La celada decisiva
De
"El emisario secreto", Ediciones Foro Nórdico, octubre
de 2004.
Por Jorge Calvo
"Capablanca podía descansar en un récord
que nadie había conseguido nunca
ni nadie igualará después. En diez años
había jugado noventa y nueve torneos y
¡perdido sólo un juego!"
Emanuel Lasker
Igel Niedford conquistó una inesperada y fugaz
celebridad pública hacia fines de la década del veinte,
por eso no debe extrañar que su nombre aparezca siempre ligado
a aquella desprejuiciada y ambiciosa época, bautizada por la
prensa como Años Locos. Corrían tiempos de jubilosa
bonanza, el Financial Times aumentaba de edición cada
semana trayendo en portada imágenes de la última novedad
tecnológica, el primer vehículo que se movía
solo: el automóvil. Y
titulaba: 100 caballos tiran de un Ford. Las radioemisoras proclamaban
-al ritmo del jazz- el fin de la oscuridad. Y mucha gente vivía
convencida que la riqueza aguardaba a la vuelta de la esquina, era
como el maná, un polvo mágico que caía de las
estrellas. Hasta que llegó aquel fatídico viernes y
el carnaval terminó abruptamente a los compases acongojados
del charleston de la quiebra. Y todos vieron al fantasma de la incertidumbre
alzarce en el horizonte. Poco después, el automóvil
perdió su cacareada condición de joya exclusiva, cuando
las fábricas de Detroit echaron a funcionar las cadenas de
montaje y los pusieron en la calle como simples artefactos de uso
cotidiano. El sueño de hacer fortuna fácil había
concluído, y en diversos lugares las personas se despertaban
con un nudo en las tripas, preguntándose cómo harían
para sobrellevar la crisis que asolaba los más apartados rincones.
"Millonarios arruinados tiñen de sangre el sucio pavimento
de Wall street", informaban los noticiarios. Era la ocasión
que esperaba Jack Fishman, un mediocre y ambicioso reportero gráfico
al servicio de una prestigiosa cadena periodística, para poner
en marcha un plan simple que, de un día a otro, consiguió
ánimar y distraer al gran conglomerado cabizbajo. Investido
de cierta audacia y de mucha impertinencia, sigilosamente, se infiltró,
a la habitación del hotel donde se hospedaba el tímido
y hasta entonces ignorado Igel Niedford, y sin pedir permiso capturó
-a mansalva- su esquéletica imagen de lince en ayuno en una
fotografía memorable que al domingo siguiente, fue servida
en portada -a todos los hogares a la hora del desayuno- bajo un ambicioso
titular: "Nuevo portento surge en los remotos dominios del Juego-Ciencia".
No cabe duda que esta maniobra artificial y artera de la prensa posibilitó
que el nombre del genio penetrara con la fuerza de un ciclón
en el tablero del interés ciudadano. Hoy debemos reconocer
que fue desmedida. Jack Fishman postulaba la teoría de la aspirina;
en tiempos hostiles los lectores agradecen aquellos temas insólitos
que alivian aunque sea un instante el dolor y además evitan
que se propage el descontento y la temida anarquía.
Contribuye a la fama de Niedford -no tanto la crisis- como su pasmoso
récord:
No había perdido jamás una partida en toda su miserable
existencia. Y había jugado muchas, acaso demasiadas. Con temible
facilidad conseguía reducir a un estado calamitoso a grandes
figuras del tablero, así como también a diversas personalidades
destacadas en otras áreas de la actividad social: luminarias
de la farándula, representantes de la nobleza y hasta eficientes
y encumbrados burócratas que si bien poseían conocimientos
rudimentarios sobre el desplazamiento de los alfiles, disponían
en cambio de un poder inaúdito en otros ámbitos, puesto
que cualquier decisión que adoptaran, por mínima que
fuera, bastaba para dejar boquiabiertos por lo menos a la mitad de
los habitantes del planeta.
Aquel domingo los diarios traían en primera plana una noticia
difícil de aceptar: "Encerrado en una cabina de acero,
atado de pies y manos, y haciendo salir su voz de pájaro peregrino
por una diminuta ranura, Niedford derrota, frente a la corte en pleno,
al Monarca del Imperio Británico, en partida jugada a beneficio
de los niños huérfanos de Walles".
