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LA TARDE DEL DÍA DESPUÉS

Javier Campos




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Las increíbles reacciones de los pájaros constituyen la alteración imprevista del orden natural.
Para Hitchcock, son solamente la representación de los propios temores del hombre abandonado
al azar, a la precariedad de su capacidad para controlar la vida …, a la muerte.
Los pájaros no existen, son nuestros miedos.

(sobre el film Los pájaros de Hitchcock)

 
La ciudad comenzó a funcionar a mediados de agosto. En el norte del planeta era verano y en el sur era invierno. La cuarentena había reducido la mortalidad y los contagiados disminuyeron. Aún no había vacuna para darle a siete billones de personas. Pero había que seguir produciendo y continuar la vida después de la cuarenta global de cuatro meses. Todos comenzaron a salir de sus casas con temor.

No quiso salir hasta después del almuerzo. El día era caluroso con temperatura alta. Pensó en el verano anterior arreglando su bolsa para ir a nadar a la piscina de su condominio. Eran cuatro piscinas grandes, pero prefería la numero dos porque tenía buenas duchas, sillas cómodas. Ponía en la bolsa la toalla de colores variados que extendería sobre la silla de playa, cómoda para poner su cuerpo y recibir el sol agradable. Llevaba algún libro para leer de vez en cuando. Especialmente después de salir del agua y haber nadado 20 minutos. A veces por tanta gente en la piscina solo se quedaba en el agua. Volvía a su silla, se tendía sintiendo el cuerpo refrescado y esa sensación de placer de recibir el sol en su cara, en el pecho y en las piernas. Se ponía las gafas oscuras para cuidarse de sus ojos. Algún bronceador número 75 para no quemarse y su piel durante los próximos días fuera quedando de un color oliva. En la bolsa había puesto una botella de agua recién comprada en algún supermercado de comida orgánica.  A veces dejaba caer una naranja y una manzana en su bolsa para comerlas cuando regresaba a su auto desde de la piscina. Usualmente se quedaba tres o cuatro horas. A su lado mujeres y hombres irían llegando y haciendo la misma ceremonia que hacían todos para pasar una agradable tarde de verano. Donde vivía era un lugar de dos mil condominios para gente mayor de 50 años.

Compraron juntos ese condominio con su ex esposa. Ella era menor, pero como él tenía 55 años lo pudieron adquirir. De verdad era un lugar idílico para gente donde la mayoría tenía entre ochenta y noventa años. Era uno de los diez mejores lugares para gente jubilada del país. Los condominios eran de un piso y rodeados de árboles. Dos lagos artificiales con un hermoso sendero de tres millas para caminar. Cuatro piscinas en el verano, clubes para que no se aburrieran y hubiera sentido de comunidad. Como ambos aún trabajaban no participaron en ningún club. Solo usaban el gimnasio. Se divorciaron y él se quedó con el condominio que aún seguía pagando. Fui una separación sin ningún drama. Quedaron como amigos y a veces se enviaban recomendaciones de artículos o libros.

Llegó a la piscina a eso de las dos de la tarde. Era el primer día que se abría después de la autorización del gobierno dictada por cadena nacional la noche anterior. Había una larga fila controlada por la policía del pueblo. Debían mantener la distancia de un metro entre una y otra persona. Usar máscaras y guantes. La piscina estaba vacía de agua. Solo se podía tomar sol en las sillas previamente desinfectadas. Dos horas por persona. Las duchas estaban cerradas. En las mesas con paraguas solo se permitían tres personas, pero no debían sacarse ni las máscaras ni los guantes de plástico. Tampoco se podía llevar comida. Muchos o casi un noventa por ciento de las personas daban la vuelta después de escuchar las reglas y regresaron a sus coches. Nadie protestó. Pero él se quedó en la fila y entró a la piscina. El lugar estaba casi vacío. Una pareja anciana en el otro estreno, en una mesa, conversaban. Las sillas de los salvavidas se veían abandonadas. Se permitía usar traje de baño, pero no se podía usar el vestuario de la piscina. Había que traerlo puesto. Puso su toalla en la larga silla y se extendió. Se puso las gafas para el sol. Tenía el libro en sus manos que llevó para leer. Era la novela de Leonardo Padura que no había terminado el verano pasado, El hombre que amaba a los perros. Se quedó mirando la piscina vacía y recordó el agosto del año anterior. El pasado se le aparecía como una película . ¿Cuántos millones en este momento recordaban un pasado no tan lejano antes de diciembre de 2019?  ¿Era lo único que nos quedaba en este presente que ya era el futuro?

