” dice Leónidas Lamborghini citado por Eliana. En esa contemplación detrás de la mirada que sigue la navegación de una mujer kawéskar, en el ojo que sorprende a Varela mirándose al espejo y a la observación de la jardinera bellessiana, es que Fariña, mediante los recursos de la ékfrasis y de la intertextualidad deliberada y expuesta, pone en función de manera cautivadora el distanciamiento crítico, la capacidad en segundo grado, el extranjeramiento, como lo llama Kristeva, infiltrándose entre los creadores y sus obras justo en ese espacio y en ese momento donde éstas dejan de pertenecerles. De ahí lo que Eliana llama poemas-diálogos, re-tratos, obras que son expuestas en su múltiple re-elaboración; de ahí el título del libro, donde el aire, la materia de la respiración, del movimiento, del soplo de la creación humana, se vuelve una vez más constituyente en la poesía de Fariña. Si en El primer libro la respiración se volvía hacia dentro, hacia ella, en la búsqueda de la primera palabra, aquí va hacia afuera, hacia los otros, intentando, como dice Eliana, responder a la pregunta de cómo nombrar, para cuya respuesta, sin embargo, una sola voz no alcanza. Quiero terminar citando a Eliana cuando dice que Soledad Fariña, en Donde comienza el aire, pretende “crearnos una especie de teoría sobre los efectos re-combinatorios de las palabras y las imágenes (literarias y visuales) que ella ha transformado en un estilo literario propio”. Habitar el paisaje es un testimonio de primera mano de que la poesía escrita por mujeres, en Sudamérica, en nuestra lengua, ha conseguido un estilo literario propio.

 

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Durante la presentación
27 de abril. Auditorio Instituto de Música Universidad Alberto Hurtado


 

 

 

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Eliana Ortega, Habitar el paisaje. Tres poetas sudamericanas. Bellessi Fariña Varela.
(Santiago: Cuarto Propio, 2017)
Por Javier Bello