Cautivados por las implicancias de este novedoso y original acontecimiento
las personas olvidaban los duros reveses de la existencia. Esto sucedía
en una época en que no existía televisión -aunque
paresca inadmisible- Y los espacios de esparcimiento eran dominados
por la radiotelefonía y las columnas especializadas de diarios
y revistas que, rápidamente, cegadas por el súbito resplandor,
no trepidaron en declarar que se estaba en presencia de un genio.
No tan importante como un genio del fútbol, el box o el tenis.
Pero un genio. Pronto lo comparaban con el sabio alemán que
por aquella época, valiéndose de los eclipses solares,
convulsionaba al mundo con la primicia de que la luz viaja en línea
curva y se compone de partículas invisibles al ojo humano.
Incluso hubo ciertos comentaristas que llegaron al extremo de aseverar
que la inteligencia del ajedrecista, no sólo se equiparaba
a la del astrofísico, sino que la superaba.
Niedford, de complexión exigua y algo disparatada, de golpe
se vio asediado por una marea de creciente curiosidad. Un deseo -casi
morboso- por conocer aspectos de su vida se había desatado.
La espectación se convirtió en ansiedad la tarde en
que una radioemisora interrumpió un programa de acertijos para
entregar un comunicado de último minuto: Atención, Igel
Niedford acaba de aceptar la invitación para disputar el Título
Máximo, su talento es tan superior -agregó eufórico
el locutor- que jugando con la vista vendada y una sola mano, puede
vencer sin apuro al actual campeón mundial del movimiento de
los trebejos.
"Niedford no ha participado jamás en un torneo profesional",
informaron los titulares. Era una especie de autodidacta, una suerte
atrasada de alquimista medieval que se ganaba la vida enfrentando,
en plazas y mercados, a oponentes entusiastas que gustosamente pagaban
unas monedas a cambio de verlo efectuar sus provocativas exibiciones.
Quedó claro que las derrotas que había propinado a grandes
maestros internacionales correspondían más bien a desafíos
fortuitos, en partidas jugadas por simple albur.
Pero la muchedumbre, sedienta de sabiduría, exigía más
y mostraban una especial predilección por conocer detalles
relacionados con aspectos cotidianos de tan estrambótico especimen:
¿Era como las personas normales? ¿Buscaba la felicidad?
¿Soñaba? ¿Le gustaba el yoghourt?. Lo solicitaban
para consultarlo sobre diversos temas; ¿Qué opinaba
de la crisis?, ¿Seríamos invadidos por la peste amarilla
como afirmaban las Sagradas Escrituras? ¿Estaba la humanidad
al borde del Juicio Final?. Muchos sentían la imperiosa necesidad
de conocer su opinión: los individuos hacinados en las inmensas
urbes disponen de un nutrido repertorio de inquietudes para plantear
a un ser que -por destacar en una disciplina enigmática, basada
en el análisis de lo invisible- de la noche a la mañana
es reverenciado como gurú, gran padre, y hasta profeta de lo
desconocido y porvenir.
Los periodistas que salieron en su búsqueda no lo pudieron
encontrar.
La cacería acababa diluyéndose en un pantano de impedimentos
absurdos. Por primera vez los encargados de archivos no sabían
donde escarbar. Por un lado se desconocía su paradero y por
otro, casi no existía ni una sola fotografía que permitiera
conocer su aspecto físico y las descripciones conseguidas resultaban
vagas e inverosímiles. En los centros de prensa los teléfonos
no paraban de sonar, llovían referencias ambiguas y contradictorios
y cada nuevo esfuerzo por dar con su esmirriada persona terminaba
peor que los anteriores.
"Se fue a pescar tiburones blancos a las costas de Madagascar"
declaró el administrador de un hotel en Marsella. Un médium
-en estado de trance- lo vislumbró rumbo a Shangrila por la
antigua Ruta de la seda. Corrió el rumor de que se había
encerrado a comer ostras de vivero en los aposentos de una actriz
australiana destinada a cubrirse de fama por su rol protagónico
en Lo que el viento se llevó. Pero quienes mejor lo
conocían afirmaron que se le podría encontrar vagando
junto a una tribu de clochards bajo los puentes del Sena o
comiendo aceitunas y paladeando coñac en los boliches árabes
de la Rive Gauche. Y, como es de suponer, no faltaron los envidiosos
y deslenguados que en los bares, con voz pastosa, comentaban que Niedford
era un gitano infame, una criatura habitada por dudosas utopías,
un monje demente y, para peor, fugado de las frías tierras
del norte. "Es el último descendiente de una modesta y
respetable familia de brujos y por sus venas en lugar de sangre normal
corre licor de jenjibre" sentenció sin arrugarse un prestigioso
vagabundo de la Rue Sebastopol.
