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El diner de Straigth

Javier Campos

Volví el domingo siguiente a la tercera clase. Día gris. Todo estaba lleno de nieve, excepto las carreteras. El negro del pavimento  contrastaba con el blanco de los jardines, el techo de las casas, los parques. Los domingos son como en cualquier parte del mundo. Calles vacías, tiendas cerradas, restaurantes. Sólo los sitios de comida rápida siempre están abiertos aquí.  Los Dunkin Donuts, los McDonald,  y los Diners. Pasé rápidamente a tomar  un café en un Dunkin Donuts. Eran siempre todos parecidos así que mi memoria retrocedía creyendo ver a  Ani esperándome para conversar de películas. Pero sólo vi a dos ancianos jubilados tomando café y hablando de sus hijos que estaban lejos. Luego hablaban de sus enfermedades. Uno decía que  su dentista cobraba mucho por ponerle una dentadura postiza y él no tenía seguro médico para pagarla. Yo tomaba mi café lentamente y los miraba. Uno comenzó a contarle  un sueño que tuvo anoche. Me quedé escuchando un rato.  A las dos de la mañana me llamaba mi hijo que vive en West Virginia. Me decía que su esposa había muerto recién en un accidente de carro en la carretera. Que resbaló en la nieve y un auto que venía a mucha velocidad golpeó el carro de ella y la mató instantáneamente. El otro carro era de un indocumentado de El Salvador o Guatemala parece. Y la policía dice que luego huyó.  Tenía tatuajes verdes en sus brazos y uno en la cara, parecido a una lágrima. La policía dice que el fugitivo había viajado donde estaba yo. Mi hijo me decía que cerrara la puerta y las ventanas. Que limpiara la nieve de la puerta de mi casa y que también cerrara el garaje con llave para que el indocumentado no escondiera  su carro allí.  Y luego desperté y me senté en la ventana a pensar sobre ese sueño mirando la nieve por la ventana. No sé porque soñé eso pues mi hijo hace tiempo que no me llama.  Cuando terminó de contar el sueño al otro anciano este le dijo que era un sueño raro y cambió de tema para volver a repetir que los dentistas le estaban cobrando mucho dinero por una dentadura postiza. Vi la hora y quedaban 15 minutos para la clase. Sólo necesitaba  cinco para llegar. Me levanté para irme llevando la tasa desechable de café en la mano. Los ancianos no me miraron. Parecían dos estatuas de piedra contemplando sus tazas de café.  Ni supieron que yo estaba allí. Al lado de ellos. Casi en la misma mesa.

