Un buen cliente
Por
Jorge Calvo Rojas
En "El Emisario
Secreto", Foro Nórdico, Oct. 2004.
“Y ahora, por favor, silencio”
No hay caso, resultó peor de lo que pensaba, por más
que me apuré igual es tarde. Oscureció temprano, llueve
y la gente empieza a retirarse. A la carrera -temiendo que un guardia
me cierre el paso- cruzo las puertas automáticas y me detengo
en el hall principal, rodeado de columnas que se alzan fulgurantes
para ir a rematar en un cielo sin estrellas, pero profusamente iluminado
por la falsa calidez del neón que me sube el ánimo de
inmediato. Se asemeja a Babilonia, con algo de paraíso y de
infierno. Repitiendo en mi fuero interno “que bien muchacho tal vez
aún estás a tiempo” avanzo por un pasillo donde predominan
colores vanguardistas, hijos legítimos del marketing.
Los briosos acordes de la melodía My heart will go on
de la película Titanic fluye de los parlantes. Una pequeña
multitud desborda las galerías. Tras los cristales de una tienda
una jovencita se empecina en ordenar unos maniquíes desnudos.
Me dejo embriagar por una sensación sublime y perversa. Aquí
soy casi invulnerable, esta gigantesca catedral es como una máquina
de tiempo y posee -entre otras virtudes- la capacidad de abolir las
distancias. No hay diferencia. Perfectamente podría encontrarme
en una galería comercial de la Gran manzana, en Hong Kong o
las islas Canarias. Sin embargo hoy llegué tarde. La reunión
con el abogado se prolongó más de lo previsto, las cifras
de las importaciones no cuadraban con los aranceles y nos enredamos
en una discusión de nunca acabar: el error contable traerá
problemas con impuestos. Preocupado miré el reloj y era demasiado
tarde. De todos modos salí soplado. La lluvia y los atochamientos
se confabularon para retrasarme. Y aunque las tiendas empiezan a cerrar,
la imagen de los restaurantes atestados de gente devorando comida
chatarra me producen regocijo. Avanzo despacio, deteniéndome
frente a los escaparates y sintiendo crecer el deseo. Un apetito insaciable.
Me hacen falta ojos. Hoy tengo sólo dos posibilidades en mi
lista: un notebook de bolsillo, última generación,
a precio de ganga según el catálogo y un traje nuevo.
Mi hermano se casa y el muy boludo aspira a que le sirva de padrino.
No soy de los pobres infelices que sudan la gota gorda recorriendo
almacenes. En eso me asemejo a Napoleón, decido el lugar de
la batalla y caigo sin aviso. Busco, me regodeo lo justo y cuando
tengo lo que quiero me largo. El secreto radica en adquirir una sola
cosa cada día y mostrar conocimiento y decisión.
En el local de Hewlett Packard el vendedor me informa que el último
notebook se lo llevaron hace diez minutos pero que mañana
reciben una nueva partida. En momentos así, algo parecido a
la acidez me sube por el estómago, y se instala en la garganta,
una sensación de asfixia. Nada más por no perder el
viaje le pregunto el valor de un quemador de CD. El tipo mira el reloj
y por toda respuesta dice: “Es tarde y vamos a cerrar”. ¿Qué
se hace con semejante cretino? Nació sin cerebro. Podría
degollarlo. Me da la espalda y yo a ritmo pausado me retiro. El mundo
está cambiando, los burócratas nos invaden y algunos
vendedores todavía se resisten a reconocer que hoy por hoy
el cliente posee una condición sagrada, casi divina, es el
Santo Grial de la sociedad de libre mercado. Sin ir muy lejos el fin
de semana recién pasado me tocó uno de estos idiotas,
cavernícola, rebelde que también atendía de malas
ganas, casi sin mostrar interés, como haciendo un favor, gruñendo,
hastiado de responder a mis inquietudes. Yo andaba tras un celular
con cámara digital incorporada. Y él nada más
esperaba que le dijera una marca para cobrarme y envolverlo. Onda
dos cucharadas y a la papa. Menudo idiota. Le solicité que
al menos me mostrara los distintos modelos, me informara las diferencias
y que hiciera un análisis comparativo entre ellos. Me respondió
que no podía, ¡estaban bajo llave!. Consideré
seriamente ir donde su jefe y hacer que lo despidieran.
