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Bailando con las bellas durmientes

Por Javier Campos

La clase  comenzaba  a las tres de la tarde  de un día domingo. El lugar desde fuera no parecía un lugar de baile o de clases de baile.  Llegué quince minutos antes. No había nadie. Había una pista de madera amarilla como había visto en la película “Lecciones de tango”.  Sentí deseos de salir. Un arrepentimiento muy fuerte  se apoderó de mí el haber decidido tomar lecciones de tango para principiantes.  Ya me levantaba para irme cuando alguien me saluda. Era el que organizaba las clases. Se llamaba  Alfredo y pensé que era argentino. No lo era. Ni siquiera había estado nunca en Argentina. Era italiano norteamericano de Nueva York. Una decepción porque el anuncio decía  “Lecciones de tango argentino”.  No alcancé a huir de allí quizás porque fue muy amable y me dijo que la gente iba llegando de a poco y nunca se comenzaba a la hora exacta. Además había una única puerta de salida y estaba detrás de él. Dijo que los profesores estaban por llegar. Y entraron dos. Alfredo me presentó a Paul y a Jeanne que tampoco eran argentinos. Paul enseñaba  las clases de principiantes y era de origen francés que luego emigró a Estados Unidos. Jeanne era mezcla de vietnamita y norteamericana. Ella enseñaba  las clases más avanzadas. Había dos salas así que los que no sabíamos nada trabajaríamos con Paul. Los principiantes éramos seis. Dos mujeres un poco obesas  que parecían hermanas pero luego me di cuenta que eran lesbianas. Comenzaba a caérseme el estereotipo de un baile de machos y de  mujeres fatales, hermosas y delgadas. Más cuando vi a la otra mujer, que se veía avejentaba, pelo gris y flaca como un esqueleto.  Me dijo que se llamaba Cora.  Bailando con ella ese día supe que fumaba por el olor penetrante de su aliento. Me dijo que era jubilada. Había nacido en California y ahora vivía aquí.  Había  trabajado toda su vida  en un hospital para enfermos mentales en Los Ángeles y aquí trabajaba medio tiempo en el Diner de un griego. Nadie tenía una pareja, excepto las lesbianas. En la clase más avanzada se veían unas parejas pero no sabía si eran esposos o amantes o amigos.  El otro de nuestra clase era un hombre que me pareció haberlo visto en alguna película como “Bailando en la oscuridad”. Se parecía mucho al que le ponía, al fin de la película, la cuerda a la protagonista ciega para ahorcarla por orden del juez.  O se parecía a Henry  Fonda en “Las uvas de la ira”, especialmente con pantalones de campesino porque así llegó a la clase de tango. Era casi calvo y parecía que estaba bajo tratamiento de quimioterapia. No me saludó pero luego cuando nos presentamos todos dijo que se llamaba Frank. Muchos traían una bolsita y se sentaron antes  a cambiarse sus  zapatos por zapatos de baile. Yo no sabía o no alcancé a leer al final de la descripción de las clases que decía “por favor traer zapatos de baile para no dañar el piso”. Pero no me dijo nada Alfredo. El sabía que algunos no leían eso pero me dio la dirección de un lugar donde podía comprar zapatos de baile para la próxima clase.  Luego entró corriendo otra mujer que se integraba al grupo de nosotros. Dijo que se llamaba Azucena Svetlana pero que la llamaran Azucena solamente. Era realmente muy baja, casi enana pero de una belleza especial. Ese contraste llamó la atención a algunos  pero especialmente a Frank que la miró como quien ve a un extraterrestre. Con ese ambiente que nada tenía que ver con el programa “Bailando con las estrellas” me dije que no iba a volver a una segunda clase aquí. Especialmente cuando una mujer de la clase más avanzada, luego de terminar la clase, me dijo que por qué estaba sentado y no bailaba. Era común que después de las tres horas de clase, especialmente para los más avanzados, Alfredo pusiera música de tango y la gente que quisiera  bailara por otra hora. Era parte de la  clase y estaba  incluida en la tarifa y Alfredo la llamaba “Práctica después de la Clase”. Pero los de la clase de principiantes no nos quedábamos porque aún no bailábamos nada. La mujer que me dijo eso podría ser un personaje que yo había visto en otra película pero no me acordaba cuál. Sólo sé que había visto ese personaje y ahora era real y me insistía que bailara. Pero si soy principiante. Es mi primera clase y ni siquiera sé caminar aún, le dije. Me di cuenta que ni se preocupó de mi respuesta y se fue a buscar a otra persona para bailar. Y más decepcionado me sentía de estar allí y que no iba a volver otra vez aquí, me dije. En la primera clase Paul nos puso en línea militar más o menos a los seis. Nos enseño cómo poner los pies porque era importante para el equilibrio. Nos dijo que el que controlaba el baile en el tango era el líder. O sea el hombre. Que cada cosa que hiciera el hombre la mujer debía hacer lo mismo. Como un clon dijo. En el tango el cuerpo de dos personas se transforma en uno. Pero si el líder no sabe qué hacer, la mujer se descontrola y el baile no funciona. Luego nos explicó cómo deben estar los cuerpos juntos el  uno al otro. Simétricamente iguales. Nos dijo cómo abrazar. Y aquí explicó un poco más pues en nuestra cultura anglo, recalcó, la gente no está acostumbrada a bailar muy de cerca y muy abrazados. Y el tango argentino es un baile de sensualidad y atracción mutua. Yo miré de reojo a los demás principiantes y me imaginaba bailando a  Frank con una de las lesbianas. O a la mujer avejentada conmigo.

