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Tus besos fueron míos
Javier Campos
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Siempre en Cuba quiso bailar tango pero en la isla no existían lugares de tango. O si existían él no tenía idea. No se vendían discos de tango o si se vendían eran en pesos convertibles. Tampoco la radio transmitía nada. Se hablaba de Argentina cuando aparecía Maradona quien era muy amigo de Fidel Castro. Entonces se mostraban imágenes de aquel país. O cuando a una doctora famosa, de origen argentino, no la dejaron salir de la isla por orden de Fidel también se habló un poco más de Argentina. O cuando la presidenta, amiga de Hugo Chávez y de los hermanos Castro, visitó Cuba también apareció un largo reportaje sobre Argentina en la TV cubana o en la primera página del Granma. Esa vez rápidamente él vio sólo por 5 minutos, cuando hicieron referencia a la emigración italiana en Buenos Aires, a una pareja bailando un tango pero no fue un baile completo. Sin embargo le quedó en la memoria una cierta idea de cómo se bailaba el auténtico tango argentino.
Visitó muchas veces la biblioteca José Martí en Habana y allí había información pero más bien era escrita. Él quería escuchar tango. Bailarlo más que leer el contexto histórico de esa música. Simplemente no había nada o él no encontró nada. Sólo poseía un viejo casete que una vez un turista argentino, más bien era un poeta turista que pasó por la Habana, se lo dejó de regalo. Pero era difícil escucharlo porque no tenía ningún aparato en que poner ese casete con música de Astor Piazzola. Ni menos tenía acceso a YouTube para ver cientos de videos de bailarines de tango. Era impensable pasar dos horas pegado a internet pues él no tenía ningún acceso a esa tecnología en la isla que le parecía de ciencia ficción en pleno enero de 2013.
Una vez pasaron en la televisión una película con Carlos Gardel pero luego nunca más ninguna otra película sobre tango. Soñaba con bailar tango como otros soñaban en la isla con recorrer otras partes del mundo. A veces hacia movimientos intentando bailar esa música cuando podía pedir prestado un toca casetes. Pero eran sólo pasos de ciego, se decía a sí mismo. Estoy bailando una música en una isla abandonada por el mundo que está perdida en medio del océano. Le gustaba repetir eso y lo encontraba divertido. Otros del barrio donde él vivía también pensaban que esa frase era original pero podría traerle problemas si andaba repitiéndola en voz alta, le dijo un vecino cuando hacían cola para retirar algunos productos de la libreta de abastecimiento que daba gratis el gobierno a todos los ciudadanos. Y dejó de repetirla. Mientras hacía cola para retirar su cuota de arroz, frijoles o quizás algo de carne, intentaba hacer movimientos como aún recordaba de esa pareja de bailadores en aquel reportaje sobre Argentina cuando visitó la isla la presidenta. En la cola nadie se inmutaba por nada ni menos que alguien intentara bailar, mirara a un lugar indefinido o buscara el mar fijando la mirada hacia El Malecón, o todos se quejaran del calor sofocante. Pero sí despertaban todos cuando la cola no avanzaba por media hora y entonces comenzaba lo mejor del cubano. Quejas de esto y lo otro. Pero él seguía en lo suyo: intentar pasos de tango. Era con lo único que soñaba despierto. Parecía que hasta podía soportar el hambre por dos días.
Era joven, alto y delgado. Pelo oscuro, ensortijado. Su madre decía que era un muchacho atractivo pero que eso de querer bailar tango era una chifladura en una isla donde muchos tenían otros sueños más reales y concretos. Sueños del futuro, repetía su madre. Él la dejaba hablar porque la quería mucho. No la contradecía en nada sino que sonreía mientras comía sus frijoles con arroz al almuerzo. Dicen que el gobierno dejará que emigremos o salgamos del país la próxima semana. Lo dice hoy el Granma. Eso le dijo a su madre mientras ella lo miraba comer su arroz con frijoles negros. Lo miró con mucha ternura. Luego se levantó de su silla para poner agua a su vaso y dijo, mirando el mar por la ventana, hacia a un punto muy lejano, Ay hijo, ojalá regreses algún día.
Era cierto, el lunes 14 de enero de 2013 el gobierno cubano oficialmente anunciaba que los que quisieran emigrar podrían hacerlo a partir de ese mismo día y desde las dos de la tarde en ciertas oficinas del gobierno. Primero se daría permiso oficial, pero no a todos (ese era un obstáculo que nadie sabía cómo interpretarse). Luego podrían con ese permiso iniciar trámites para sacar pasaporte. Luego podría cada persona, por su propia cuenta, pedir visa en las embajadas que ellos quisieran recibir (ese era el segundo gran obstáculo). Los que se fueran de Cuba podrían regresar cuando quisieran (ese era una buena noticia porque se pensaba antes que con esa Ley todos los que dejaban Cuban se irían como desterrados de su propio país). Esta última disposición, para su madre, fue como una bendición. Su hijo regresaría a visitarla si salía de Cuba.
Le dieron permiso de salida. Había juntado dinero por varios años sacrificando tantas cosas, incluso comer menos de lo necesario cada día, y con eso pagó los trámites de pasaporte que era la dolorosa suma de 100 dólares, casi el sueldo de todo un año para la gente de la isla. El asunto que en tres meses estaba instalado en Manhattan. Cómo llegó aquí es algo que él no quería contar a nadie todavía. Averiguó más temprano que tarde los lugares de milongas y dónde se ofrecían clases. Otro pariente cubano lo dejó vivir en su apartamento hasta cuando quisiera y le buscó un trabajo de mesero en un restaurante puertorriqueño. En un mes, increíble para muchos, ya bailaba tango mejor que un principiante que había pasado un año tomado clases tres veces a la semana. Él podía tomar sólo dos horas de clase a la semana con José, un argentino que lo acogió como si fuera su propio hermano y le cobró la mitad del precio pero luego lo dejó tomar clases gratis porque sentía compasión por el cubano cuando supo cómo había salido de la isla. Él le contó a José que le gustaba Maradona, que sabía sobre el barrio La Boca, Palermo, San Telmo, etc. José era muy sentimental, como el mismo tango pensaba luego el cubano.