Me recordó ciertos doctores, cuando los consulto por alguna
dolencia lo primero que hacen es preguntar: ¿Qué enfermedad
cree usted que tiene? A veces pienso que están mal pagados
o trabajan demasiado. A uno le respondí: sucede que cancelo
la consulta para saber cual es el mal que según usted me aqueja.
Están convencidos que todo se reduce a pasarme la boleta. Si
uno no se avispa lo madrugan apenas pestañea. Cobran hasta
por decir la hora. Falta poco para que vendan el aire. Subo al piso
superior por una larga e interminable escalera mecánica. Un
aroma a café y almendras se esparce en el ambiente. El público
empieza a escasear. Algunas tiendan ya han cerrado. Aquel huevas trabajaba
en la sección de electrodomésticos y yo nada más
por cumplir, pensé llevar al matrimonio de mi hermano un presente
útil, algo que les sirviera en la cocina, no sé, una
exprimidora eléctrica o un sacacorchos automático. ¿Porqué
no busca usted mismo? respondió el palurdo, a punto de iniciar
un motín. Me sentí como un perfecto imbécil y
salí de allí maldiciendo. Bueno, ya está bien.
Acá no se puede andar desprevenido. Pero sucede que también
los hay así, seres a los que se les duerme la neurona y no
les importa ni su madre. Camada de ratas, algunos resentidos y otros
ineptos. Ante las puertas del cielo batirían la lengua como
locos, rogando una nueva oportunidad. Viven indignados contra todo..
Y, ya no existen, como ciertas estrellas de las que todavía
se percibe la luz, pero nada más. Y considerando que me he
gastado un dineral aquí, al menos deberían ponerle mi
nombre a una de estas galerías. Me complace sobre manera encontrar
un dependiente que demuestra una legítima vocación -un
vendedor o una vendedora-, informada y atenta, con quien se puede
pasar un buen rato enterándose de los más mínimos
detalles de cualquier mercancía, que revelan secretos, milímetro
a milímetro, y que recomienden un vellocino, o el amaranto
de una seda y que digan: “esto es seda y esto es imitación
seda”. Últimamente mis actividades sociales más entretenida
han ocurrido precisamente entre vendedores. Porque sucede que yo no
soy de los que compran en estampida y aspiran a llevarse -en un solo
acarreo- todo para la casa, como las legiones romanas o los conquistadores
españoles. Compradores compulsivos, arrean hasta con las ampolletas
del local, devorados por la ansiedad y la angustia, parecen responder
a un impulso eléctrico. Como si se lavaran el cerebro en smog
o tuvieran el corazón cortocircuitado. No, de ningún
modo, yo compro con altura de miras, dominando la lujuria y considerando
la eternidad. Aquello que es estrictamente necesario, juguetes de
la tecnología moderna que de pronto se vuelven indispensables.
Esto es para mí una actividad trascendente, con proyecciones
filosoficas, dedico horas y más horas al análisis y
el estudio pormenorizado de los avisos de publicidad y los catálogos,
vengo preparado, sé con nítida claridad lo que deseo
y no me enredo, formulando preguntitas ridículas, que hacen
perder el tiempo a los vendedores.
Por supuesto, no falta la oportunidad en que he podido observar gente
que no sabe lo que quiere, entran como por inercia, se pasean con
expresión estúpida, como si estuvieran en la vida por
accidente y en realidad anduvieran tras una secta religiosa, cazando
vinchucas o tras alguien que los madrugue, y se someten pasivos, eunucos
y culposos a los interrogatorios de los vendedores que al final terminan
encajándoles cualquier artefacto inservible. Después
llegan a sus casas pidiendo que les ayuden a bajar del taxi un enorme
paquete que en realidad no saben qué contiene ni para qué
lo compraron. Pobres seres abandonados de la mano de Dios. Meros coleccionistas
de folletos. Propensos a colaborar con asociaciones misantrópicas.