Esa fue la introducción teórica que mostraba con una asistente mujer muy joven que parecía tener 15 años, bella y esbelta como una bailarina de ballet que nos sonreía muy amable al diverso grupo de seis. Dijo que se llamaba Dolores Ksenia pero que le llamáramos  Lolita. Luego comenzó la clase y fue caminar. Paul dijo que no era como caminar en la calle o donde fuera. En el tango caminar es lo fundamental pero caminar como si fuera un “compadrito” argentino. Dijo la palabra en castellano un poco mal pronunciada  y luego dio una breve explicación histórica del origen del tango. Me di cuenta que Paul había leído bastante sobre el tango aunque no hubiera estado en Argentina nunca y hablara un español enredado con el francés y el inglés. Supe después que su padre viajaba mucho a Argentina desde Paris por negocios de exportación. Jeanne sí algo sabia de español y había ido dos veces a Buenos Aires a estudiar tango por unos meses.  Luego supe por Alfredo que ambos eran amantes y él realmente le había enseñado a bailar a Jeanne o algo así. Y caminamos las tres horas de la clase cambiando las parejas. Como  había más mujeres entre los seis, Paul bailaba alternadamente con las dos que no tenían parejas hombres, y su asistente, Lotita, hacia lo mismo. O sea que bailábamos alternándonos. La verdad es que Paul nos hizo caminar como se camina en el tango. De frente, de lado, en forma paralela. El ejercicio no era abrazarse aún porque eso se practicará más adelante sino tomados de los brazos. Siempre hacia adelante como empujando suavemente a la mujer, dijo Paul.  No parecía tan fácil porque todos caminábamos muy tiesos, como Frankenstein decía Paul. Pero verán que irán mejorando, nos alentaba.  Mi primera caminata fue con Cora, la jubilada. Aunque aún no estábamos tan cerca el uno del otro su aliento me alcanzaba y era como oler un cenicero lleno de colillas de cigarros. Sus brazos eran extremadamente delgados y sentía que estaba agarrado sólo de sus huesos.  No sé por qué ella cerraba los ojos mientras caminábamos. Parece que  había leído algo de clases de tango al ser guiadas por el líder. Me comencé  a dar cuenta de eso mirando de reojo en la clase más avanzada de que el hombre era el que controlaba todo el baile y debía saber muy bien hacia dónde iba, qué movimiento de mano, pecho, pié  iba a hacer y comunicárselo a la mujer para que lo siguiera.  Luego me tocó bailar con una de las lesbianas. O caminar porque realmente aún no bailábamos y me daba cuenta que tomaría muchas clases llegar a eso. Como en la otra sala. La de los más avanzados, mirándolos en nuestro descanso corriendo un poco la cortina que nos separaba. Y vi como se movían y el líder controlando a la mujer.  Quién sabe si llegaríamos a ese nivel. Ser buenos líderes para conducir el baile.  Me di cuenta que la buena bailadora de tango tenía que captar inmediatamente la señal del hombre para seguirlo. Casi intuir rápidamente el deseo del líder.  No supe qué decir cuando Cora me dijo mientras caminábamos, y ella tenía los ojos cerrados, que si llegaría a ser una femme fatal al aprender el tango. Como tenía los ojos cerrados no vio mi cara que estaba a punto de reírme o hacer un gesto de sorpresa cuando uno al mirar por la ventana ve que pasa un marciano. Qué le iba a decir sino la mentira más grande que se me ocurrió. Claro, por qué no, respondí.  Y me dijo, ¡ay! no me mientas.  De repente miré a los otros que caminaban y vi a Frank ahora caminado con Azucena, la enana bella.  Realmente era bella como una muñeca. Y como Frank era bien alto parecía que realmente estaba empujando a una muñeca de porcelana, esas que caminan con baterías. Además tenía que ajustar sus pasos de gigantes a los de Azucena. La asistente, Lolita, que parecía una princesa virgen en sus pantalones negros de baile y zapatos taco alto color verde, le decía a Frank que no diera los pasos tan largos al caminar.  Por otro lado las lesbianas parecían que no pertenecían al grupo porque en un descanso para tomar agua e ir a baño se apartaron a un rincón conversando sólo entre ellas.  Frank y Cora conversaron y parecían conocerse porque ella le sonreía. Quizás Frank pasaba tiempo en el Diner donde trabajaba Cora.  Yo iba a acercarme a Lolita por un impulso inconsciente y porque había en ella una sensualidad no sé si perversa  que me inquietaba.  Especialmente cuando me tocó caminar con ella y aferrarme suavemente a  sus brazos desnudos, su piel fresca, rostro terso del color de un durazno maduro. El aroma especial de una mujer que yo pensaba tenía 15 años.

