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Presentación de "Claveles", poesía de Juan Eduardo Díaz

Metáforas de los claveles

Por Juan Cameron

Al leer la poesía de Juan Eduardo Díaz y su más reciente libro, Claveles, es necesario establecer que, en estos precisos momentos, la poesía de la región costera, tan ajena al quehacer nacional, está en de muy buen ánimo. En pocos meses hemos sido testigos de la publicación de varios volúmenes escritos por poetas locales y prácticamente de espaldas al discurso central en torno a la cultura. Entre ellos hemos mencionado Gesto Mecánico, de Karen Hermosilla Tobar, Mujeres de medianoche, de Juan Antonio Huesbe, Corazón, de Karen Devia y Bohemario de sombras, de Antonio Watterson Labarca.

Muchos de estos poetas -anotamos ya- han elegido la noche como escenario y lugar opuesto al día, espacio dominado por el orden público que a nadie, sino a unos pocos beneficia. También esta actitud se encuentra presente en Juan Eduardo Díaz en varios de sus textos, si bien sólo se muestra como un motivo más. Lo interesante de su poesía es que demuestra la absoluta conciencia de ser otro, un no integrado quien apunta siempre a la causa del dolor. «Vestidos de angustia -nos dice- somos los románticos ángeles/ de siempre, el placebo rebelde/ de la creación».

En este sentido el poeta no es sino uno más de la tribu, el que lleva la voz, el que denuncia, el que muestra sin juzgar. El poeta representa literalmente a su generación y, muy probablemente, los sociólogos y los políticos y los policías secretos más que andar hurgando por los facebook del mundo y por los ya resblandecidos discos duros, debiera acercarse a la poesía joven en cada país. Y de este modo se percatarían de una tremenda obviedad: que gran parte de la población está sedienta de una sociedad más amable, más fraternal, más libertaria.

Y justamente el clavel, que Díaz ocupa como título de su poemario, cuanto requiere para desarrollarse es buena tierra y abundante riego y sólo pide como condición de florecimiento la presencia de la primavera y el verano. Tal como la poesía -y no el poeta, por supuesto- exige de este tipo de iluminación para trascender y crecer dentro de las sociedades. Aunque también es cierto que las condiciones más tenebrosas del medio, como la del actual momento, también entregan creación aún cuando ésta signifique rebeldía y denuncia.

Y si de usos y explotaciones se trata, nada más impráctico e inútil para la medicina que este Dianthus caryophyllus destinado a la perfumería y al goce estético, nada más. Pero cuanto interesa -a nosotros en tanto lectores- no es esta utilidad humana sino su significación, esa innata justificación para sostenerse y valerse por sí misma en su perfecta estructura; tal como el clavel, lo exige la poesía. Por tanto, cuanto este título simboliza es justamente eso: las malas condiciones del entorno, el breve transcurso de nuestro tiempo, la fragilidad de la existencia, el final aguardando a la vuelta de una esquina y el aferrarse, en fin, a una vida que no tiene en verdad ningún sentido práctico. Aquellas parecieran ser las preocupaciones del poeta.

Las claves de estos claveles se van dando por aquí y por allá -en los poemas- del mismo modo como Díaz teje el texto en su estructura y ubica sus palabras en distintos sectores del mismo. En un exordio, que no es necesario seguir para nada en la lectura, puesto que la determina y connota con la emotividad del poeta, nos dice que «la figura del clavel es la excusa poética, simbólica de nuestra cultura ante la muerte, que a la vez resulta estigmatizada como flor típica de cementerio junto con el gladiolo».

En el mismo escrito nos da cuenta de la composición del libro. Pero el lector rebelde no sigue la poesía al pie de la letra. La poesía carga ese gran posibilidad de permitir al receptor su propio interpretación.

Entre sus claves está el piso mosaico como representación de nuestros días, a veces claros, a veces oscuros, pero nunca de un mismo color o un solo tono. Es ese ajedrez que tan bien nos trajera a colación el poeta Waldo Rojas al recurrir a Ingmar Bergman en su «Antonius Block jugaba al ajedrez con la Muerte junto al mar/ sobre la arena salpicada de alfileres y caballos derrotados». En Díaz esta visión resulta transversal como si acaso observara la partida con una prudente distancia: «Colgante de colores y amaneceres./ Las figuras del ajedrez se hallan lejos de la matemática del tablero./ La mujer cercena uno a uno los hilos/ de aquel colgante».

La muerte en tanto motivo y derrota es el lugar común donde se encuentra, ya detallados por Díaz, muchos poetas chilenos; pero no es el único motivo de estos textos. A ratos emerge ese sesgo lárico radicado en la infancia. Se encuentra en esos niños que tomarán sus pistolas de agua y sus autos de madera, en esas niñas que jugarán con muñecas de trapo y vestidos de colores. Pero quizás tal actitud no sea sino una certeza más de este inexorable pasar que nos lleva hacia el fin. Y en medio esta tremenda espera como lugar de duda y reflexión. Es la idea que el poeta transmite en quizás su más logrado y hermoso texto, So pena de un recuerdo tibio. Sólo en este espacio -aunque sea de soledad- podemos hablar de aquellos dos países desconocidos que lo delimitan como un fenomenal vacío entre nacimiento y muerte: «La nostalgia ahora te llama tocando el cristal del ventanal,/ so pena de un recuerdo tibio, conmovido la dejas pasar y le sirves un café dulce./ Vuelves al ventanal con celosía y te detienes en el brillo del poste proyectándose en la calle mojada,/ desde ahí le recuerdas todo el pasado que amontonaste hasta hoy bajo el catre».

 

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Juan Eduardo Díaz nació en San Bernardo el 8 de agosto de 1976. Profesor de Castellano, vive en Valparaíso. Es autor de Sombras de Valparaíso (2001), Ángeles ebrios (2002), Del diario de Teresa y Sylvia (2006), Carta de ajuste (antología porteña, con Antonio Rioseco, 2008), El cantar de los claveles y otros poemas (2009) y Claveles (2009). Entre otras recopilaciones aparece en Señales de Piedra, de Paula Pascual, 2003, Historias de Bares/ cuento & poesía, Municipalidad de El Bosque, 2004 y Demo/ Breve antología literaria porteña, de Marcela Küpfer, 2007. Entre otras distinciones obtuvo el Premio Enrique Lihn, Concurso de Arte y Poesía Joven, Universidad de Valparaíso, 2002, 3er. Premio Concurso Eusebio Lillo, Municipalidad de El Bosque, 2004 y Mención Honrosa Concurso de Arte Joven, Universidad de Valparaíso, 2006.

 

 

 

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