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Su maldito veneno

Javier Campos

Cuando llegamos  a las dos de la mañana al hotel luego de la fiesta que nos dieron los amigos en El Salvador,  siete horas antes de tomar el avión, uno del grupo  me preguntó si estaba bien. Sí, le dije, pero con mucho sueño. Quería contarme algo que había vivido la noche del jueves anterior en un bar cerca del hotel. No sé por qué le dije que sí. Quizás no quería volver solo al cuarto y ver las maletas listas para regresar a una casa vacía.  Escuchar a alguien me ayudaría a no pensar en aquel email que había recibido al medio día de ayer porque ya eran las dos de la madrugada del día lunes. Aún estaba semidormido. Y con el sueño en mi cabeza sin saber si era realidad o no aquella parada en el Club Silencio. Le pregunté si habíamos pasado mucho tiempo en el Club Silencio. ¿Qué Club Silencio? me preguntó. Después de  la fiesta que nos dieron en una casa cerca del mirador en la montaña nos regresamos directo al hotel a la una de la madrugada y a cien kilómetros por hora. Ah, dije. ¿Pues qué es lo que te pasó el jueves pasado? Aquí a cinco cuadras del hotel existe un bar donde hay muchas mujeres muy jóvenes.  Puedes bailar o tomarte algo y luego lo que sea. ¿Qué es eso lo que sea? pregunté con toda ingenuidad. Pues meterse a la cama con alguna de ellas. Allí tienen unos cuartos que les arriendan a las mujeres y tú le pagas a ella y la muchacha paga al dueño del bar. El lugar tiene una pista de baile. Bueno yo me fui a caminar el jueves  como a las dos de la mañana por allí pues el dato me lo dio uno que trabaja en este hotel. Y me metí en el bar. Cobraban tres dólares por la entrada y derecho a un ron con coca-cola. Yo no soy interesado en el baile aunque mis padres son colombianos que emigraron a Nueva York. Más bien me gusta mirar. Y me quedé sentado contemplando la pista de baile y también a varias muchachas muy jóvenes. Yo vi poca gente, eso me parecía. No pedí ningún trago. Quise esperar un rato. De repente vi que una muchacha sacaba a bailar a una mujer rubia joven como ella. No me fijé que esa mujer estaba sola en una mesa tomando una cerveza. Llevaba un vestido negro muy corto, ajustado, partido desde la cintura hasta la mitad de la pierna. Una camisa de verano color vino. Su piel era demasiado blanca. Su cuerpo muy bello. Tenía colgada en su mano una pequeña cámara digital que después volvió a dejar en la mesa donde estaba sentada. Era extraño que no estuviera bronceada porque aquí en El salvador siempre hay sol. Quizás venía llegando al país, pero estaba sola como si no le importara donde estaba y menos si eran  las dos de la mañana en un lugar que hasta podrían matarla. Me dijo el del hotel que no me recomendaba ir solo por las calles a esa hora en El Salvador. Podía llegarme por casualidad un balazo perdido de alguna mara o yo podría ser un blanco perfecto para que un marero me matara y él se tatuara una lágrima bajo del párpado o en la mejilla. Mientras me contaba eso volví a escuchar la palabra “mara”  y comencé a comprender un poco de lo que hablaban los amigos salvadoreños en el carro cuando íbamos a la fiesta pero no lo interrumpí y continuó con su historia. Entonces la mujer joven que la sacó a bailar era morena. Se veía  muy bella  pues las luces blancas caían  sobre su cuerpo y sobre el de la muchacha rubia. Tenía tatuado en su hombro una M y el número trece. Yo no sé hasta ahora si eso significa algo pero comenzaron a bailar muy juntas como si se conocieran por mucho tiempo.  Yo no podía apartar la mirada de esa escena. Parecía un sueño o algo irreal que no había visto en ningún bar de Nueva York porque allá todo es más controlado y en una situación como esa habría venido uno de seguridad del bar y las saca de la pista. Pero aquí parecía todo permitido. En un momento la mujer rubia se dejó besar en el cuello por la mujer tatuada. Luego en los hombros y luego en la boca. Le pasaba la lengua por los ojos y luego se la ponía en la boca como si quisiera entrar en su cuerpo. La mujer rubia le puso la mano entre las piernas a la mujer tatuada que también  llevaba una falda muy corta y luego movía la mano. La comenzó a masturbar debajo del calzón en medio de la pista mientras bailaban casi en cámara lenta  una música parecida a un tango. Era un tango porque había un acordeón que dominada entre los instrumentos. Es tango bachata y el grupo que la canta se llama Aventura, dijo una voz de alguna parte. Era la de un hombre muy viejo que estaba hundido detrás del mesón. Apenas podía ver su cara que era muy arrugada, vieja y deforme. Quizás fuera enano me dije. El canturreaba lo que cantaba el grupo, “Por su maldito veneno/ esto se va a poner feo/ y ya verán lo que haré/ voy a jugarme con fuego…Cómo puede ser tan bella/ y a la vez envenenarme/con su dosis de miel”.De repente alguien se sentó a mi lado. Era una mujer extremadamente bella. Quizás tuviera 18 años. Me dijo que se llamaba Lorena. Que estudiaba en la universidad pero trabajaba algunas noches aquí. Yo no supe qué decir porque sin preguntar mi nombre ni nada comenzó a contarme por qué estaba allí. Además me dijo que había emigrado desde Nicaragua hace seis meses. Pero algo no tenía sentido eso que estudiaba en la universidad y luego que estaba ilegal en El Salvador y trabajaba en este bar prostíbulo. ¿Te gusta la canción?  