Engullidores de emparedados fabricados en serie: héroes inocentes
del tercer milenio.
Un aroma a mocachino y amareto mezclado con esencias de café
llega desde alguna parte. Al otro extremo del pasillo veo aparecer
un par de guardias de celeste que empiezan a pedirle a las personas
que se apresuren. Va siendo hora de cerrar el templo. ¿Me tendré
que ir sin comprar nada? Sería una lamentable pérdida
de tiempo. Esto me preocupa. Consumido por un sentimiento de inseguridad
camino junto a la baranda del segundo piso. Como si me fuera a quedar
sin estímulos para conciliar un buen sueño esta noche.
Siento los pies cansados y molidos. Por último podría
bajar y comer en un M’c-pato, salchichas con cerveza. Quizá
meterme al cine, para no perderlo todo. Un grupo de personas, con
aspecto de clase media, pasan parloteando y rebuznando, lucen el aspecto
inconfundible de los que tratan de parecer honrados. ¿Cual
será el propósito de esta gente con ojos atiborrados
y miradas suicidas?
De pronto la inmensa catedral se ha vaciado. Contra los cristales
del techo se oye el repicar de la lluvia. Me encuentro justo doblando
un recodo, cuando inesperadamente se abre una puerta. Es una tienda
de ropa de hombres. Esto es un milagro me digo. Y una muchacha de
abundante cabellera negra aleonada se dispone a salir. Nos miramos
a los ojos y ella sonríe cordial. Una linda sonrisa que resalta
el nácar de sus dientes. Siento el apetito, el deseo voraz
crecer en mis entrañas. Calmadamente, como un caballero le
pido que me disculpe, (lo más importante es contagiarle serenidad,
pienso aceleradamente) le explico que se me hizo tarde y necesito
comprar ropa con suma urgencia, en lo posible Armani, o, alguna otra
marca de buena confección. Ella mira su reloj pulsera, medita
unos segundos y dispuestísima responde: “todavía tengo
tiempo, adelante, pase y veamos qué le puedo ofrecer“. Voy
tras sus pisadas, exitado ante la inminente compra. Ella cierra la
puerta con llave, es evidente que no atenderá a nadie más.
“Llegó justo, justo” dice con voz cantarina. Aunque es menuda
tiene unas caderas fenomenales y un trasero redondito y empinado,
tan atractivo y elocuente que si yo fuera un albañil de la
construcción se lo habría acariciado sin pedir permiso.
De pie tras el mostrador, con un altivo gesto de barbilla y mirándome
a los ojos inquiere: “Y bien, qué desea”. Le cuento que estoy
invitado a un matrimonio y necesito un traje, color gris acero en
lo posible, o azul marino, talla 48. Lo digo con énfasis, con
audaz decisión, mostrando agresividad y con un tono de voz
que no deja ninguna duda de lo seguro que estoy de mí mismo.
Ella se estremece y comenta con un cierto aire de picardía:
“veo que sabe lo que quiere, eso me gusta, veamos creo que tengo exactamente
lo que anda buscando”.
Camina hasta un estante, corre una cortina y alzándose sobre
la punta de los pies retira un colgador. Lo pone sobre un mostrador,
corre el cierre de la envoltura y saca un traje de color oscuro, me
lo tiende y señalando con una mano hacia una puerta dice: “Adelante,
vaya y pruébeselo... Tome su tiempo, no se preocupe que yo
espero”. Recibo el traje, pensando rezarle una oración al santo
patrono de los compradores. La muchacha parece muy entretenida, algo
alegre y entusiasmada, como si también sus plegarias hubieran
sido oídas. El probador es amplio, con percheras para colgar
las prendas, un confortable sillón y un amplio espejo que baja
del techo al suelo. Un enjambre de ideas revolotea en mi mente, tengo
una imaginación estrictamente apropiada, me veo junto a la
muchacha arriba de un aeroplano cuyo motor ronronea como un gato satisfecho.