Pero fue bailando por primera vez el tango Tu corazón, interpretado por la orquesta de Alfredo De Angelis, un jueves en la noche, en su primera milonga en La Nacional, deseada por tantos años mientras caminada por El Malecón de la Habana, imaginando pasos de tango o inventándoselos, cuando su vida daría un vuelco impresionante que él ni siquiera había imaginado. Nunca pensó que aquella canción casi lo trastornaría mentalmente durante todo el invierno de Manhattan, especialmente los días de nieve en febrero y marzo. Lo que no había hecho la vida dura y las privaciones en Cuba lo hizo aquella letra de canción unida a la primera mujer de otra parte lejana del planeta porque en la isla nunca conoció ni de vista a una mujer japonesa. Todo empezó cuando vio a aquella hermosa bailarina de ese país tan diferente al suyo que le pidió en inglés (lengua que él apenas entendía) bailar aquel tango y él, casi sin poder decir ninguna palabra, la tomó de la mano llevándola hacia la pista de baile. Pasó esos dos meses del invierno neoyorquino repitiendo en su cabeza la letra de aquella canción. Su primer tango en Manhattan con esa bella mujer que le pidió bailar como si lo conociera de toda la vida: Dicen que tu pasión me alucina, hablan que nuestro amor es prohibido, dicen que vos desviaste mi vida, tu corazón es el incendio donde yo quemé mi vida y mi ilusión. Hablan que si te adoro, me engaño. Oh tu corazón que puede más que yo, que vence a mi razón, que va donde tú vas, ya para que negar si todo está en tu corazón.
Fue el mesero, a través de José, el profesor de tango, quien sabía con detalles cómo el cubano había salido de la isla en un peregrinaje insólito y peligroso. Como el mesero no se callada lo que oía pues era dado en llevar y traer historias de los que iban a bailar en ese restaurante, le contó todo el cuento al DJ “Che Arturo” y el DJ fue el celestino por pura casualidad para que aquella bella mujer asiática se interesara en bailar con el cubano. Luego el DJ iría a lamentar hasta las lágrimas haber cometido la imprudencia de contar la historia del cubano a la bailarina porque ¨Che Arturo¨ soñaba en silencio tenerla retenida en sus brazos para siempre pero era el maldito desequilibrio que le impedía ese sueño escondido. Se angustiaba que un DJ no supiera bailar tango y eso para algunos expertos en tango, especialmente argentinos que pasaban por el restaurante, les parecía incomprensible pero luego decían que en Nueva York a nadie le importaba. A lo mejor por eso “Che Arturo” no se quedó a vivir en Buenos Aires por esa deficiencia y que en Estado Unidos o Europa un DJ de tango que no supiera bailar a nadie le importaba un carajo. Él se decía a sí mismo, “en el país de los ciegos el tuerto es rey” y con eso se quedaba contento por un tiempo.
Lo que le contó “Che Arturo” en inglés a la bailarina en apenas nueve minutos cerca del baño mientras los demás bailaban la tanda de cuatro tangos que en total eran dos minutos y medio cada canción fue lo siguiente y que parece alteró un poco la historia que ya venía alterada como se la contó el mesero y éste la había escuchado de José. Y como había un poco de ruido en el pasillo probablemente la bella bailarina japonesa entendió otras cosas distintas a como las relató el DJ. La hermosa mujer parecía tener un fuerte acento al hablar inglés como decía el mesero así que si el cubano hubiera escuchado todas las versiones de su peregrinaje desde Habana a Nueva York probablemente se habría reído mucho y no habría dicho nada para dejar su historia de esa manera que parecía una película de James Bond. El cubano era un ser divertido y con un humor poco visto por Manhattan decía el mesero. Pero también el cubano tenía en un lado de su corazón esa tristeza de los que dejan su país más esa sentimentalidad cursi o no que hay en todos los boleros. Y los boleros no se habían inventado en Argentina sino en Cuba. Luego de tener el permiso para viajar y el pasaporte que le costó cerca de 100 dólares, comenzó el relato “Che Arturo” en el pasillo, el cubano tenía que buscar alguna visa de algún país que lo admitiera entrar. Eso sí que era difícil. Le daban la libertad de viajar pero nadie sabía a qué país pues nadie tenía claro para dónde partir. Sólo querían salir de la isla con un angustiado deseo de saber cómo era la vida más allá de ese pedazo de tierra, realmente aislado por cinco décadas, impidiéndoles viajar. Como él, muchos habían vendido sus posesiones. Hasta casas, muebles, utensilios de cocina, ropa, algunos vendían un viejo auto de los años 50 que aún se movía. Se desprendían de todo como para no regresar nunca más a su propia tierra de origen. Todo eso lo hacían para juntar el dinero para pagar el alto costo del pasaporte que extrañamente ahora el gobierno había alzado el precio a casi un cien por ciento más caro, pero también para usar aquel poquito dinero en el nuevo país que nadie tenía idead cuál podría ser. Era una autorización oficial del gobierno pero también había cierta crueldad pues nadie sabía para donde partir realmente y qué hacer en el nuevo lugar. El pasó dos semanas golpeando embajadas pidiendo visa pero nada. Silencio absoluto.
Luego de tres semanas sin saber para qué le servía el nuevo pasaporte y el permiso de irse de Cuba, mientras su madre le decía que algo ya saldría, pasó horas sentado en El Malecón contemplando el mar, viendo entrar o salir algún barco. De repente dio un salto como si hubiera tocado un cable eléctrico porque recién se le ocurría una idea de tanto mirar entrar y salir barcos en el puerto de Habana (esto parece que lo agregó el mesero a la historia que le contó José y luego se la contó al DJ para darle un carácter de thriller). En una bolsa de plástico metió su pasaporte nuevo, los únicos ochenta dólares extras que tenía, una foto de su madre, un cepillo de dientes bien gastado, una libreta con tres o cuatro direcciones y nombres de orquestas de tango, una novela del escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez, un sándwich de jamón y queso, y finalmente la ropa que llevaba puesta menos los calzoncillos. Luego de haber calculado todo mirando por varios días en El Malecón, a eso de las dos de la mañana, se lanzó al agua y nadó hacia el barco de bandera China. ¿Cómo se subió al barco chino?