Ahora se sabe que un reportero del Times lo sorprendió
por azar una tarde en que acompañado de una célebre
bailarina de tangos se embarcaba de incógnito al África
para dedicarse unos meses a la cacería de felinos salvajes.
A regañadientes Niedford aceptó responder las preguntas
que le formularon y las respuestas que dio son tan descaradamente
insulsas que, a partir de ese momento, se impuso la idea de que el
genio del tablero era en esencia un cretino y no se diferenciaba para
nada de un ganso envejecido.
Consultado sobre sus pasatiempos favoritos, el Maestro respondió:
"Comer caramelos, jugar a la achita y cuarta con los chicos del
barrio y treparme a la sucia azotea del destartalado edificio donde
vivo para tenderme, de ombligo al sol, a contemplar el desfile de
nubes en el cielo.." Era un extenso reportaje a tres columnas,
que se iniciaba en portada y continuaba en páginas centrales
y que el voraz público leyó incrédulo, terminando
de defraudarse y el amargo aroma de la desilusión flotó
en el ambiente.
Notable, recuerdo que pense. ¿Era pérfido o solamente
necio? Y no pude evitar preguntarme si una mente tan brillante se
ocuparía de minucias en apariencia baladíes o simplemente
estaba mofándose del respetable público. Dispuesto a
resolver el enigma decidí conocer un poco más sobre
las circunstancias que rodeaban al único candidato a coronarse
campeón indiscutido del juego-ciencia.
Probablemente en la infancia de este diestro jugador existía
algo que explicaría su conducta incongruente. El gran público
exige respuestas claras y precisas, sobretodo necesita entender, ya
que en caso contrario el sistema pierde credibilidad, y se corre el
riesgo de que, el orden dentro del cual creemos existir ceda terreno,
y la casualidad o el azar tomen el control, y ahí te quiero
ver. Recuas de periodistas, picaneados por jefes de redacción,
se lanzaron como hienas hambrientas a escudriñar el pasado
de la Bestia Fría, como dieron en llamarlo las revistas de
aquel tiempo. Pero luego de hurgar minuciosamente, y de una serie
de pesquizas que rayaban en la indecencia, apenas consiguieron sacar
en limpio una nueva y aún más descorazonadora interrogante:
¿Cómo era posible que no existiera ni un solo antecedente
que se pudiera considerar genuino, en el pasado del hombre que heredaría
un trono mundial?
Se divulgaron un puñado de fotografías insulsas donde
se le podía ver comiendo una naranja, pedaleando en triciclo
y escrutando con un telescopio el horizonte infinito. Durante varias
semanas fue motivo de risa, de comentarios sarcásticos y por
último, esa horda amorfa que constituye la opinión pública
no tuvo alternativa y debió someterse refunfuñando al
crudo veredicto y aceptar que los genios también pueden ser
idiotas, lo que no tiene nada grave, porque a la hora de la verdad,
si es que tal hora existe, carece de toda importancia.
No había ningún punto de contacto entre las motivaciones
de Niedford y los asuntos que preocupaban a las grandes multitudes.
La conclusión era inapelable. La cordura terminó por
imponerse y los periódicos volvieron a ocuparse de los conflictos
reales que padecían infinidad de personas corrientes; primero
de las consecuencias de la crisis, luego de unas niñitas que
habían conversado con la Virgen y finalmente de un señor
que milagrosamente había logrado sobrevivir un mes en el vientre
de un ballena. Al poco tiempo la imagen impresa de Niedford se usaba
para envolver pescado fresco.
En aquellos días me desempeñaba como corresponsal de
Chess Review y me encontraba en La Ciudad Luz estudiando
las partidas del enigmático Morphy, bebiendo copas de whisky
y contemplando las esbeltas piernas de las parisinas. Al enterarme
del revuelo que había causado y ya estaba dejando de causar
la Bestia Fría me apresuré a iniciar averiguaciones
por mi propia cuenta.
Empecé por visitar, en su retiro, a un antiguo y desprestigiado
Maestro Internacional que me aconsejó trasladarme a un pequeño
pueblito del noreste alemán, donde a cambio de unos billetes
averigué que Niedford, el hombre destinado a jugar la partida
más breve de la historia del ajedrez, había sido concebido
a mansalva, una noche de luna menguante, en un pantanoso potrero de
la región del Danzing, que entonces se encontraba en litigio
con Polonia, lo que siempre ha provocado dificultades para establecer
su verdadera nacionalidad.
