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CLUB SILENCIO

Javier Campos

 

Me fui a la piscina para no estar tan solo. Hacía dos horas que había recibido aquel correo electrónico. Mañana volvía a casa y no sería buena idea esconderme en la pieza del hotel sin despedirme de nadie. Además estaba a cargo del grupo de colegas del correo y algo tenía que decirles por cortesía a los que nos recibieron en El Salvador. Nadé un poco para tranquilizarme. Fingí  que estaba contento. Hacía calor y todos tomaban cerveza. Yo preferí un ron con coca cola. Luego alguien dijo que había una invitación en casa de alguien. Nos tenía preparada una despedida con comida típica. Había que salir en dos horas más. Nos llevaban en carro. Era cerca de un mirador donde podríamos contemplar toda la ciudad de El Salvador.  Dije que sí porque no quería quedarme solo varias horas en el cuarto, haciendo la maleta, mirando imágenes sin sonido en el televisor. Volví al cuarto y allí seguía el televisor encendido. Me acordé de  la película con Marlon Brando, “Tango en Paris”. No sé porque sentía una sensación de anonimato absoluto. Sin identidad, sin pasado o presente. Cómo, pensaba yo, es posible tener una relación sin contarse nada. Yo quería haber tenido esa relación como en la película para evitar este dolor. ¿Será posible? ¿Existirán relaciones así donde es mucho mejor por si alguien se va de uno o uno quiere terminar la relación?   Ani me dijo que para ella la película había sido inventada  por un hombre y sólo pensando en  esa mirada nómade que tienen los hombres. Irse de una cuando  encuentran a otra. La mujer es el origen de la tribu. La que une con el cuidado, con la memoria  y la fortaleza para conservar como sea la familia.  Bonita frase le dije sinceramente a Ani. Algo que no había pensado. Bueno, muchas cosas no había pensado como hombre. Me acordé cuando era cocinero en el restaurante argentino y la relación que tuve con aquella mujer que me dijo que ella no quería atarse a nadie. La historia de Hallowen en West Virginia.  Le recordé a Ani esa historia del enano pero me dijo que a   lo mejor era una excepción esa mujer pero ella no era así.  Me gustó la respuesta y empecé a sentirme entonces emocionalmente muy bien con ella.  Dejé de pensar en la película y me di una ducha  con agua helada porque hacía calor aún en el cuarto.  Me quedaba tiempo y comencé a hacer con un desgano y tristeza  la maleta porque salía al día siguiente muy de madrugada al aeropuerto.  Había comprado regalos y varios films y documentales que quería ver con Ani al regreso. Ahora parecían inútiles y quería tirarlos a la basura. Pero no sé cómo los volví a poner en la maleta. Tome un DVD que había comprado por un dólar. Todas eran películas piratas que se vendían en el centro a vista y paciencia de la policía.  Tenía uno en la mano y contemplé la foto de un hombre joven con muchos tatuajes en el cuerpo. En el pecho tenía un  tatuaje que decía  M8. Otro tenía tatuada dos letras,  MS y el número 13. El título del documental era “La vida loca”. Historia de las pandillas que asolaban El Salvador. La compré por curiosidad porque no tenía idea qué era eso.  No sabía si le iba a gustar a Ani ver el documental. Pero creo que no. Nunca nos interesaban los documentales. Lo compré porque uno de El Salvador  me recomendó que lo comprara.  Además recién habían matado al director del mismo documental. Lo asesinó  un marero de otra pandilla. La curiosidad me hizo comprarlo pero no sé si lo iba a ver realmente. Preferíamos las películas de ficción. Como dije, hablábamos de historias ficticias y nos conocimos hablando de historias ficticias. Golpearon la puerta porque el auto de los amigos nos esperaba. Eran tres autos. Me fui en uno pequeño. Color blanco. Un carro viejo, pero funciona bien,  nos dijo riendo nuestro amigo que lo manejaba. No sé cómo entramos seis personas allí. Yo iba atrás. Al lado de la ventana. La puerta se abría y se cerraba con dificultad y eso me empezó a dar cierto pavor. Y partimos metiéndonos en una carretera a una velocidad de 100  kilómetros por hora. Sentí miedo de morir porque iban diciendo los amigos, entre risas, que cada día había muchos accidentes de carro y que cada día los mareros mataban a 20 personas en El Salvador. Y allí me explican que la M8 es la mara más peligrosa en el país. Se pelean entre maras y se matan entre maras como si matar fuera tomarse un vaso de agua. La vida aquí vale menos que un dólar, me dijo un amigo en el carro. ¿Y por qué se llama la Mara y ese número 8? Pero no me respondieron porque  iban lanzando grandes carcajadas.  Y el carro seguía a más velocidad. A pesar de la tristeza que tenía por mi propio dolor, sentí que no quería morirme allí en una carretera en un país donde la muerte era tan cotidiana.  Me arrepentí  de no haberme quedado en el hotel.  Me imaginé muerto y que mi cuerpo lo llevaban a mi hotel desde un bar donde antes vi bailar a dos mujeres. Lo dejaban en mi cuarto junto a la maleta a medio terminar y la televisión encendida, sin sonido. Buscaban, entre la ropa o los DVD  piratas,  una dirección o teléfono para avisar a Ani. La imaginaba llorando. Sufriendo mucho más que yo. Finalmente  llegamos a la casa del amigo y a la fiesta. Bajé como si me bajara de un ataúd. Como si hubiera muerto pero ahora estaba perfectamente vivo. Ya no lloraba.  