Sin preocuparme del tiempo me quito la ropa, la doblo y la cuelgo
ordenadamente. Después me ocupo de los nuevos ropajes. Es un
traje que cae elegante y otorga cierto aire de nobleza, confeccionado
con un paño superior, suave como piel de cachorro, y de hechura
ilustre, me hace parecer distinguido y como listo para bailar un vals.
Si en este momento me viera cualquier desconocido seguro me confundiría
con un gerente de banco, un embajador de una nación de esas
que tenían colonias o un ministro de estado. Abro entonces
la puerta y me muestro entero ante ella, preguntándole:
“Qué tal, cómo me veo?” Alcanzo a vislumbrar que al
otro lado de los cristales los pasillos del templo estan en penumbras,
comprendo que han apagado las luces. La muchacha vestida de blanco
y ligeramente sonrojada, como si la hubiera sorprendido pensando diabluras,
me dice: “¿Quiere que le diga la verdad?” Fascinado, viéndola
tejer en la mente como Penélope, imaginando el roce con la
suavidad de su cutis, deseándola desnuda le digo: “Por favor,
no vacile y ábrame su corazón”. “Pues -comenta, carraspeando
ligeramente- ese traje lo cambió por completo, parece otro
hombre, se ve fantástico”. Doy media vuelta y me contemplo
en el espejo, abro y cierro la chaqueta, considero la caída
del pantalón, pienso unos segundos antes de hacer el siguiente
comentario: “Parece que cerraron el templo” Ella mira hacia fuera,
suelta una risita insolente y responde:
- “El templo soy yo”
- “Que bien, digo. Señorita creo que me llevaré este
traje...”
- Excelente decisión.
- Pero me gustaría saber cuanto demoran en hacer las bastillas.
- Mmm -dice ella aproximándose, poniéndose de rodillas,
y prendiendo con alfileres el par de centímetros que habrá
que doblar- tres días, el sábado en la mañana
estaría listo.
- Claro, precisamente lo necesito el sábado en la tarde -informo,
tendiéndole la mano para ayudarla a incorporarse.
Me siento tan complacido con esta adquisición que mi energía
sexual empieza a desbordar. Ella se ha levantado y estamos juntos,
mirándonos, sin soltar su mano percibiendo el aroma a chanel
que emana de su cuerpo. En su pupilas fulgura un destello tonificamente
y desenfadado. De súbito siento el impulso de exclamar “Gracias
por el sol”, mientras contemplo su pecho palpitar a un ritmo tartamudeante.
Es una muchacha de uñas pintadas compruebo al mirar su mano
y girarla para besarle la palma húmeda. Tiene una cabellera
torrencial, esplendida y con un ligero y sutil aroma a cielo, a espacios
amplios, a esencia de lugar sagrado.
- ¿Está seguro? Inquiere ella, con un hilo de voz.
- Por supuesto, ¿o acaso le parezco dubitativo?
- Me encantan los hombres seguros, susurra empinándose con
los labios abiertos.
Beso su pelo, mis labios se deslizan por su frente, se detienen sobre
la punta de su naríz. Estoy completo, el traje me fascina pienso
al fundir mi boca con sus labios. Y la siento vibrar. Es lo último.