Era hijo único y bastardo, nacido de la unión fortuita
entre un asaltante de caminos -de ojos bizcos y algo badulaque- condenado
a morir en la horca y una oscura campesina judía, regordeta
e inocente, que se desvivía por la sopa de cebollas y la contemplación
de cometas fugitivos. Aquella noche se encontraba en el potrero absorta
precisamente en vigilar el cosmos infinito cuando el asaltante de
caminos le cayó encima como un pulpo hambriento.
Descubrí que Niedford asomó su cabeza a esta realidad
la madrugada de un día de tormenta y apenas lanzó el
primer berrido cayó un rayo que casi reduce a cenizas la casa
de la partera. "Las coincidencias no existen y Niedford en verdad
era un cometa errante que en aquel momento sobrevolaba los cielos
de Europa" afirmaría más tarde una bruja de buena
reputación. No hacía mucho que las disciplinadas tropas
del imperio austrohúngaro habían asolado el territorio
causando destrozos por doquier.
La madre del futuro genio murió, en medio de horribles retorcijones
y votando una espuma verde por la boca, a escasos segundos de haber
puesto al futuro héroe, sano y salvo, sobre el tablero de la
vida.
A partir de entonces las huellas de Niedford desaparecen en el fango
lujurioso de los tiempos para emerger, sin razón alguna, trece
años más tarde en el mercado de Hamburgo, plaza inquietante,
donde concedió aquella inolvidable simultánea a ciegas
contra los quince matarifes más temidos del barrio y los derrotó
a todos al mismo tiempo en la jugada número nueve.
Indagando aquí y allá descubrí que el ajedrecista,
durante los años de infancia permaneció oculto en un
monasterio de monjes protestantes, lo que resulta evidente puesto
que es el único lugar sobre la tierra, donde pudo aprender
la increíble cantidad de mañas que componen su disparatada
personalidad.
En aquella atmósfera bíblica, de silencio angélico,
recogimiento y culpa sin fin, aprendió los conceptos misteriosos
del juego del ajedrez, conservados a través de siglos, como
fetiche demoníaco en los libros secretos de Herman el abstruso,
un monje loco al que los espías de la Santa Inquisición
atraparon in fraganti cuando estudiaba los finales científicos
de torre y peón en su celda del monasterio donde observaba
un riguroso retiro. Sin perder un instante fue conducido ante el tribunal
sagrado. Acusado de prácticas satánicas se le sometió
a refinadas torturas que lo obligaron a confesar. Encontrado culpable
murió en la hoguera. Por aquel tiempo los teólogos de
la Iglesia ya sabían que ningún juego es inocente.
El monje Herman era loco, pero no imbécil y todas sus investigaciones
ajedrecísticas y sus análisis exhaustivos los anotaba,
con caligrafia pareja y menuda, en papiros que ocultaba tras una piedra
suelta en uno de los muros de su celda y que tres siglos más
tarde, dos legos aburridos, descubrieron por casualidad.
En el monasterio se estudiaba la culpa original y se practicaban
las doctrinas de la Reforma, pero el Prior, astutamente, y pretextando
rendirle un homenaje póstumo a Herman el abstruso, decidió
incorporar la observancia del ajedrez a las disciplinas del lugar.
También ayudaría a sobrellevar el tedio, pero en realidad
lo hacía para combatir el culto cada vez más extendido
a Onán.
Niedford no desperdició un solo segundo, pronto supó
sacar ventajas sutiles en la apertura y disponer estratégicamente
los caballos, mientras inspirado por los kyrieleison y los
ora pronobis se iniciaba en el senda de los placeres solitarios.
Pero luego descubrió que los alfiles eran para clavar, oportunamente,
según las risueñas enseñanzas que le prodigaban
las mozas de una aldea cercana. Adquirió pericia en infiltrar
un peon aislado y hacerlo coronar, calculando los tiempos para alcanzar
a satisfacer a cierta beatita que se desvivía por ver la cara
de Dios. O golpear sin piedad durante el medio juego por arriba y
dominar las diagonales de fianchetto del enroque por abajo.
Sacrificar sin asco las torres y/o entregar la dama cuando es necesario,
para doblarse en una columna abierta e irrumpir victorioso en séptima,
derrotando con un mate fulminante al soberano enemigo.
