En el gólgota del barrio
Desde el hospital de mi hambre
canta el hombre humano aterido.
Soy más que nunca lo que nombra la palabra espasmo,
lo que nombra el dolor
y ese gusano que por debajo de la piel le hace nido:
la miseria clínica del intento.
Con la intensidad del celo
me bato en la perversión de la técnica:
sondas, punciones y rumor, rumor de pasillos.
Me mata la herrumbre desta cueva de ladrones
en la que me convierten.
Ya no hay frescor de frutas en el patio umbrío de los ilícitos.
Menos la noche donde nuestro ímpetu
nos ahoga en un clamor de labios.
Ya no es el vértigo de la mar mi índole abierta.
No viene la voluptuosidad del vino a quitarme lo cobarde.
Hay sólo una dosis más copiosa de sedante
porque viene peor el acceso de dolor
y no rinde la tasa de los opiarios
para sanar esta ira que yo no entiendo
si este cuerpo sistema mío no hizo nada.
Hojarasca, quebrazón, crujido y polvareda
en este catre hospitalario donde se compunge
hasta la más barata de mis arterias,
porque no calienta deste lado del exilio el sol
como cuando niños echábamos la primera manotada
al invento del placer.
Tibieza y ardor son ahora
quimeras extrañas en este rito prolongado del comercio,
donde me toca beber agria la esponja que me elevan,
en este gólgota del barrio,
a este cristo de todas las esquinas.
Camilla cadalso,
litera que es lítera de un idioma malogrado en sus alcances,
un cuerpo carne fragmento y reseco.
Cólera de la huesa que antecede su oscuro nicho
en esta cúpula de miedo,
las cuatro arterias que son paredes que son encierro
que son dimensión y saña desta escena.
Braman mis miembros, señores,
el bramido de una pieza de ganado
que está perdido de la chacra madre,
que es ahora un esqueleto que se eriza
bajo el rigor de sus muñecas amarradas a la camilla cadalso
que te y que me ciñen al beneplácito político de la vida.
Fluido, sonido y ritmo hospitalario
titilan, persisten, son música de muerte, orquesta depravada
cuando cerrados los ojos estoy solo
de noche en el cuarto hueco de la posta
y el murmullo murmullo murmulla por los pasillos de la burla,
seseos, seseos con sorna
que huyen y rehúyen la veda que impone
el silencio que ya no manda.
Veo la venta de mi alma al peor postor de la demanda,
buitres, mirones, delatores,
finos malhechores que confirman su mal presagio,
ese augurio nefasto que dicen antiguo, pero que inventan ahora
para sustentar la desaparición del ganado.
Yo ya no estoy para gemirles
que es la labia larvaria
que es la verba recia
que es la lengua guarra la que formó hecatombe mi derrotero
que se encabrita ¡carajo! en la marcha
y se repliega, señores, en sí
cuando el candor de la refriega me hace hombre
por lo mortal que tiene el sonido
y la sombra de la palabra hombre.
El gueto séptico
Siempre tendrán una lepra con la cual emparentarnos,
una nueva enfermedad-lugar
donde relegar nuestro deseo.
Siempre, en contra de su cuidado modo
y augusta armonía estaremos nosotros
relegados en un nuevo chancro que temer,
bajo una burda tela que nos haga invisibles.
Porque la mirada no nos darán,
ni el desdén como cruel intercambio,
porque estamos del lado agrio del azar,
porque paridos en el catre desvencijado de la noche
somos los del síntoma evidente,
los del verso amputado,
las del sexo estrecho.
Somos los síntomas del disfuncional colgajo social,
las desfloradas por el sátiro infortunio,
las que de arriba o de debajo de la encuesta casen,
sufrimos una tortura cuyo verdugo
es una puta forma prestigiosa a imitar,
con la que se mide la gloria y se denosta la verdad,
porque estos cuerpos son sexo y soledad y nada más, patrona,
el resto es falsía, el resto es falsía, falsía,
penuria pretensión de la imagen,
nueva dictadora que cierra en la cara
la única puerta a las perdidas perdidas en ciudad sitiada.
Víctimas de un flujo aristocratizante,
nos dolemos de ver cómo izan nuevos adjetivos
que dejan fuera a casi todo el mundo,
pues de los círculos estrechos es el poder,
pues de las altas esferas es el perdón y la gloria
por los siglos y los pesos que les ha significado nuestro cercén.
Han hecho a nuestras voces
brasas cobardes que agonizan
aquí en el gólgota de la esquina,
en el leprosario de Quinchamalí,
allá en el sidario que habita en cada burla
hecha por todos ésos, en apariencia, probos inmortales,
aquellos que no le temen a la sorna.
No somos más que pálidas murmuraciones,
roces inesperados y fluidos que cantan y avanzan
sin ojos ni idioma, llorando, patrona,
desde nuestro sitio,
la enfermada peste de la que nos hicieron amo y señora.
Se gozarán en mi herida
Una hueste ilegítima me marcaba las crines
con sellos de infamia.
Hasta sesenta pendones se contaban
y yo a merced del batallón.
Temía las mismas piedras hipócritas que,
enceguecidas en una pasión mezquina,
ajusticiaron a la de Magdala.
Era yo sola entre el gentío sin que un selecto ardor
me nombrara en las conciencias profanas.
Canté como cristo el «eloí eloí, lama sabachtaní»
infructuosamente...
Una tropa de sátrapas deseaba me acometer.
Rogué a Santa Sara,
la única negra como yo que fui mirada por el sol,
a ver si en su otra lengua romané me podía la impunidad...
Hasta yo ya me creía la culpa adjudicada.
Y ahí, más aún, pervivían las fieras frente a nos
lucidas y gozadas de sus fauces obscenas.
Era yo la Scherezade afásica
enfrentada al plazo caduco.
Era yo o ellos
y yo a ellos le era una amenaza.
Se volvía roja la escena y del cielo bajaban siete coristas desnudos,
venidos todos sobre centauros…
tocaban el miserere.
Pero mis verdugos no oían el braille de las palomas
y la demora enfurecía más los descargos que me pretendían.
Furor, ceguera, mentidero del Ello:
Todo cuanto fue materia mía,
de la que me serví para el goce era, ora,
punto vórtex de mi finación.
Cuando todo rojo cuando todo a punto de finar era,
el espectro de mi origen, en la forma de una niña de nueve años,
mentó los postreros semas de la labia:
«¡Oh buen Cid!, en nuestro mal
no habíais de ganar nada».
Dicta el murmullo
Escucharás una música seductora.
Te levantarás de la cama.
Irás más allá del umbral.
Desnudo,
ganarás la calle.
Entrarás a un reducto extraño.
Dirás tu nombre,
te dirás hijo de la noche.
Una mano ajena te dará nombre,
te inaugurará,
te ungirá.
Serás con ella mismo ritmo,
mismo trino.
Celarán la noche,
serán espasmo.
Llorarás su vaivén,
su ira,
su desdén.
Te dejará sola, desnuda
en un rincón
de la urbe,
herido,
maltrecha,
silente
y yo te diré desde dentro,
maquíllate,
maquíllate contra la muerte.