Por pura casualidad dos días antes conoció a un nicaragüense que recorría la Habana Vieja y caminó por El Malecón sentándose al lado del cubano. No pasó ni un minuto y se pusieron a conversar. El nicaragüense trabajaba en el barco chino y también hacia de traductor al capitán, especialmente en tierras latinoamericanas. El nicaragüense escuchó toda la historia y sin pensarlo mucho le dijo que en dos noches más se fuera nadando al barco por el lado oculto al embarcadero y él pondría una escalera. Lo metería luego en alguna parte y que de eso no se preocupara. De Habana iban directo a Halifax, Canadá, y allí podría dejarlo. Le daría una dirección de una hermana llamada Mecker en Montreal, frontera con Estados Unidos. El plan resultó mejor que una película de James Bond (otro agregado del mesero a la historia) pues no hubo ningún obstáculo. Esa noche que nadó al barco pareció que la policía cubana había desaparecido del puerto o ellos mismos ayudaban a que se fueran de la isla, cosa bien curiosa que jamás habría ocurrido antes de la ley de emigración dictada el 14 de enero de 2013. El nicaragüense había peleado junto a los sandinistas cuando sólo tenía trece años. Había sido entrenado por asesores militares cubanos en Managua, pero luego se decepcionó de esa revolución y se fue del país. Por eso ayudó al cubano como si fuera una misión secreta y él mismo arregló todo el plan minuciosamente para que fuera perfecto y pudiera salir de la isla.
Al llegar a Montreal se quedó una semana en casa de Mecker quien era muy diferente a su hermano, principalmente en el color de la piel. Mecker parecía escandinava o rusa. Pero el cubano no preguntó nada. Ella estudiaba medicina. Vivía con otras estudiantes pero lo dejaron dormir en un sillón. Pasó toda una noche hablándoles de Cuba y de su viaje, también sobre el tango y el deseo de ir a Manhattan donde parece tenía un pariente que trabajaba en un restaurante puertorriqueño. Un cubano que quiere bailar tango, decían todas riéndose pues tenían la idea que los cubanos sólo bailaban salsa y música tropical. Mecker que era muy sentimental averiguó cómo podría ayudar para que él cruzara la frontera de Montreal hacia el estado de Nueva York. Fue su hermano que se lo sugirió por email, “lo metemos escondido en un camión de productos chinos que cruzan constantemente desde Montreal hacia Manhattan”. Así fue como entre cajas que iban a las tiendas de Wal-Mart es como llegó a Manhattan y de allí a trabajar de cocinero en ese restaurante puertorriqueño. Al llegar a Manhattan pidió asilo político por ser cubano y arreglo rápidamente su situación legal, hasta le dieron permiso para trabajar a partir del día siguiente y en un año le darían la residencia permanente.
De esa manera llegó la historia, más o menos tergiversada por el mesero, a los oídos de la bailarina japonesa. Y fue por esa historia (historia bastante exótica para ella) que quiso enseñarle a bailar tango o practicar con él. Y por eso que su primer tango que bailó en Manhattan llamado Tu corazón (un día jueves de invierno mientras afuera caía mucha nieve ) iba a ser como una flecha dulce pero casi mortal que ella, con sus bellos ojos rasgados, su silueta esbelta, delgada y muy sensual, más todo el misterio del lejano oriente, que el cubano no tenía la más mínima idea que eso existiera, se convertiría en la más bella red donde fue a caer inocentemente desde los primeros meses en Manhattan, luego en Buenos Aires y finalmente en Paris. No sólo iba a conocer otro placer, sino que sufriría de amor, atrapado en ella, los meses de febrero y marzo. Los meses del invierno más frio de que se tuviera memoria en Manhattan, incluida una terrible tormenta llamada “Sandy”. Fue entonces cuando entendió mucho mejor lo que era el tango, pero para eso tuvo que salir de su isla llamada Cuba. “Si nunca sales de tu país” -le dijo una noche “Che Arturo”- “es lo mismo que ver en películas o leer libros cómo es el cuerpo de una mujer pero sos un boludo si no buscas la experiencia de tocar con tus dedos reales ese cuerpo, pasar tus mano por sus piernas, o que ella te murmure sensualmente al oído en otra lengua”. “Che Arturo” filosofaba sacando ideas, arreglándolas a su manera, reinterpretándolas, o finalmente inventando nuevas letras de tango de las miles de letras que se sabía de memoria o de su propia vida personal bastante machista y un poco frustrada, comentaba el mesero cuando el cubano le contó la teoría del DJ sobre qué pasaba si uno no viajaba por el mundo o no dejaba la isla donde vivía. Luego “Che Arturo” iría a lamentar para siempre haberle comenzado a dar consejos al cubano.
“Jisus, voy Buenos Aires” le dijo la mujer japonesa a Jesús, el cubano, tres semanas después de pasar la súper tormenta “Sandy” por Manhattan, a fines de febrero o comienzos de marzo. Así se llamaba el cubano pero la mujer asiática no podía pronunciarlo bien y le decía “Jisus”. El mesero se reía mucho de la pronunciación y también el DJ que luego de un accidente de la milonga de fin de año se sentía mucho mejor. “Sí Jisus, voy Buenos Aires fin de marzo adelante”. Así lo decía en su español muy elemental y atravesado. A Jesús (o a Jisus) no le preocupaba que le cambiaran el nombre porque él tenía mucho sentido de humor y fue el primero que casi se fue al suelo riéndose cuando oyó a la mujer asiática pronunciar su sagrado nombre. Ya se había dado cuenta que en este país los nombres eran pronunciados de las más extrañas maneras. Pensó en varios nombres de amigos y parientes cubanos cuyos nombres ni siquiera los usaban en otros países hispanos como Iluminada, Viensay, Elimel, Yarelis, Yurima, Yohanka, Yuleisis, Odlanier, Aledmys o Yoandry. Se reía solo si le dijera que su medio hermano se llamaba Yoandry y su madre Iluminada. Luego de la risa, a Jesús, le vino una tristeza por dentro que no se le notaba en su cara ni en sus ojos. Pero la mujer asiática tenía un fino instinto como si tuviera un radar de otro mundo para captar lo que se movía dentro del corazón de la gente. Y antes que Jesús dijera algo, ella le dijo al oído, mientras bailaban un viernes en la noche, pero se lo dijo lentamente ahora en inglés, “vamos juntos”. Jesús no entendió la frase o porque aún le costaba entender inglés o porque el susurro de ella en su oído casi lo dejaba mareado, o con una vibración que no podía descifrar bien pero era lo más sensual que jamás había experimentado en su oído. El mesero le había contado que Arturo, el DJ, tenía problemas de equilibrio y que le gustaba que la mujer asiática le hablara también al oído por si le arreglaba el problema, eso lo decía con humor cruel. A Jesús le entraron un celos leves pero al final se dijo que Arturo no podría bailar un tango completo con ella ni con ninguna mujer, en la versión del mesero, porque su sentido de equilibrio estaba atrofiado para siempre. Pensar eso lo consolaba mucho además no soportaba que a estas alturas de intimidad secreta de un mes y medio con ella otro recibiera en sus oídos sus palabras entre inglés, japonés y un enredado castellano.