Se le considera inmenso conocedor de las estrategias y escaramusas
del juego. Pero predomina -por encima de la destreza táctica-
su innata maña para concluir cada partida con un mate inesperado
e imparable, que en ocasiones ha provocado fulminantes paros cardíacos,
enviando a más de un contendor al campo santo.
Niedford tenía doce años y se encontraba profundizando
el dominio de los sistemas indios, la tarde en que los frates lo sorprendieron
en el confesionario desvistiendo a una santa de yeso. El sacrilegio
provocó enorme escándalo y revuelo entre los jóvenes
seminaristas, y como es de suponer, el futuro campeón fue dura
y ejemplarmente castigado.
Niedford se fugó del monasterio.
Desde Hamburgo seguí su pista errante por un intrincado laberinto
de ciudades y pude constatar que durante un tiempo vivió de
saltimbanqui, jugando simultáneas con la vista vendada, resolviendo
todo tipo de problemas sin mirar la posición y aceptando desafíos
cruzados, ayudándose apenas en el método gitano de la
concentración y la videncia. Brindaba espectáculos inolvidables
en los mercados. Así se ganaba el pan, haciendo gala de una
humildad que jamás imaginarían los monjes que lo castigaron.
Aquí y por razones que se ignoran, durante un tiempo se confunde
su rastro.
Según parece durante los años de la primera guerra mundial
se refugió en Paris, donde jugaba al ajedrez en los jardines
de Luxemburgo mientras escuchaba los cañonazos aterradores
del temible Berta. Averigué que para capear el hambre convivió
con una camarera del hotel Gay y Lussac y la embarazó de mellizos.
También se comenta que en este período se hizo habitué
del ludo y frecuentó prostíbulos. Sus enemigos afirman
que solía visitar La Cave, un tugurio sospechoso, metido
en un subterráneo del Bulevar Saint Michell, donde en concomitancia
con una muchacha de origén maorí, habría desplumado
ilusos en partidas relámpago.
Los rumores sostienen que hizo el papel de verdugo en un circo, mientras
sostenía intensas relaciones con una famosa sacerdotiza reencarnada,
que habría oficiado de cafiche en Buenos Aires, que se retiró
al desierto y luego pasó por Rusia donde le enseñó
a mover las piezas a la húmeda y lujuriosa Katarina. Debo precisar
que nunca se ha podido corroborar la veracidad de estas afirmaciones.
En cambio establecí con certeza que derrotó a los mejores
ajedrecistas de su tiempo. De uno por uno. Y en grupos. Pero, obstinadamente,
se nego a competir por el título mundial.
Al inescrutable Kreutzahler, lo hizo polvo en doce movidas, en San
Petesburgo, mientras fumaba haschich y oía el colérico
griterío de las multitudes que aquella noche se tomaban por
primera vez el palacio de invierno.
Con el respetado dandy Santasiere trapeó el suelo en pocas,
en un burdel de mala muerte en las afueras de Sarajevo, mientras una
gorda enfurecida perseguía al príncipe Gustavo el Idiota
para ir a tirarse juntos a las aguas cada vez más turbias de
un Danubio contaminado por la peste.
Montado sobre un corcel blanco derrotó a O'Kelly el Astuto,
en un encuentro jugado a través del canal de la Mancha, y memorable,
ya que las movidas se transmitían por señales luminosas
y se temía que la densa neblina irrumpiera en cualquier momento,
lo que obligó a la Bestia Fría a finalizar la partida
en once jugadas anunciando un mate imparable en nueve. Según
parece jugó contra la princesa Margarita, y además le
bajó las bragas y la condujó a un final inesperado,
en uno de los saloncitos del castillo, hasta donde ella lo hizo pasar
para que la iluminara con sus dotes de maestro.
Esa fue la primera vez que la Federación Internacional de
Ajedrez recién constituida le envió un telegrama: Mr.
Niedford, stop. Complacería a la comunidad ajedrecística
contar con su presencia en el próximo torneo mundial, stop.
Rogamos confirmar asistencia, stop.
La Bestia Fría declinó la invitación.
Entre tanto siguió con una serie de éxitos.
A Soultanbeieff le dió mate en cinco, en Esch sur Alzatte,
en un gambito misterioso que nunca más se ha vuelto a repetir.
Derrotó para siempre a Marshall por correspondencia en una
Indobenoni fulminante. A Rovner lo volvió loco al pronosticarle
en la movida número tres un mate imparable concebido de manera
tan astuta, que nadie ni nada podían detener. A Alekhine lo
venció por telégrafo mientras viajaba a bordo del transatlántico
Liberte con destino a Philadelfia donde, solo puso pie en tierra
para ganarle en pocas a Bryant el Polaco que había ido a recibirlo
al frente de un desfile cuidadosamente preparado con músicos
negros y vedettes en short.