Justo cuando el hombre entraba en el agua comenzó el ruido de una cortadora de pasto. El hombre al zambullirse seguramente no sintió el sonido chirriante de la máquina. Menos que era un obrero indocumentado el que la usaba. Seguro sería de México o América Central. El trabajador era joven y estaba muy quemado por el sol del verano. Tenía una camiseta de manga corta que en el frente decía El Salvador. Se notaban unos tatuajes de color verde en su brazo desnudo. Un hombre de mucha edad emergió de las aguas de la piscina y entonces escuchó por primera vez el ruido de la cortadora de pasto. También vio al hombre de la camiseta blanca detrás de las rejas que manejaba la máquina. En su espalda llevaba algo así como una mochila de metal. Luego se dio cuenta que era un estanque de gasolina para hacer funcionar la máquina.

El hombre se zambulló otra vez en la piscina. Eran las tres de la tarde del 14 de agosto de 2019 y había cerca de 90 grados Fahrenheit. Cuando emergió otra vez del agua vio allí a las dos muchachas salvavidas que lo miraban. Tendrían 16 o 18 años. Eran rubias, hermosas y atléticas (“quizás son nadadoras profesionales”, pensó el hombre que ahora nadaba de espaldas). Las dos muchachas estaban sentadas cada una en una silla, frente afrente, como de esas para arbitrar un partido de tenis que se ve en la TV. Una a cada lado de la parte angosta de la piscina. Las separaba toda la parte cubierta de agua. De allí veían muy bien a los bañistas por encima de la superficie y los que se sumergían debajo de esa azulada y transparente agua. A veces alguna de ellas anotaba algo en un papel luego de mirar unos tubitos de laboratorio donde mezclaba el agua de la piscina con el líquido rojo de los tubitos. Escribía los resultados. Luego miraba un termómetro para ver la temperatura del agua y volvía escribir los datos. Todo estaba perfecto y regresaba a sentarte en su silla y mirar a los bañistas.

Al otro lado de la reja el hombre seguía cortando el pasto y parece que a nadie le molestaba el ruido. A veces daba una miraba de reojo a los que estaban sentados en la piscina. A los que nos bañábamos. O sentados en sillas blancas de plásticos reposaban tranquilos recibiendo luego de una sumergida en la piscina el placer del sol. Algunos leían, otros (como yo) sólo mirábamos desde el agua el cielo azulado que a veces lo cubrían nubes pasajeras. Me gustaba imaginar figuras que hacían las nubes. Otro hombre de 75 años, bastante bronceado, parecido a Ernest Hemingway, contemplaba con los ojos entrecerrados a una de las salvavidas. Hacía rato que la miraba. Podría ser su nieta que trabajaba part-time en el verano, o quizás pensaba en algún trabajo semejante que tuvo hace 60 años quien sabe en qué piscina o playa de Estados Unidos.