El mesero anduvo contando (o él se lo inventó) que Jesús pasaba algunas noches después de la milonga en el apartamento de ella que tenía una bella vista al puente Brooklyn pero no se lo dijo a Arturo aunque éste se daba cuenta (o se lo imaginaba) y por eso comenzó a poner los tangos más tristes, especialmente con letras donde la mujeres dejaban abandonados a los hombres. Y de esos tangos había cientos. Ponía cada noche varias versiones del tango “Mi noche triste”. Muchos en las milongas no se enteraban de esos finos detalles que ponía Arturo, pero sí el mesero que era como un zorro para ver lo que otros no se daban cuenta. La mayoría iba a bailar la música y como no entendían las letras poco les interesaban realmente lo que decían las canciones. Los mensajes de Arturo en sus tandas eran entendidos por unos poquitos tangueros, incluido el mesero de la milonga del restaurante ucraniano La Nacional.
La mujer asiática le volvió a repetir en su español al oído de Jesús. “Quiero ir Buenos Aires con tú”. Jesús no respondió nada al principio pero luego de unos segundos le decía bajito a ella algo en español, cerca de su oído, cuando la tenía abrazaba y bailando el tango “Hablemos claro” de Francisco Lomuto que había puesto Arturo, otro de sus tangos mensajes. “Buenos Aires, Buenos Aires, Buenos Aires” repetía a la mujer asiática que esa noche llevaba un vestido azul hermoso, un guante negro de seda fina en una sola mano, la mano derecha, y unos zapatos igualmente azules con incrustaciones que parecían diamantes. A Jesús por dos minutos, antes de terminar el tango, le vino el recuerdo intenso de su vida en Habana pensando en cómo sería Buenos Aires, la capital del tango. Se acordó cuando por el canal estatal pasaron una vieja película de Carlos Gardel, Tango en Broadway. O cuando trataba de hacer pasos al azar cerca de El Malecón escuchando un casete de Astor Piazzolla que un turista le regaló. Y ahora una mujer de otro planeta quería ir con él a ese lugar mágico, deseado por mucho tiempo. Buenos Aires. Por qué quería ir con él si ni siquiera lo conocía bien ni menos ella jamás le dio su número de teléfono, y decía que no tenía ni email ni ninguna conexión a Internet. Que tampoco le gustaba enviar mensajes de texto por teléfono. Sólo sabía que tenía una apartamento cerca del puente de Brooklyn que a veces soñaba que dormía con ella en su cama, que la veía bañarse en una tina de mármol, que tibia luego del baño caliente se quitaba una túnica blanca transparente y se acostaba desnuda encima de su cuerpo moreno, ardiendo en llamas. Ella era un misterio total y sólo se comunicaban por el baile, abrazados intensamente, y luego de terminada la milonga, ella desaparecía como tragada por la noche de Manhattan, por lo edificios, los taxis, los puentes, lo miles de restaurantes, por los otros miles de gente de distintas partes del mundo que caminaban por esa ciudad. ¿Por qué? Él no le dijo nada de lo que estaba pensando porque no sabría cómo decírselo en inglés. Sólo la miraba de reojo mientras bailaban y ella también lo miraba recostada su cabeza en su pecho. Cuando Jesús terminó de pensar todo aquello, ella lo apretó a su cuerpo muy fuerte como si esa fuera la respuesta de la mujer japonesa. Ella entendió todo lo que estaba pensando Jesús. Y entonces terminó el tango de Francisco Lomuto, ese con el título de “Hablemos claro”. Pero el viaje a Buenos Aires le quedó dando vueltas al cubano como un bichito que comienza a crecer cada vez que lo pensaba. Y ella le susurró al oído, tres segundos antes de que terminaran de bailar aquel tango, en una perfecta frase, quizás aprendida de antes para pronunciarla bien, aunque era el nombre de un tango famoso pero ella puso el título en tiempo futuro. “En Buenos Aires tus besos serán míos”.