Me dijo si quería bailarla. Es tango bachata. Y se apegó a mi cuerpo. Luego podemos ir a mi cuarto por diez dólares la hora. El enano viejo detrás del mostrador seguía canturreando la canción que bailaban las dos mujeres en la pista “Voy a jugarme con fuego/ a derretir este hielo/ no moriré/ por una mujer”. Todo era para mí algo que no había experimentado nunca y no sabía qué hacer. Tampoco ella parecía querer sacarme el dinero que llevaba que eran treinta dólares y lo único que tenía en el bolsillo. Bailemos solamente, me dijo al oído sacándome del asiento. La que tiene el tatuaje es amiga mía señalándome  la pareja que aún bailaba en la pista. Todo parecía muy raro porque no se veía a nadie. Ni siquiera al que trabajaba en el mesón preguntando si quería tomar algo. Parecía un lugar de nadie con muchachas que aparecían y desaparecían solas entre las sombras del bar. Muchas mujeres jóvenes había en ese lugar como si fuera una casa donde solo vivían muchachas adolescentes. Mi amiga del tatuaje cobra cien dólares si quieres acostarte con ella. Tiene 17 años. Pero solamente te permite estar desnudo junto a ella que también se desnudará. No te permite tocarla sino contemplarla. Si intentas tocarla te matará. Eso es el contrato.  Muchos hombres lo hacen sólo por sentir el peligro a la muerte que produce el casi contacto físico con su cuerpo. Atrae a muchos hombres, especialmente los sábados, que vienen en busca de emociones fuertes.  Su cuerpo es tan bello que no puedes imaginártelo cuando se desnuda. ¿Y por qué entonces no mata a la mujer rubia que baila con ella pues la está masturbando?  le pregunté. Ella elige con quien bailar y quien la toque. La mujer rubia no sabe lo que te acabo de contar. ¿Entonces la matará si luego se va con ella a un cuarto y están solas? Es posible. Dependerá del ánimo de ella. ¿Cómo se llama? , le pregunté. Rosario Tijeras, me contestó. Raro el apellido, le dije. Sí pues, me respondió. ¿Entonces bailamos? Me volvió a preguntar. No sé, le dije. Es que nunca he bailado este tipo de música aunque soy colombiano pero nacido en Nueva York. Ah, me respondió. Fue un “ah” que podía significar muchas cosas pero no quise preguntar nada más. Ven, yo te enseño, y me arrastró a la pista. Sentía miedo y placer al mismo tiempo. Luego de que me contara lo de Rosario Tijeras sentía un pavor estar cerca de ella por muy bella que fuera o tocar su brazo desnudo. Ni siquiera mirarla. Bailemos más lejos de ellas, le dije. Y Lorena se rió y se apegó a mi cuerpo con placer bailando el tango bachata. Ella no te matará porque es mi amiga me dijo con una sonrisa. Creo que lo decía en serio. Seguimos bailando y comencé a sentir un placer muy fuerte pues Lorena era también muy bella y joven. Unos treinta  años más joven que yo. Sé que eso jamás me pasaría en Nueva York pero aquí era otro mundo todo lo que estaba viendo. De repente no vi más a la mujer rubia y a Rosario Tijeras. Habían desaparecido como si yo me hubiera imaginado toda esa escena. Lorena dijo que iba al baño y que no me fuera. Me fui a sentar al bar y otra vez vi que el lugar parecía desierto. Luego pasaban muchas mujeres muy jóvenes que desaparecían entre la oscuridad del bar. Esperé media hora y Lorena no apareció. Eran las cuatro de la mañana vi en mi reloj. Había estado dos horas en ese lugar. De repente apareció otra vez el hombre muy viejo desde debajo del mesón. Me dijo que iba a cerrar el bar y que esa noche no había venido nadie. Solamente Ud., me dijo. Es el único que ha estado todo el tiempo sentado mirando la pista vacía. Ni siquiera ha tomado nada. Yo me quedé dormido por dos horas y Ud. todavía está aquí. Eso quería contarte, me dijo mi compañero dando por terminada su historia allí en el lobby del hotel de cinco estrellas. Eran las tres de la mañana. No sé qué decirte, le dije. Lo único que se me ocurrió. No tenía ganas tampoco de analizar su historia que apenas escuché pues yo tenía mi propio drama por dentro. No le dije nada más y el parecía hipnotizado mirando un cartel de turismo pegado en el lobby que decía “Visite la isla de Ometepe en Nicaragua”.

 

Javier Campos.  Escritor. Fragmento de novela inédita de distinto nombre.


 

 

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