La fiesta duró hasta la una de la mañana y volví a subirme  al  carro blanco para regresar al hotel. Yo me senté  otra vez al mismo lado de la puerta que no funcionaba. Ahora bajábamos del cerro y podía verse iluminado todo San Salvador. El chofer del carro dijo que debíamos pasar a un bar a bailar tango bachata. Yo pensé que ojalá nadie dijera sí, pero todos dijeron que era buena idea. Hasta mis colegas. Que iba a decir yo sino seguirlos en la aventura. Yo no tenía ganas de ir a ningún bar ni menos que tuviera baile. Se me ocurrió preguntar que era la bachata tango. ¿Cómo que no sabes que es la bachata tango?  me dijo el chofer que iba fumando y luego agarraba el celular para hablar con los de los otros carros. Ya verás cómo se baila cuando lleguemos al Club Silencio. Y además hay buenas mujeres y te pueden enseñar. Menos quería conocer a nadie porque no estaba en ninguna onda de hablar con mujeres. Quería salir de El Salvador lo más rápido posible. Quería volver a mi cuarto del hotel a sentarme en la cama y no pensar en nada. O volver a llorar. El Club Silencio estaba semioscuro y fue como entrar en un escenario de un film de David Lynch que había visto varias veces. Una bola de luces de colores azules, anaranjadas y violetas daba vueltas en el techo. ¿Por qué se llama Club Silencio este lugar? preguntó uno de  mis colegas. No lo creerán pero aquí cuando se baila nadie habla ni hace ruido. Nos sentamos en una mesa al lado de la pista de baile porque no había mucha gente. Era lunes. Al entrar no me di cuenta por la oscuridad pero ahora distinguía a una pareja bailando. Eran dos mujeres. Están bailando un tango bachata, dijo el amigo chofer que seguía fumando y miraba su celular que parecía una pequeña televisión en la semioscuridad del Club Silencio. Faltaba que llegara el tercer carro. Vi el rostro de los demás amigos y todos parecíamos seres de rostros verdes azulados. Vino una camarera en falda muy corta a tomar el pedido. Parece que el chofer la conocía porque le dijo hola Rosario Tijeras. Hace tiempo que no te veía. Pensaba que te habías hecho marero ya, le respondió ella riéndose. Volví a escuchar la palabra marero pero no quise preguntar por qué le decía eso. El chofer se rió a carcajadas mientras por su cara pasaban luces de colores de la bola que daba vueltas en el techo de la pista de baile. Ay Rosarito Tijeras, respondió el chofer, pues traiga ron con coca cola para todos y cuatro más para los que están por llegar. ¿Y quiénes son Rosarito las que están bailando?, preguntó el chofer. Se llaman Betty y Rita. La morena bonita es Rita, la otra Rubia es Betty y vive en California. La Rita se parece mucho a ti, le dijo a Rosario. La Rosario Tijeras se sonrió y fue a buscar el pedido. Las dos mujeres ahora se abrazaban y sus rostros se tocaban. Betty guiaba a Rita a través de la pista entre las luces azules y violetas. Rita se parecía a una actriz de una película llamada “Gilda” que había visto muchas veces. Tenía una cabellera castaña oscura que a veces se tornaba negra y luego color tabaco. Betty la besaba en el cuello y también en la boca mientras bailaban. Rita tenía un tatuaje verde en su brazo. A nadie en el Club Silencio le importaba lo que hacían las dos muchachas. Yo no podía apartar la vista de todo ese baile y la escena. Los demás en la mesa tomaban los tragos que había traído Rosario Tijeras. El otro carro ya había llegado y juntaron otra mesa a la nuestra. Hablaban en voz baja no sé de qué cosas que tenían que ver con el correo de El Salvador. Yo seguí mirando la pista y luego distinguí a tres hombres que miraban en silencio el baile desde otra mesa semiescondida, cerca del lugar donde un tipo ponía la música. El tipo tenía unos audífonos grandes y estaba también semiescondido en una cabina de cristal color violeta. Se veía mimetizado por la luz de la bola que daba vueltas en el techo. Uno de los hombres salió a la pista solo y se puso a bailar como si no viera a las dos muchachas. El hombre era joven y tenía una camiseta negra sólo de tirantes. Se veían sus brazos y parte de su pecho. Tenía muchos tatuajes verdes en los brazos. Bailó sólo por diez minutos pero en otro ritmo y movimientos que jamás había visto. La mujer de California lo vio bailar y se fijo en sus tatuajes. Cerró los ojos y pasó la lengua lentamente por el rostro de Rita que parecía sonámbula. El hombre joven de los tatuajes regresó a la mesa y luego de cinco minutos salieron del Club Silencio. Le dijeron algo a Rosario Tijeras y le dieron un billete de propina. Eran cien dólares le dijo luego al chofer del carro. A ti sí te quieren los mareros le dijo a Rosario. Yo tampoco quise preguntar nada otra vez sobre qué significaba mareros. Nadie en la hora que estuvimos salió a bailar. El DJ escondido en la caja de cristal violeta seguía poniendo tango bachatas. Y seguían bailando Betty y Rita abrazadas. Alguien dijo por fin en el grupo que debíamos irnos porque mañana tomábamos el avión de regreso. Y todos nos levantamos. Nos despedimos de Rosario Tijeras y le dejamos una propina pero no la misma cantidad que le dieron los mareros. Me subí al carro y volví a sentarme al lado de la ventana. Parecía que venía de un lugar que había soñado o quizás recién me despertaba en el carro que nos traía de vueltas al hotel. El chofer decía que ya habíamos llegado y que durmiéramos bien. Sólo quedaban siete horas para tomar el avión de regreso. No pregunté si finalmente habíamos pasado al Club Silencio como había propuesto el chofer.

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Javier Campos. Poeta, narrador. Sección de una novela inédita

 

 

 

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