El mesero algo, o mucho, le comentó a “Che” Arturo que la misteriosa japonesa se iba con el cubano Jesús (o Jisus) a Buenos Aires. El DJ, esa misma noche, se quedó mirando los tangos que estaba organizando en su laptop para las próximas tandas de baile, y por un segundo, según interpretó el mesero, quiso de un manotazo tirar la computadora, arrancar los cables, producir un escándalo. Pero no lo hizo sino que se quedó mirando la pantalla. El mesero permaneció a su lado porque pensaba que le daría otro ataque al corazón. Te traigo agua compadre, le dijo a ¨Che Arturo”, para decir algo o porque realmente lo veía un poco rojo, cabizbajo como si hubiera envejecido de pronto. No quiero nada y no me molestes, le dijo en voz bajita al mesero, que parecía a punto de llorar. El mesero se fue pero miraba para atrás por si el DJ hacia algo sorpresivo pero como es inglés, se decía el mesero, este no hará nada. Los ingleses todos se lo guardan, yo habría tirado a la mierda el computador, se decía riéndose un poco el mesero mientras se quedó mirándolo un rato con una bandeja llena de vasos vacíos por si se desmayaba o le venía un ataque de celos. Pero la única manera que el DJ se desahogaba era poniendo tango mensajes. O sea, señales de humo que nadie entendía. Sólo el mesero captaba el mensaje y quizás algunos que sabían la pasión escondida que tenía el DJ por la bella japonesa. Menos captaba los mensajes la japonesa porque ella ni entendía las letras, solo bailaba el ritmo de cualquier tango. Pero “Che” Arturo pensaba muy al fondo, ingenuamente, en alguna parte en su herido corazón inglés, que algo tenía ella que captar. Así que volvió a buscar el mejor tango que expresara su propio mensaje. El DJ parecía pensar con letras de tango. Había asimilado miles de letras, y otras miles de frases y muchas veces al hablar eran frases copiadas de esos tangos. Era realmente una cabeza que pensaba en letras de tango sustituyendo aquel maldito desequilibrio que no podía ni pudo nunca solucionar y cuando lo pensaba se hundía en una escondida depresión. Y puso el tango de D’Arienzo “Yuyo brujo” que le pareció que calzaba perfectamente por lo que sentía luego del mensaje del mesero. Mierda, se dijo, se van a Buenos Aires juntos he hizo clic en el tango que con la velocidad de un misil encontró en los cerca de tres mil tangos que tenía en su colección: “Esta noche tengo celos, y al decirte que te quiero siento tuyo el corazón. Nena, no me canso de mirarte si no encuentro en otra parte más encanto que en tu amor. Tengo ganas de arrullarte, tengo ganas de mimarte como nadie te mimó. ¡Yuyo brujo! ¡De tus besos! ¡Yuyo brujo! ¡De tu amor! Cuántas veces soñé que venías a mí y al soñar presentí tu querer ¡Nunca digas de que no me quieres, un amor al otro amor no hiere! No me digas que no, no te quiero perder porque muero de amor sin tu amor…”. “Che Arturo” pasó toda la noche poniendo tangos con la misma carga sentimental de “Yuyo brujo”, y fue la noche donde todos celebraron al DJ porque había puesto los más maravillosos tangos y nadie quiso quedarse sentado sin bailar. Y menos Jesús y la japonesa que no pararon de bailar aunque el cubano aún no era un excelente bailarín pero la bella asiática parecía enseñarle el ritmo, apretándose a su cuerpo, guiándolo por la pista, diciéndole algo al oído, besándole suavemente con su lengua sus mejillas morenas, hablándole en un raro lenguaje que para Jesús era lo más delicioso que jamás había experimentado en su isla, y seguro nunca lo habría conocido si no hubiera salido nunca de ese lugar que estaba en medio del mar Caribe.
La japonesa le había comenzado a enseñar a bailar el tango milonguero. Nunca en su vida había bailado de esa manera porque la salsa o el son cubano no se bailaban en un abrazo apretado. Abrázame bien, le decía la japonesa a Jesús y este se dejaba llevar por la deliciosa manera de hablar un español enredado junto a un perfume hipnótico más la belleza de su rostro, esa cabellera negra y larga, sus ojos rasgados que a veces lo miraban mientras la tenía abrazada. Toda esa atmósfera erótica y sensual Jesús no la había visto de esa manera en Cuba. Bailar casi semidesnudos un son cubano no es lo mismo que bailar tango de esta manera, pensaba Jesús abrazados por la pista mientras "Che Arturo” los miraba ver pasar bailando muy cerca donde él estaba sentado junto a su computadora. El mesero desde lejos seguía la historia de ese triángulo y se volvía a maldecir no ser un escritor para describir todo aquello.
El viaje a Buenos Aires de la japonesa y Jesús fue casi un misterio aunque no tanto pues luego se comenzaron a conocer breves historias a través de unas parejas de tangueros que los vieron en varias milongas, tomando clases, caminando por Buenos Aires, comprando zapatos de tangos. También por otro tanguero que era amigo de un taxista en Buenos Aires que los recogió en el aeropuerto y les cambiada dinero de dólares a pesos argentinos. Jesús no tenía nada que cambiar, decía aquel taxista, todo el dinero venia de la japonesa que parecía tener una maleta llena de dólares porque eran billetes nuevos, a veces cambiaba moneda japonesa a pesos argentinos o euros. También por los que trabajaban en el hotel que contaron varias cosas al taxista a través de unos huéspedes del hotel que tenían un cuarto al lado de ellos quienes los escuchaban llegar en la madrugada e hicieron una queja al hotel porque se quedaban hablando y emitiendo fuertes quejitos eróticos. Toda la historia la iba recogiendo el mesero que se parecía al detective Colombo, de aquella vieja serie de la televisión norteamericana. “Che Arturo” no quiso saber ni una palabra de ella nunca más por eso cuando el mesero quería contarle lo que supo algo de los dos en Buenos Aires, él le dijo simplemente, sin enojarse como buen inglés, que se guardara su historia y lo dejara tranquilo.
Humberto Lacarra fue el que primero vio a la japonesa cuando aparecieron en la milonga “Cachirulo” en Buenos Aires. Llegaron media hora antes y aún el local estaba vacío. Recién se veía al DJ poniendo cables a unos parlantes y conectándolos a una computadora. Lacarra había dado unos workshops en Nueva York y allí conoció a la japonesa que ya llevaba un año estudiando tango. Ella era como una magneto que atraía las miradas de todo Buenos Aires como si vieran por primera vez a una mujer de otro planeta, dijo Humberto. Será porque los argentinos sólo conocemos Europa, decía él pensando en sus antepasados que emigraron de Italia así como sus cientos de amigos que tenían en su familia la misma historia. Cuando la japonesita salía a la calle se daban vuelta a mirar a esa mujer de ojos rasgados, piel de un color mármol que no era la piel blanca de las personas anglosajonas. Su piel era especial, decía Jesús. Quizás por eso la siguió a Buenos Aires, o mejor ella se lo llevó pues iba con todos los gastos pagados. Le gustaba acariciar esas piernas suaves, su abundante pubis negro, sus brazos, su rostro, aún a las cuatro de la mañana cuando regresaban de bailar. Ella lo miraba con sus ojos que apenas se veían pues sus parpados oblicuos dejaban ver muy poco el color negro de sus ojos. Pero sonreía por lo que le hacía Jesús sintiendo su mano recorriendo sus piernas suaves hasta el centro húmedo poniendo sus dos dedos dentro, moviéndolos como en una pequeñita laguna ardiendo. Humberto Lacarra la reconoció al instante y corrió a saludarla de besos en la mejilla. Recordaron algo de Nueva York y les explicó cómo funcionaba una milonga en Buenos Aires. Quizás los invitó a sus clases en San Telmo. Les dio su teléfono y se retiró de la mesa donde los había puesto el que organizaba la milonga “Cachirulo”. Luego lo verían bailar durante la noche. Jesús quería bailar como Humberto Lacarra. Por qué no, le decía ella luego en el hotel a eso de las cinco de la mañana. Según dijo Humberto, los vieron en distintas milongas. Bailando hasta el cierre en la madrugada durante las tres o cuatro semanas que permanecieron en Buenos Aires. Humberto supo por el taxista aquel que les cambiaba dinero que se habían ido a Paris. Por varios meses ni la japonesa ni Jesús se vieron en ninguna milonga en Manhattan. Jesús pasó desde marzo hasta septiembre desaparecido de Nueva York.
