TU CORAZÓN
Javier Campos
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La milonga comenzaría a las 10 de la noche. Era un día sábado y tenía bastante tiempo para tomar un baño de dos horas. Luego por treinta minutos una ducha tibia. Y entonces vestirse. Aún no sabía qué vestido se pondría. Quizás uno rojo o negro o azul. Los zapatos serían sin duda los nuevos, los de color rojo y negro, hechos en Colombia. ¿Iría él a la milonga? ¿Querría bailar con ella? Miró por la ventana de su noveno piso de Manhattan. Era un pequeño apartamento pero con una vista al puente de Brooklyn. Ese puente que veía cada mañana al despertarse tomando un café en camisa de seda blanca y transparente. La imagen del puente le traía muchas imágenes de países lejanos siempre comunicados por algún puente que cruzar. Los que dejaban atrás pueblos por buscar otra vida. O los que venían a vivir a un nuevo lugar. O los que regresaban al lugar de origen para morir. ¿Hace cuánto tiempo que vivía en Manhattan? Quizás diez años. Pero nada de eso sabía aquel hombre que la sacó a bailar en la última milonga contándole una breve historia, en ese momento veloz cuando las parejas esperan el segundo o tercer tango para volver a bailar. Dijo que su casa estaba cerca de un puente en el sur del planeta. Mencionó parece un pueblo pero ella luego no recordó ni siquiera la primera silaba. El hombre le dijo que cuando era joven vivía una temporada entre dos países. Pero a ella le gustó que mencionara al pasar aquel puente lejano, misterioso, como también lo era el Brooklyn tan cerca de su ventana. “Puentes, puentes”, pronunció en su lengua nativa que no era el inglés y se propuso poner el agua en la tina para su largo baño perfumado que le recordaría su infancia en Osaka.
Le gustaba escuchar tango mientras tomaba el baño porque le hacia cerrar los ojos, cubierta por la espuma y los aromas de flores diversas que iban empañando el espejo ovalado que cubría toda la puerta del baño. Siempre ponía el mismo tango porque sentía que esa melodía la embriagaba de algo que no podía describir. No entendía la letra pero quizás intuía la atmosfera de esa musicalidad que le hacia cerrar los ojos, soñando en un país lejano, su país. Por entre una neblina caliente se escuchaba la música y la letra del tango que se llamaba “Tu corazón”. Dicen que tu pasión me alucina, hablan que nuestro amor es prohibido, dicen que vos desviaste mi vida, tu corazón es el incendio donde yo quemé mi vida y mi ilusión. Hablan que si te adoro, me engaño. Oh tu corazón que puede más que yo, que vence a mi razón, que va donde tú vas, ya para que negar si todo está en tu corazón.
Sí, cuando la vio entrar con su vestido rojo esperó que se pusiera los zapatos de baile y avanzó como si fuera invisible porque nadie vio al hombre que pasó sigiloso por entre los que bailaban en la pista. Esperó que alzara la cabeza y la invitó a bailar el segundo tango. La música seguía y llegaba desde el living donde se repetía una y otra vez la melodía. La neblina del baño había llegado al ventanal de donde se veían ahora las primeras luces de las ocho de la noche. Miles de luces de carros iban y venían por el puente. Le sonrió y se levantó. El le tomó la mano y la llevó a la pista. Le sonrió amable y se acercó a su pecho. El hizo un leve movimiento girándola para caminar. La fragancia del baño caliente la había relajado tanto que apoyó su cabeza sobre la tina mientras escuchaba la melodía que venía del otro cuarto. El sintió el mismo aroma cuando tocó su frente, levemente, con sus labios. También cuando con su mano sintió la larga cabellera negra. Estaba húmeda. Mientras tenía los ojos cerrados recordaba algún momento de su infancia, un árbol de duraznos en un verano en Osaka. Un puente.
Dijo que quería sentarse por un momento porque la correa del zapato rojo y negro estaba suelto. El la acompañó a la mesa y esperó que arreglara su zapato. Pudo contemplar su hermoso vestido negro semiabierto en un costado. Vio en segundos su hermosa pierna desnuda, parecía del color del mármol que contrastaba con su vestido. Ella finalmente abrió los ojos y en el living seguía la música. Se levantó de la tina y puso su pierna color del mármol en la alfombra del baño. Completamente desnuda limpió un poco el espejo empañado del vapor caliente. Se miró varios minutos mientras seguía la música desde su otro cuarto. Finalmente le dijo al hombre que ahora estaba bien. Y volvieron a la pista. Al poner suavemente su mano en la espalda de ella, la sintió húmeda, ardiente. Como el fuego. Como un corazón en llamas.
Javier Campos. Poeta, narrador. Esta historia es parte de un libro en preparación, de cuentos breves sobre tango.