Entonces me acordé de una película que nunca conversamos con Ani, “Las bellas durmientes”. Era la versión de la novela de un japonés  premio Nobel.  La historia es de un hombre casi anciano que va a una casa donde se puede dormir con muchachas púberes como Dolores Ksenia. Pero lo interesante de la obra del escritor japonés es que en aquella casa de esas bellas durmientes, semidormidas con un narcótico por la mujer que vive allí,  pueden los ancianos acostarse desnudos al  lado de alguna de ellas,  igualmente desnudas,  pero jamás tocarlas.  Esa era la promesa. Sólo estar a centímetros de su cuerpo. Escuchar el ritmo de su respiración. Oler su cuerpo perfumado. Ver el color de su piel. Ni siquiera un beso o rozarla levemente le era permitido a los ancianos que iban a esa casa. Muchos dicen que esa novela era la biografía del mismo premio Nobel japonés pero eso es tan difícil de saber.  Entonces al mirar a Paul que me miraba adivinando mi intención con Lolita me desvié como si hubiera hecho un perfecto paso de tango cruzado y fui hasta Azucena que estaba sentada tomando agua de una botella de plástico.  No sé por qué ella  quería aprender tango si era tan pequeña. Es difícil guiar a una mujer en el tango si es muy baja, me di cuenta después,  pero no le pregunté. Quizás tendría una pareja que era de su estatura. Ella era rusa-alemana porque su acento era bien fuerte, no tanto como el mío, pero me dijo que había emigrado de un pueblo llamado Zima que está en Siberia. Región de la que yo no tenía idea. Que en su familia había artistas que trabajaron en un circo, otros de bailarines rusos y que una actriz famosa era pariente suya. Eso me interesó cuando dijo actriz famosa pero no llegamos a conversar más porque comenzábamos la segunda parte de la clase que otra vez sería caminar, intercambiándonos  parejas entre los seis junto a Paul y a la bella Lolita. Me tocó caminar tres veces con las dos lesbianas pero era caminar con una piedra. Ninguna sonrisa y además miraban hacia sus pies para ver si caminaban bien o para no mirarme. Paul dijo que no miráramos los pies sino a la pareja pero parecía difícil primero estar tomados de los brazos, juntos, dos extraños a punto de abrazarse y más encima que nos miráramos a los ojos. Esa intimidad inmediata fue un choque para muchos de nosotros. Excepto para Azucena. La princesa rusa-alemana, como yo quería llamarla. Era la más desinhibida y le encantaba ser tocada y más aún ella miraba de frente con su bella sonrisa. Incluso miraba hacia arriba a Frank que no quería mirarla hacia abajo sino de reojo. Pero me di cuenta de algo.  Cora  miraba de repente  a Frank con cierta rabia mientras bailaba con Azucena. ¿Se conocían bien ambos o se hacían los indiferentes? 