El mesero pensó las cosas más inimaginables que a lo mejor o estaban viviendo en Buenos Aires o Japón o que la japonesita estaría embarazada o que Jesús habría puesto un restaurante de comida cubana o una milonga en Kyoto o que vivían en Paris y bailaban dando exhibiciones. Pero nadie tenía idea de ellos. Hasta que en octubre apareció Jesús en el restaurante ucraniano, pero solo. Parecía bien cambiado, especialmente en su vestimenta. Tenía una elegancia la que jamás el mesero le había visto. Su pelo estaba cortado de otra manera y ahora tenía unos bigotes bien negros que le daban un aire de elegancia y belleza masculina especial. “Che Arturo” lo saludó pero no le preguntó nada al cubano. De a poco Jesús le contaba algo al mesero y este luego de un mes pudo reconstruir toda la historia, hasta el mismo final, cuando Jesús dejó Paris y también despareció la japonesa.
Llegamos a ser como si dos islas distintas se hubieran entremezclado. El lejano Cipango y la caliente Cuba. Al principio no sé qué me decía y yo no me daba a entender. Pero los abrazos, los besos, juntar nuestros cuerpos desnudos fue un diccionario perfecto. No dormíamos casi nada en Buenos Aires. Lo pasábamos bailando y luego al llegar al hotel a las cinco de la mañana hacíamos el amor. Dormíamos hasta las cinco o seis de la tarde despertando con más deseo y a la ocho nos levantábamos para ir a la milonga de las diez hasta las cuatro de la mañana. Ni conocimos Buenos Aires porque no andábamos de turistas sino de bailar tango. Ella, cuando estábamos en la milonga era muy fina, elegante, casi distante, un ángel intocable, el misterioso y exótico oriente para mí como para los que la veían en las milongas. Los hombres, especialmente europeos que andaban en las milongas por Buenos Aires querían sacarla a bailar, pero ella se negó a bailar con otro. Sólo tú eres mi bailarín de Cipango, me decía en su español mezclado con el inglés y el japonés. Todo parecía irreal, todo parecía no ser cierto porque nosotros no estábamos en ninguna realidad cotidiana. Volvíamos al hotel cruzando calles sin importancia para nosotros e íbamos directo al cuarto, a acariciarnos, a sacarnos la ropa, a tocar yo esa piel color mármol que tienen las japonesas. Todo eso nos envolvía en una vida que no era cierta, la que muchos quieren tener, la imaginada, la que uno ve en obras de arte, lee en novelas, en algún poema, en alguna fotografía, en el cine, las que aparecen en los sueños. No vivimos como turistas, no se podía vivir como turistas entre ella y yo, y no queríamos vivir como turistas globalizados. Bailamos tanto, tantas horas y días y meses. Abrázame bien, decía a mi oído en las distintas milongas que ni sabíamos en qué parte de la ciudad quedaban. A veces en la cama yo pensaba en mi lejana Cuba, mi lejana isla, y no podía imaginarla. Esa isla pertenecía a un pasado muy remoto, era como si yo hubiera vivido allí pero en otra época, en un tiempo donde la realidad que vivía en Buenos Aires y en Paris era absolutamente impensables en la isla. En Cuba vivía apartado, desligado como todos allí de otras sensaciones e imágenes. Era nacer de nuevo. Ella ni yo teníamos horas ni compromisos de nada como si viviéramos solos en el planeta. Nunca hablamos profundamente de su vida y de la mía. Todos en nosotros era un comienzo, cada día un comienzo, no teníamos pasado, ni importaba tenerlo, era mejor así. Por eso nadie tenía celos de nadie, porque éramos como si la vida no nos hubiera tocado con sus leyes o con sus historias que quedan en el cerebro como una memoria irremediable que tendremos que sacar a la luz cada día, porque las relaciones normales se hacen con el bagaje que traemos de años de vida. Aquí el amor no tenía ningún pasado ni menos futuro, sólo el presente. Así que Buenos Aires y Paris eran música de tango, luces en las noches, pistas de baile.