Jose Raúl Capablanca fue el que más movidas resistió.
Jugaron en el tren nocturno a Chicago, escuchando por un aparato de
radio la voz alterada de un locutor que iba entregando paso a paso
los detalles inquietantes de una invasión de marcianos. Capablanca
parsimonioso destapa cada cinco minutos su termo y se sirve ron puro
en un tacita de café, mientras incrédulo observa a Niedford
enchufarle, en apenas quince movidas -de un modo sobrenatural, con
celadas casi maléficas- una partida que pasó a los anales
del ajedrez como la variante del expreso nocturno. Y es la más
larga jugada por la Bestia Fría, ya que a causa de sus triunfos
fulminantes también se le conoce como el Gran Miniaturista.
Fue luego de este éxito y por causas nebulosas que Niedford
aceptó participar en el torneo por el título del mundo
y es también la época en que su nombre irrumpió
como una catarata en los medios de comunicación y concedió
la única entrevista que lo cubrió de fama y oprobio.
La Federación le impuso el requisito burocrático de
participar en un par de torneos clasificatorios, -el primero en Berlin
y el segundo en La Habana- que por supuesto se adjudicó imponiendo
una depurada técnica basada en el dominio del detalle.
Cuando al fin llegó el momento de disputar el título
máximo la Bestia Fría reunía méritos suficientes
y tanto los entendidos como los aficionados apostaban que obtendría
una victoria indiscutible.
Lo llamaron el Campeón del próximo torneo.
Faltaba fijar la fecha, el lugar ya estaba señalado, se llevaría
a cabo en una remota ciudad sobre la que había estado nevando
sin parar desde el día que los hombres aprendieron a contar.
Pero entonces estalló la segunda guerra mundial y una vez más
la culta Europa devinó teatro del infierno donde se enseñorearon
sin remilgos la estulticia y el horror.
Tres años más tarde los infatigables funcionarios de
la Gestapo, en el transcurso de labores rutinarias, desempolvando
registros de nacimiento, un día dieron con la ficha que puso
en evidencia su origen judío. Se emitió una orden de
arresto y salieron en su busca para internarlo en el campo de Buchenwal.
Niedford se encontraba jugando una Stonewall en un café
del barrio latino. Los testigos afirman que antes de que lo sacaran
arrastrando solicitó humildemente se le concedieran un breve
segundo para vaticinar el mate imparable que su mente incesante había
concebido. Los disciplinados agentes, fieles a sus órdenes,
le negaron aquel mísero segundo y, a empujones y bofetadas,
lo tironeaban por entremedio de las mesas. Estaban por alcanzar la
puerta, cuando el Maestro alcanzó a gritar, ¡mate en
tres! Era efectivo, según lo comprobaron minutos más
tarde los asistentes a la partida.
Aquí se pierde el rastro de Niedford. Algunos sobrevivientes
del holocausto cuentan que lo vieron en el campo de exterminio jugando
partidas de memoria contra los grandes maestros internacionales de
Alemania. Se cree que disfrazado de monje habría conseguido
huir, para refugiarse en el ghetto de Varsovia donde se vio forzado
a ingerir carne de rata y murió combatiendo. Pero también
hay quienes aseguran que, cierta noche de invierno, una pulmonía
fulminante le tendió la celada decisiva en la partida que desde
el nacimiento venía jugando contra la muerte. En todo caso
aquella fue una época convulsionada que puso en jaque a toda
la civilización y no resulta extraño que nadie hoy conozca
su verdadero final.
Las partidas que jugó son tan brillantes e inverosímiles
que, según los expertos, probablemente, fueron inventadas por
un grupo de graciosos. Y dudan de su existencia, al punto que todavía
nadie osa siquiera citar su nombre en los textos de Ajedrez. La única
partida que sobrevive, porque el conductor tuvo la amabilidad de anotarla,
fue aquella donde se impuso sobre Capablanca en el nocturno de Chicago.
Una bruja famosa que lo conoció muy de cerca me reveló
que Niedford no ha muerto, aun vive. En voz baja y deformada por la
emoción me confidenció que muchos ajedrecistas se han
estremecido al oir su risa jovial cada vez que alguien finaliza una
partida de ajedrez con un luminoso e inesperado jaque mate.