Frank caminó con las lesbianas en algún momento pero no funcionó porque le pisó varias veces los pies a las dos. Además vinieron con zapatillas para correr y una ropa de hombre, camisas grandes con un logo de un equipo de basquetbol que decía “Yale”. Y con gorros de beisbol. No me imaginaba a ambas en vestidos seductores, rasgados para mostrar la pierna, de zapatos taco alto bonitos  para bailar, maquilladas. De mujeres fatales no tendrían nada como tampoco lo tendría Cora. Durante la caminata Paul dijo que no había que hablarse. En el tango no se habla mientras se baila. Es un baile de seducción sensual sin palabras y no una seducción erótica. Bonita frase me dije y siempre pensé en esa definición cuando me venían los recuerdos viviendo con Ani. Había leído por ahí que el tango es un sentimiento triste que se baila pero me gustaba más la definición de Paul porque muchas palabras pueden matar esa seducción sensual. O la atracción es más rápida, espontánea, apasionada si no hay que explicar mucho.  Así que el resto de la clase sólo caminábamos, sintiéndonos únicamente por el contacto de los brazos con nuestra  pareja.  Al final de la clase no estaba seguro si quería volver pero fue conversando con Alfredo que me hizo cambiar de idea. El era muy entusiasta del tango y vi que me tomó un aprecio instantáneo porque le dije que era medio argentino pero que jamás se me había ocurrido meterme en esto y que no sabía por qué estaba aquí. Era la verdad que no sabía por qué estaba allí. Aunque aquella película “Lecciones de tango” me motivó porque quería buscar una cierta limpieza en mi corazón dañado. En mi vida con Ani yo  pensaba que era perfecta pero no había funcionado. La felicidad era falsa pero yo creía que ambos éramos felices.  El baile te hará bien, me dijo Alfredo. Al comienzo, y por muchas clases, te sentirás frustrado. Que aún no sabes caminar en el tango. Que menos sabes combinar pasos y figuras, y menos que no puedes controlar a tu pareja. Tendrás que aprender a caminar de nuevo. Me gustó cuando dijo “aprender a caminar de nuevo”. Lo tomé como una frase con un significado más allá del literal. ¿Tendría que volver a aprender a caminar, a renacer como hombre, saber relacionarme con mi pareja y poder controlar la relación o el baile? Mucho después  entendí que el baile no era la sumisión de la mujer sino llegar a un perfecto equilibrio. Si el líder hacía un movimiento, ella no lo seguiría mecánicamente sino poniendo su propia fuerza. Paul nos explicó luego de terminar la clase que el caminar había que aprenderlo bien en el tango. Era lo fundamental. Había que poner el peso en un pié si queríamos avanzar con el otro y viceversa. Si no había equilibrio entre el peso del líder y el de ella se producía el desequilibrio total y el baile era un completo fracaso. O la relación sería un fracaso y no habría ninguna seducción posible ni comunicación. Así que Alfredo me convenció, diciéndome lo mismo que luego diría Paul sobre la filosofía de caminar en el tango, y le dije que volvería el domingo próximo. Alfredo me dio algunas direcciones de clases de tango con otros profesores. Me dijo que es bueno que viera distintos modos de enseñar a bailarlo aunque los conceptos fundamentales serán los mismos.  Es la experiencia de cada profesor que te enseñará otras miradas diferentes. Como las películas de amor, me dijo, todas tratan el mismo tema universal pero lo analizan de diferentes maneras y con diferentes historias.  ¿Le gusta el cine? Le pregunté a Alfredo. Sí, me dijo, mi apellido es Rossellini y mis padres están emparentados con ese director italiano llamado Roberto Rossellini.  Mis abuelos emigraron de Roma a Nueva York como miles  de italianos a comienzos del siglo XX. Otros parientes los tengo en Argentina pero nunca he podido ir allí. Cuando era niño en Brooklyn trabajaba en un cine vendiendo palomitas de maíz y  me dejaban ver películas. También trabajé ayudando al que proyectaba las películas en la sala de proyección. Allí vi muchas. Por ejemplo, vi casi todo el cine italiano y francés y norteamericano  de la postguerra. El cine ruso de la época soviética. Todas las películas de Fred Astaire con  Elanor Powell o con Ginger Rogers  o con Rita Hayworth.  Debes ver una película donde ambos, Astaire y Rita Hayworth bailan algo espectacular  que fue que me inspiró desde niño querer bailar. ¿No te parece extraño que tenga aquí una academia de tango y no haya ido nunca  Argentina ni menos  sea argentino?  Primero comencé esta academia en forma muy modesta en Manhattan. Era un día muy caluroso de junio de 1980 y  sólo parecieron dos parejas a las siete de la tarde pero luego fue creciendo el número de interesados por el tango. Cinco años después me vine a esta ciudad. Tú eres el primer argentino que tengo en estas clases. Sí, le dije, medio argentino, ya me di cuenta en el grupo nuestro. ¿Por qué quieren aprender tango?  Alfredo sonrió y sólo me dijo, tú mismo lo averiguarás. ¿Y tú por qué estás aquí? me respondió.  Aún no lo sé, pero quizás en unos meses más si aprendo bien entonces lo sabré. Exacto, me dijo Alfredo. El tango es aprender a caminar de nuevo pero no sabes que te pasará mientras caminas.  Así que volví a  clase el domingo siguiente porque Alfredo me convenció y me caía bien. Era generoso y estimulaba a los que éramos principiantes, especialmente a los hombres porque muchos se desanimaban o se frustraban muy rápido al no poder controlar el baile y ser incapaz de dirigir  a la mujer, me dijo como una sentencia de algún filósofo o profeta.  Eran muchas cosas que debía saber un bailador de tango pero hay que ir por etapas, me volvió a repetir. 