Una vez supimos por casualidad en Buenos Aires que habían elegido a un Papa argentino porque el taxista hablaba de él todo el trayecto a las cuatro de la mañana cuando nos llevaba de la milonga al hotel. Para nosotros eso era una historia lejana y sin importancia. Cuando ella finalmente quería dormir, hacia una reverencia y decía una breve oración con sus manos juntas a algo muy lejano y remoto para mí, quizás su única conexión con alguna creencia pero yo nunca pregunté nada, era su breve ceremonia religiosa privada pensaba yo. Yo no tenía ninguna tendencia religiosa en Cuba, siempre pensaba que algún Dios nos había abandonado a los que vivíamos allí aunque mi madre tenía su Virgen de la Caridad del Cobre en una mesita. Un día ella me dijo, vámonos a Paris. He vivido allí, te gustará. Y dejamos Buenos Aires o el Buenos Aires inventado por nosotros. Y llegamos a Paris como dicen por ahí varios tangos. Ni fue nuestro final ni nuestro adiós. Paris tenía que ser Paris para nosotros. Y fue lo que nosotros quisimos que fuera. Bailamos tanto como en Buenos Aires. Vivíamos de noche porque durante el día o hacíamos el amor o dormíamos mirando por la ventana el cielo gris de Paris. Nunca se descubre el cuerpo cuando el deseo es cada vez más intenso, sólo se sabe en el momento cual parte de nuestra piel tiene otra sensibilidad, otra manera de entrar al placer donde la animalidad está unida a una pasión que algunos llaman amor, sentimiento de protección, cuidar ese cuerpo que tenemos junto a nosotros y que no se vaya nunca de nuestro lado. Tampoco vi Paris o lo vi a través de ella, a través del baile, en las calles, en algún taxi, en volver a las cuatro de la mañana o sentarse a esa hora en algún bar abierto a tomar un coñac y fumar puros cubanos. Ella aspiraba el tabaco luego me besaba echando el aroma en mi boca, luego su lengua en mis oídos, entrando en una región desconocida para mí. “Mi Cipango” me decía cuando yo estaba muy dentro de ella, ese sonido que al hacer el amor sólo emiten las japonesas. Ella me explicaba que era cultural el gemir casi llorando, casi quejándose de dolor al estar dentro de su cuerpo. Pero no era dolor me decía, sino placer. Ese sonido que aún no puedo quitármelo de la cabeza. Ninguno sabía si todo esto terminaría. Nunca lo pensamos. No había que pensarlo porque vivíamos el inicio de todo y al comienzo de todo la muerte no existe ni menos el adiós. Ni el abandono ni la tristeza ni la desesperanza de quedarse en llamas por la ausencia del amor. ¿Y esto era amor o qué era? Nunca nos dijimos te amo, te amaré siempre, te recordaré para toda la vida. Esas palabras no existían. No existieron nunca. Tampoco imaginamos una vida juntos, no había tiempo para pensar en ello porque sólo queríamos estar abrazados por la música. Porque esa era la única seguridad que nos importaba. Nos preparábamos antes de irnos a bailar. Los dos metidos en una tina de baño, la caricias por el cuerpo con el aroma de perfumes exóticos que ella compró en Paris, caricias entre sus piernas, comenzar a vestirse, elegir ella su vestido, principalmente de color rojo, sus zapatos de baile, arreglarse el pelo, poner color en sus labios, mirarla mientras se pintaba. Salir de la mano en un Paris de noche. Ni encendimos la televisión para saber qué ocurría en otras partes del planeta. Me decía que por amor se han cometido las más grandes despreocupaciones así como las grandes creaciones en la humanidad. Yo pensaba poco en mi lejana isla y quizás tenía razón. No sentíamos culpabilidad por no preocuparnos por otras cosas. Estamos lejos de todo, escandalosamente lejos de todo, me decía. En otras sociedades del pasado o fundamentalistas podríamos ir la hoguera, ser enviados a terribles campos de concentración, ser torturados, expuestos como ejemplo de inhumanidad por ser tan individualistas o nos llamarían antirrevolucionarios. Nos decíamos eso pero luego volvíamos a abrazarnos y comenzar el círculo de lo que vivimos en Buenos Aires y seguíamos viviendo en Paris.
¿Si estuviéramos enfermos y viejos seríamos los mismos? Me preguntó una noche. Quizás no, dije sin pensarlo. Pero toda la pasión amorosa, desde las pinturas rupestres en las cavernas pasando por toda la poesía del oriente u occidente, hasta las pinturas de Balthus, se ha representado por seres que no pasan de los 40 años. Se quedó pensando y me dijo, hay un haikú japonés y es mi filosofía: “No podemos conocer toda la verdad de la realidad”. Fue la primera vez que me decía algo de su vida. Mi padre era muy viejo cuando conoció a mi madre en Kyoto. Yo nací cuando él tenía 85 años. Mi madre no había conocido a ningún hombre antes. Seguro era virgen. Y no dijo nada más sobre ella esa noche ni el resto del tiempo que estuvimos en Paris. Le gustaba regalarme alguna camisa, unos zapatos de baile. Nos atraían por unos minutos esas grandes tiendas globales, subir escaleras eléctricas, oler cientos de perfumes, mirar vestidos, zapatos y luego querer desaparecer de allí lo más rápido posible, encontrar una mesa de un restaurante que diera a la calle. Me dijo que debía peinarme de otra manera, que quería tuviera bigotes. Elegía alguna chaqueta para mí, decía que ese era mi color exacto. Me ponía crema en la cara, me hacía masajes por todo el cuerpo. En algún restaurante me servía delicadamente vino en mi copa. Tomaba mi mano y la ponía entre sus piernas, debajo de su falda, muchas veces estaba desnuda sin ropa interior y la sentía húmeda. Muchas veces la masturbaba en un café de Paris mientras pasaba la gente, mientras tomábamos un coñac “Camus” y fumábamos unos Cohiba. ¿Será por el escritor? le pregunté. Ni idea me respondió. Elegía un plato japonés para mí como si fuera mi madre o mi hermana o mi abuela. Eran esos breves viajes por la ciudad los únicos momentos en que parecíamos volver a la realidad de la gente común, pero eso duraba poco tiempo porque queríamos entrar en el otro mundo para saciar sin límites el placer de abrazarnos en el baile. Llevaba tres hermosos kimonos de seda en su maleta. Después de un baño de tina se ponía uno de ellos. Eran de variados colores. Se tomaba su larga cabellera negra y su rostro asiático quedaba desnudo. Se sentaba en la cama al lado mío. Me daba besos pequeñitos en el rostro, ponía su lengua en mi boca. Podía ver parte de sus hermosos senos cubiertos levemente por un kimono con flores. Me tomaba la mano para que fuera desbrochando su kimono mientras se tendía sobre la cama hasta dejarla desnuda, blanca como el mármol y entremedio de sus piernas su pubis negro. Abría sus piernas lentamente para que pusiera mi boca y mi lengua. Esa era una ceremonia que hacíamos cada día luego de regresar en la madrugada de una milonga al hotel. ¿Podremos olvidar todo esto? le preguntaba. Si tengo Alzheimer alguna vez quizás sí, me dijo un día riéndose muy fuerte.