Por favor, hay que ponerse en mi lugar. Tenerla allí palpitante
entre mis brazos, aleteando como una alondra herida. Para describir
lo que vino me faltan palabras, fue como caer a un abismo de piel,
sudor y lucha por la vida. Un combate de sobrevivencia, lisa y llanamente
nadar en el aire, gemir de éxtasis, y dejarse acorralar en
el Reino de la pocesión. Abrasados y sin dejar de besarnos
retrocedimos hacia la sala de ventas. Ella no sé dónde,
no sé como, de pronto presionó un botón y apagó
la luz principal, quedamos bañados por una penumbra violácea
que brotaba de las cornizas. Afuera, al otro lado del cristal pasaron
dos guardias, y uno decía: “Una empresa floreciente que se
hunde” El otro caminaba serio, mirando hacia todos lados en actitud
vigilante. Siguieron de largo, no nos vieron, ni siquiera sospecharon
nuestra presencia. Entonces ella, con decididos y veloces movimientos,
se arremangó la falda hasta las caderas, se sacó los
calzones y sentándose en un mostrador con cristales que abajo
mostraban corbatas, cajas de pañuelos y calcetines, me pidió
con voz enronquecida y trémula: “Ven y cógeme”
Yo, turbio de deseo, avancé hacia ella, me introduje entre
sus piernas abriendola más, cogiéndola por las nalgas
la subí unos milímetros y de un solo envión penetré
en su gruta mojada que como la boca desesperada de un reptil me tragó
hacia adentro. Iniciamos un baile perturbador que se prolongó
a lo largo de la noche. “De acá ya no podemos salir” informó
ella en una pausa “Se han activado los sistemas de seguridad y si
abrimos la puerta que da al pasillo sonarán las alarmas, llegará
la policía y pasaremos un mal rato, explicando porqué
estamos aquí” Hay que imaginarse lo que es eso, pasar la noche
en un mall, en una majestuosa catedral, entera para nosotros,
encerrados y tirando toda la noche. Que desmadre. De puro contento
hubiera llorado. Jugando a soplarnos las orejas, probándome
chaquetas sublimes, era de no creerlo.
Toda una noche prisionero en aquella sublime materia de lujo, rodeado
de un silencio sagrado, enredando nuestros cuerpos en el sofá
de cuero crudo, en la minúscula oficinita interior, liberando
la gloriosa lujuria, rodando por el poncho de castilla que ella tendió
sobre el piso. Era como estar en una casa de cristal, sumidos en una
reluciente penumbra, con toda esa vasta arquitectura a nuestra total
disposición.
En un instante de intimidad, yaciendo desnudos y sudorosos sobre
el poncho sumamente oloroso y elegante, temblando ella me hizo una
confidencia; desde que había instalado la tienda y empezó
a conocer gente, la inmensa variedad de especímenes que existen,
su sueño ideal era hacer el amor -algún día-
con el cliente perfecto. Aquel que sabe exactamente lo que quiere
y lo compra sin dudas. Sin titubear. Sin preocupaciones religiosas
o ideológicas, sin inseguridades abrasadoras que le calcinen
las entrañas, sin preocuparse de lo que piensen los demás
o lo que pueda estar sucediendo en otra parte del mundo por horripilante
que sea. Sin ambigüedad en la mirada, sin temores, y sobre todo
sin culpa. Hacer el amor bien hecho con un hombre que no sintiera
culpa, ésa era su quimera. Uno que entra y dice: “esto quiero”.
Y lo señala con el índice extendido. Alguien así.
Perfecto. De sólo imaginarlo, le producía orgasmos.
Entonces intuí con meridiana claridad que ahí se cerraba
un círculo, y clavando mi mirada en sus ojos de pantera celestial
yo también confesé que mi única aspiración
en la vida era ser un buen cliente.
Jorge
Calvo, (1952) nacido en Chile. Sus cuentos han sido incorporados
a numerosas antologías tanto en el país como en el extranjero.
Ha publicado el volumen de cuentos No queda tiempo (1985) y la novela
La partida (1991) ambos traducidos al sueco donde obtuvo la Beca literaria
de la fundación “Klas de Vylder” para autores extranjeros.
En el año 2003 Ediciones Foro Nórdico publicó
el volumen de cuentos Fin de la Inocencia (Premio Municipal de Santiago
de Chile, 2004).