En el salón de baile me  encontré a Frank intentando ponerse sus nuevos zapatos de baile. Me miró y me dijo hola. Parecía contento. En la otra silla había una mujer que no había visto antes. Frank, extrañamente como si fuera otra persona, me dijo, te presento a Margaret. La mujer aún se estaba cambiando los zapatos y sólo vi una cabellera blanca color ceniciento. Era una cabellera bien cuidada. Alcancé a ver que su cuerpo era delgado y de piernas bien largas cubiertas por unos pantalones negros ajustados. Parecía una bailarina profesional.  Cuando volvió su rostro a mi  vi una extraña combinación de juventud y vejez. Luego viéndola de lejos era como ver a una mujer de 25 años, esbelta, bella. Pero cuando estaba cerca era ver a una anciana de 80 años. Su rostro cambiaba como si el paso del tiempo hubiera sido muy  veloz.  Ver una belleza impresionante para cambiar súbitamente en un par de segundos  a un rostro envejecido. Sin duda fue una mujer bellísima pero siempre, desde ese día que la conocí, Margaret era una combinación misteriosa de juventud y vejez al mismo tiempo.  Muchas veces luego la vi bailar y desde la distancia todo su cuerpo era semejante al de Lolita pero después cuando volvía a sentarse junto a nosotros su rostro era el de una anciana. O bastaba un leve giro de su rostro y cambiaba a una juventud tan bella como Lolita. Nadie notaba ese cambio sino yo solamente o quizás Frank en su misteriosa demencia  ¿Por qué Frank estaba tan contento al lado de ella?  Era muy amable. Culta. Tenía  una tranquilidad especial. Esos seres que parecen siempre estar en paz consigo mismo. Era doctora especialista en problemas cardiacos. Me dijo que recién venía de una operación al corazón que hizo por cuatro horas en el hospital donde trabajaba. Me di cuenta que ambos habían hablado antes de llegar yo. Pero Frank parecía otro.  Luego fueron llegando todos los demás. Cuando apareció  Cora  y vio a Margaret, la nueva alumna,  quedó un poco petrificada mirándola por unos segundos. Como Azucena me había dicho que Cora era una mujer rara yo no le puse mucha atención y seguí haciendo un precalentamiento de mis piernas y pies. Azucena como siempre,  contenta por todo, se alegró de la nueva alumna. El griego llegó silbando el mismo tango que silbaba siempre mientras se cambiaba los zapatos.  Y las lesbianas en un rincón,  esperando que comenzara la clase. Silenciosas y con las mismas zapatillas de tenis y la misma ropa que ahora para mí parecían que trabajaban en un campo de maíz o eran campesinas que limpiaban las vacas en Wisconsin.  Siempre que las veía me preguntaba qué diablos hacían tomando clases de tango. El salón de al lado, el de los más avanzados, siempre permanecía semi cerrado por una cortina. Se escuchaba música y gente que pasaba bailando. A veces veía a Jeanne la profesora. Pero eran dos mundos. Los principiantes dedicados sólo a caminar y caminar. Y los de más allá, los que podían bailar un baile completo.  Cuándo llegará eso me decía. ¿Habrá que esperar mucho? Y me repetía lo que me había dicho en la primera clase Alfredo y Paul. Luego entendía que era necesario porque ninguno aquí de nosotros podía siquiera mantener bien el equilibrio. Especialmente los hombres aún incapaces de guiar a nuestra pareja.  Yo jamás me veía bailando con una de las lesbianas todo un tango completo.  Con Azucena quizás pero era bajita. Claro, Lolita jamás bailaría con nosotros en un baile porque nos veía como alumnos y ella era una bailarina espectacular. La pareja perfecta me decía.  En el descanso Paul hablaba de pintura con Margaret y al principio no sé por qué hablaban de ese tema. Parece que era porque ambos habían estado en Paris. Bueno, él era francés. Margaret había viajado un verano y le hablaba del Museo del Louvre. Allí fue cuando Paul le habló de su pintor favorito llamado El Conde Balthus.  O  Balthus, como era el nombre con que firmaba sus cuadros, le dijo Paul.  Cuando dijo Balthus  no sé porque ese nombre me parecía haberlo escuchado antes pero no recordaba dónde ni cuándo.  Mientras hablaban de ese pintor yo me desentendí y mi ojos siguieron a Lolita que practicaba sola unos pasos. Tenía unos pantalones negros de baile ajustados, una camisa igualmente negra que dejaba ver un cuerpo adolescente o entrando en esa edad. En su cuello una bufanda de seda color lila. Yo era el único que la miraba de reojo pero con atención.  Hacia unos movimientos  en cámara lenta improvisando unos pasos de tango. No había música.  En un momento  lanzó una mirada fugaz hacia Paul quizás  para ver si la estaba mirando o simplemente porque sus ojos iban hacia él. Paul sabía que yo la miraba y seguía hablando con Margaret de pintura y de su pintor favorito llamado Balthus.