Fíjate que en Paris vi solamente de lejos la torre de Eiffel y tampoco entramos en la catedral de Notre Dame ni fuimos al Louvre ni a famosas avenidas, yo que en Cuba soñaba con entrar a esos lugares pero todo cambió. Mi Buenos Aires y mi Paris era otro. Llegué a ellos por el placer puramente individual y eché al carajo los manuales de historia, las clases de arte y literatura en Cuba. Sartre, Camus, Rimbaud, Borges, Vallejo en Paris, Cortázar en Paris, Paris era una fiesta que leí en el lobby del Hotel Ambos Mundos donde siempre se alojaba Hemingway en Habana. Lo único que quería ver con ella en Paris eran las pinturas del Conde de Balthus quien a los 80 años de edad había tenido una hija con una mujer joven japonesa. Se parece a la historia de tu madre, le dije. Pero mi padre era comerciante entre Japón y China, se lo pasaba en el mar y no era un pintor. Otra vez me dijo al pasar, odio la letra del tango “Madame Ivonne”, después que se la traduje pero lo bailábamos igual. Y Buenos Aires, yo que tenía planes en un papelito lo que quería ver allí. Los lugares se conocen por la subjetividad de cada uno, la historia de esos lugares por los libros. Ella me dijo eso en algún momento tomando coñac y fumando más Cohíba. Ella había estado en treinta países. No me dijo qué había hecho allí, pero por negocios me decía. Y hacia unos negocios por teléfono llamando a Japón desde el hotel. “Encontraría a la Maga”, me pregunté un día junto a ella, recordando esa famosa frase del personaje Horacio Oliveira de la novela de Cortázar pero que ahora me parecía cursi y la repetía con desencanto y desdén en Paris. No buscábamos nada porque buscar es hacer planes desde un principio y siempre se parte de la tristeza y del dolor cuando se va en busca de alguien por eso Horacio Oliveira no era feliz en Paris ni menos la frágil Maga.
Yo que viví encerrado por 35 años, cercado por un muro ideológico que rodeaba a toda la isla me hizo abrazarme a esta mujer, quizás una “nueva maga” del siglo XXI nada de melancólica ni perdida en alguna estación del metro de Paris. “Mi Cipango”, me decía. No iba a explicarle nada de lo que había detrás de todo ese imaginario de mi isla que venía desde Cristóbal Colón y que ahora era otra cosa. Sólo quería enterrarme en su cuerpo y ser abrasado por sus llamas exóticas, antiquísimas, las que aparecían en sus sollozos eróticos, gemidos sexuales durante el coito. Quería decirle gracias por encontrarla. Nunca sabré cuánto entendía de mí. Quizás lo entendió todo desde que me sacó a bailar por primera vez aquí en Manhattan hace unos meses. Fue con ella que tuve el viaje de aprendizaje al salir por primera vez de Cuba. Cansado de leer en esa isla a un García Márquez que era lectura obligatoria en la secundaria y en clases de literatura latinoamericana porque el Jefe máximo había sugerido que su amigo Gabo debía leerse y analizarse en profundidad en toda Cuba. Así que jamás lo iba a leer fuera de Cuba otra vez. Ese realismo mágico me producía imágenes asociadas a una ciudad sitiada por el olvido humano donde todas las cosas tenían alguna vez que nombrarse de nuevo.
En Buenos Aires compré dos novelas porque ella me dijo que debía leer a Kawavata. Leía unas paginitas cada día como bebiendo un buen coñac a sorbitos, saboreándolo con un buen tabaco cubano. Además con una japonesa a mi lado esa lectura fue de las mejores que nunca tuve en Cuba. Regalé a un pariente en Manhattan la novela que traía de Cuba comprada en el Mercado negro, Trilogía de la Habana de Pedro Juan Gutiérrez como desligándome para siempre de la miseria de mi isla. "Ella hablaba con un suave acento de Kyoto", era una frase de la novela del japonés Lo bello y lo triste. Le decía que me leyera algo en japonés para saber si Kawavata tenía razón. Y ella leía por media hora en su lengua. Y era cierto. Sólo de lejos vimos los puentes del Sena, caminamos por Montparnasse y Montmartre sin ser turistas como caminando por cualquier insignificante calle del Mundo. El Paris de Cortázar que hay en Rayuela que también leímos en Cuba me era lejano como una vieja película francesa de Truffaut. Quería mi propio París bailando tango y saboreando ese "suave acento de Kyoto". O ese coñac "Camus" y puros Cohiba en una mesa de una bar que daba a la calle y viendo pasar gente de todas partes del mundo y de todos los colores y nadie sabía quién eras y a nadie le importaba. Respiraba una libertad total como en Manhattan o Buenos Aires y no sentía que los ojos de la seguridad del Estado me estaban vigilando. Para algunos será ridículo que diga, yo un cubano, que nunca me había sentido más libre que en “el capitalismo”. Los que nunca han vivido siendo vigilados toda su vida, obligados a trabajar “voluntariamente” y que destierres para siempre tu individualidad personal y te digan a cada segundo por la televisión o por la educación socialista que debes exterminarla, no entenderán una puta idea de lo que estoy diciendo.
Y aquí estoy de regreso en Manhattan, me dijo Jesús. No quería explicar por qué regresó solo. Qué pasó con ella o si aún estaba en Paris. O si regresó al verdadero Cipango, a Kyoto. Si regresará a Manhattan. Jesús siguió trabajando en el restaurante aquel de su amigo puertorriqueño. Siguió viniendo a las milongas. ¡Cuánto había progresado en el tango! Bailaba como nunca vi bailar a nadie, ni siquiera en Buenos Aires, reconoció un día “Che Arturo”. Pero jamás le preguntó por aquella mujer japonesa. Ni yo tampoco volví a preguntarle nunca más, se dijo a sí mismo el camarero del restaurante ucraniano llamado La Nacional.
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JAVIER CAMPOS (Santiago de Chile). Poeta, narrador, columnista. Vive en Connecticut. Este cuento pertenece al libro inédito Tus besos fueron míos (tango en Manhattan). Actualmente es columnista en www.carcaj.cl . Comienzo de novela inédita se publicó este octubre-noviembre en www.caratula.net