En la segunda clase seguimos caminando  casi las tres horas completas. Llegó otro hombre que dijo llamarse  Ray Straight pero le gustaba que le llamaran sólo Straight.  Jamás había oído un nombre así y me costaba pronunciarlo. Parecía un hermano de Frank  pero no lo era. Straigth era muy amable y parecía estar siempre feliz. Luego supimos que era conocido de Azucena. Dijo que sabia bailar ballroom que es un baile social donde la gente se junta para bailar distintos bailes desde el vals, fox trot, disco o un tango estilizado que hizo famoso el cine de Hollywood pero llevándolo a la exageración y a un tango acartonado y caricaturesco. Así dijo Straigth en el descanso explicándonos por qué estaba allí. Quería aprender tango argentino de verdad. Se nota que tenía experiencia pues sus movimientos eran los de un bailador ágil aun cuando tenía más edad que todos pero su cuerpo era delgado y de estatura baja. Por Azucena, al final de la clase, supe que era el dueño del Diner donde trabajaba también Cora. Paul le corrigió como caminar en el tango argentino porque Straigth caminaba como había aprendido en el tango al estilo de Hollywood.  Este camina como un maricón, me dije a mi mismo, sin decirlo en voz alta porque sería políticamente incorrecto y más aún teniendo a la pareja de lesbianas. Pero me di cuenta ese día que Straigth  era un hombre bien masculino y con mucho humor haciendo bromas a todos y cortejando como un viejo verde a Lolita que podría ser su nieta. En el descanso nos invitó a todos, después de la clase,  a tomar un café en su Diner que no estaba muy lejos en carro de nuestra clase. Yo dije que aceptaba porque no tenía nada que hacer y quería estar con gente. Se me habría un mundo que por 10 años había estado cerrado. Todo ese tiempo pasé únicamente con Ani y ella conmigo y aún no podía entender cómo pasó el tiempo  entre ambos casi sin estar con otras personas.  Me daba cuenta que no tenía amigos. Sólo amigos virtuales interesados en el cine o amigos de personajes ficticios de películas. O conocidos del pueblo que hablaban dos minutos conmigo mientras compraban estampillas, enviaban alguna carta certificada, paquetes. O compañeros de trabajo pero eran conversaciones de cosas rutinarias.  Así que le dije  que iría a tomar café. Azucena también iba porque era amiga o conocida de Straigth. Cora dijo que iría de todas maneras porque tenía un turno de noche.  

 

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Javier Campos. Fragmento de novela inédita de distinto nombre. Campos es poeta, narrador, traductor. La editorial  VISOR de España acaba de editar este febrero de 2011 su traducción de 50 poemas nunca traducidos al español del poeta ruso Yevgeny Yevtushenko, Manzanas robadas. La edición lleva una introducción del poeta granadino Luis García Montero.


 

 

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