Parece que fue en la cuarta clase cuando pasamos todos al Diner de Straigth y   Margaret lo  visitó por primera vez.  Se sentó conmigo  y  con Azucena en una mesa donde ya nosotros habíamos llegado y Cora nos servía café. Esta vez pedimos pastel de manzana con helado de vainilla.  Era el pastel favorito del Diner que lo hacia la esposa de Straigth. La que se parecía a Marilyn Monroe. Ella estaba en la cocina y recién los pasteles estaban enfriándose un poco en el mesón. Vi que el cocinero hispano había puesto dos más que sacó Marilyn del horno. Ambos se sonreían cuando se miraban. Eso lo noté varias veces. No quería comentar eso con Azucena como tampoco el efecto que me producía Margaret. Eso de que ella pasara de una juventud tan hermosa como Lolita hasta la vejez de una mujer de 89 años. El cambio ocurría en  su rostro preferentemente porque su cuerpo era el de una muchacha de 20 años. Un cuerpo que se había congelado en el tiempo. Margaret tenía aún las piernas perfectas. Fue eso que le atrajo a Azucena para decirme que ella era una copia exacta de su antepasado verdadero o inventado. Las piernas y el cuerpo de Marlene Dietrich.  Frank ya estaba sentado de espaldas a nuestra mesa como siempre lo hacía. Algo le decía Cora mientras le ponía más café en su tasa.  De repente daba vuelta su cabeza para dar una mirada a la mesa nuestra y vi que dio una mirada a Margaret. Azucena le repitió brevemente la historia de Frank. Margaret luego se quedó mirando un poco la espalda de Frank y dijo que iría a hacerle compañía un poco. Cora al verla sentada al lado de Frank se fue a fumar fuera del Diner mientras Straigth servía café a los clientes y silbada el mismo tango de siempre. Frank conversaba con Margaret  muy bajo como si le costara hablar o hacer frases completas. Lo veía sonreír pero inmediatamente pasaba a la seriedad o no sabía reírse pero era un cambio brusco en su rostro. Luego miraba la tasa de café mientras Margaret decía algo también en voz baja. Ese día había más gente en el Diner de Straigth porque se servía la especialidad de Marilyn que era su pastel de manzana caliente con helado de vainilla. Además se regalaba gratis el café si se pedía el pastel de manzanas. Por la ventana se veía a Cora dar grandes bocanadas al cigarrillo. Salió también el hispano a botar algo al basurero y se detuvo al lado de ella. Cora movía su boca y daba miradas hacia el Diner. Parece que hacia donde estaban sentados Frank y Margaret. El hispano también miro hacia el Diner pero luego miro a Marilyn que servía a un cliente. Luego miró a Straigth. Afuera estaba lleno de nieve y hacia frio. El hispano regresó a la cocina y detrás le siguió Cora. El hispano continuó trabajando haciendo sándwiches y Cora volvió al mesón a  servir ordenes a los clientes. Pasó al lado de Frank y Margaret pero no los miró. Margaret miró a Cora que llevaba un plato con una hamburguesa y papas fritas brillantes de aceite. Se parece a una pintura de Hopper, dijo Azucena. Qué cosa, dije,  y quién es Hopper.  La espalda de Frank y el cuerpo de Margaret allí los dos sentados. Y Hopper es un pintor que vivió aquí cerca, en el estado  de Nueva York, en un pueblito al lado del Rio Hudson. Margaret había regresado a nuestra mesa y como a ella le gustaba el arte y había pasado tiempo en Paris puso mucha atención. También me gusta Hopper especialmente algunas pinturas de Diners  dijo Margaret.  A mí me gusta un cuadro de una mujer sentada en la cama y mirando por una ventana es mi favorita, dijo Azucena, también de una mujer desnuda y más vieja igualmente mirando por la ventana.  Hay muchos cuadros de él con personas solas al lado de una casa. Como mi casa que tiene el mismo estilo de esta región de Nueva Inglaterra, dijo Margaret. También  pinturas de hombres viejos al lado de casas, o sentados, o barriendo. Pero en su madurez Hopper pintó solamente mujeres dijo Margaret. Todos sus cuadros, continuó  Azucena, están llenos de luz y no se ve la nieve, curioso eso, sino pintados en primavera o en  verano. Emiten mucho calor, tranquilidad espiritual aunque los personajes  se ven solos. No hay ninguna atmosfera depresión en sus pinturas, agregó Margaret.  Mientras ellas hablaban de ese pintor que yo no tenía idea y que recién conocía volví a mirar a Frank y pensé si él podría ser un personaje de los cuadros de él. En sus cuadros no hay nadie que baila, dijo Azucena, pero no importa. Para mi es que irradian una tranquilidad en las personas retratadas  que no son jóvenes sino viejos. Ellos parecen estar en paz consigo mismo. Una paz interior a pesar de una soledad porque no se ven muchas parejas o matrimonios en sus cuadros. ¿Y por eso nosotros bailamos tango?,  pregunté yo ingenuamente.  Pregúntale  a  Cora o a Frank  porque  después de las primeras clases parecen que van de mal en peor, dijo Azucena riéndose.  Todos reímos porque Margaret también tenía sentido de humor y yo también aunque a veces  me pasaba un poco a lo  políticamente incorrecto, como decía Azucena. Frank volvió a dar vuelta su torso hacia nosotros pero miró  especialmente a Margaret. Parecía más suavizaba su mirada. Como si regresara de un sueño agradable. Cora, en cambio, tenía un rostro duro, más ceniciento y envejecido. Luego de servir más café a los clientes salió de nuevo a fumarse otro cigarrillo. Afuera comenzaba a nevar levemente y ya estaba oscuro. Me imaginaba el Diner desde fuera con su gran ventanal iluminado  y sólo Frank sentado en el mesón mirando su taza de café.

Javier Campos. Escritor.   (Hudson River, Nueva York).

 

 

 

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