Ella era de un cuerpo esbelto, piernas largas y hermosas. El hombre de 75 años pensó que se parecía a Sharon Stone. Luego dejó de mirar y volvió su cabeza hacia el ruido que venía de la reja. El hombre con la máquina seguía cortando el pasto y de reojo volvía a mirar a los bañistas. Parecía un ser de otro planeta con la cortadora en la mano y ese tanque metálico en la espalda. Eso pensó el hombre que antes miraba a una de las salvavidas jóvenes. Se levantó de su silla y caminó hacia la reja y algo le dijo al hombre de la máquina. El hombre que nadaba, que era yo, apoyaba la cabeza en una parte de la piscina y el resto de mi cuerpo permanecía sumergido en esas frescas aguas. Fui el único que vio caminar al hombre parecido a Ernest Hemingway hacia la reja. Desde lejos vi que el hombre mayor parecía hablar solo y mover las manos. El indocumentado paró la máquina y todo allí volvió a la calma bucólica de la piscina antes del ruido, rodeada por los pinos y prados bien cuidados. El hombre regresó a su silla y volvió a entrecerrar sus ojos para detener la fuerte luz del sol y continuar mirando a una de las salvavidas jóvenes. Perecía sumido ahora en el recuerdo de una película donde Sharon Stone nadaba desnuda y en cámara lenta en una piscina de California. El otro hombre que miraba apoyado en la piscina, que era yo, volvió a sumergirse en las deliciosas aguas. Las salvavidas lo miraban nadar y luego miraban a los otros. El extraterrestre de la camiseta blanca y con tatuajes verdes en su brazo había desaparecido para siempre detrás de la reja de la piscina.

Después de recordar aquello como si lo estuviera viendo otra vez empezó la angustia de ser forzado a no tener la libertad de antes. Era la angustia de lo perdido. Eso ya lo decían las redes sociales y los analistas culturales. Otros lo llamaban: la vida del día después. No se fijó al principio que un pájaro de extraña contextura se posaba en la rana de un pino que estaba cerca de la reja de entrada a la piscina. Se rascaba con su pico debajo del ala quizá por eso él lo veía no como un pájaro normal. Pero algo tenía de diferente porque se colgaba del árbol de una manera rara. De las patas y con la cabeza colgando. Volvió a su libro. Tuvo que regresar a páginas previas para recordar en qué parte del libro había quedado. Era cuando Ramón Mercader había enamorado a la secretaria de Trotski y así había logrado la confianza de entrar a la casa del famoso ex líder soviético que en agosto de 1940 vivía en una casa amurallada y con fuerte seguridad en la Ciudad de México. Era la parte donde Mercader iba ese día a asesinar a Trotsky en el estudio de su casa.

Dejó el libro y era su costumbre después de leer algo que le parecía interesante ponerse a repensar. Y repensó sobre la revolución rusa por un largo rato mirando los árboles. Y entonces vio otra vez aquel pájaro negro cabeza abajo y vio que cinco más habían llegado al árbol. Se balanceaban todos al mismo tiempo. Parecen murciélagos, se dijo. Las parejas de ancianos en la otra parte de la piscina estaban ahora tendidos en las sillas tapadas las caras con las toallas. Estaban a la sombra del gigantesco pino. Si hubieran descubierto la toalla de sus rostros habrían visto quizás a esos pájaros. Siguió leyendo, pero volvió a pensar sobre el agosto anterior. La imagen vívida del hombre que cortaba el pasto y había estado muy cerca de ese mismo árbol lo hizo volver la cabeza hacia los pájaros. Los murciélagos no vuelan de día. Es durante el anochecer que salen a comer mosquitos, pensó.  A eso de las cuatro de la tarde, con un sol que aún era muy fuerte, vio a muchos más pájaros negros balanceándose. Y más parecían venir desde alguna parte que se pegaban al árbol que del color verde se transformaba en un árbol negro, balanceándose. Los ancianos ahora roncaban. Se tomaban una siesta larga. Los pájaros no hacían ruido y eso le parecía extraño pues había visto documentales de pájaros migrantes que al posarse en un árbol producían un ruido ensordecedor. Sintió otro temor que le recorrió todo el cuerpo como una ráfaga de frío muy helado. El otro temor había sido poder contagiarse porque tenía diabetes. Puede haber un rebrote, una segunda ola. Recordó la entrevista a un doctor chino llamado Li Xiao de Wuhan que posiblemente vendría un rebrote más fuerte por las mutaciones del virus. También recordó el científico chino que todo el planeta estaba en peligro de extinción. Y solo porque un hombre comió al almuerzo un murciélago en un mercado de Wuhan, se dijo sonriendo.

Luego de pensar sobre lo que dijo Li Xiao recordó súbitamente el año en que comenzó a tomar clases de tango. Fue en enero de 2014 en Buenos Aires. Siempre quiso saber cómo era ese baile de letra y música nostálgica donde la gente se abrazada en un baile caminado. Estrechamente abrazados, se dijo. En 2017, después de varios viajes a Buenos Aires, había logrado entender ese abrazo. Y también lo que era la musicalidad. Bailar en un abrazo cerrado con una mujer, seguir la música, hacer pasos y caminar con elegancia. Te has convertido en un buen milonguero, le dijo una mujer argentina en una famosa milonga. Por su jubilación en 2018 y estar divorciado anduvo bailando en muchas ciudades de Europa, Rusia, Japón, China. Pero fue Paris el lugar que nunca olvidaba. No fue solo a esas ciudades sino con una mujer japonesa que conoció en una milonga en Buenos Aires. Se llamaba Harumi que significa “belleza primaveral, flor de la primavera”. Cuánto nos abrazamos, lo dijo despacio. Te recuerdo tanto Harumi. Te recuerdo ahora mucho más en Paris. ¿En qué parte de Kioto estarás?  ¿estarás muerta? ¿o tendida en un hospital con una máquina para respirar? Somos pasado porque el futuro está destinado a recordar solo la nostalgia. En Paris vimos solamente de lejos la torre de Eiffel y tampoco entramos en la catedral de Notre Dame ni fuimos al Louvre ni a famosas avenidas. Nuestro Buenos Aires y nuestro Paris era otro. Llegamos a ellos por el placer puramente individual de bailar  y yo eché al carajo los manuales de historia, las clases de arte y literatura. Sartre, Camus, Rimbaud, Borges, Vallejo en Paris, Cortázar en Paris, Paris era una fiesta daban vueltas mi cabeza y recorrimos los lugares donde vivieron. También quería ver con Harumi en Paris las pinturas del Conde de Balthus quien a los 80 años de edad había tenido una hija con una mujer joven japonesa. Se parece a la historia de tu madre, le dije. Pero mi padre era comerciante entre Japón y China, se lo pasaba en el mar y no era un pintor.  Otra vez me dijo al pasar, odio la letra del tango “Madame Ivonne”, después que se la traduje, pero lo bailábamos igual. Los lugares se conocen por la subjetividad de cada uno, la historia de esos lugares por los libros. Ella me dijo eso en algún momento tomando coñac y fumando puros Cohíba en un café al aire libre cerca del Moulin Rouge en Montmartre.  Ella había estado en treinta países. No me dijo qué había hecho allí, pero por negocios me decía. Y hacia unos negocios por teléfono llamando a Japón desde algún hotel. “Encontraría a la Maga”, me pregunté un día junto a ella, recordando esa famosa frase del personaje Horacio Oliveira de la novela de Cortázar pero que ahora me parecía cursi y la repetía con desencanto y desdén en Paris. No buscábamos nada porque buscar es hacer planes desde un principio y siempre se parte de la tristeza y del dolor cuando se va en busca de alguien por eso Horacio Oliveira no era feliz en Paris ni menos la frágil Maga. Pero éramos libres y cuánto nos abrazábamos en Buenos Aires y Paris. Algún día, podremos volver a un restaurante de Paris o Buenos Aires, pero habrá la mitad de mesas para garantizar cierta distancia. Quizá el camarero lleve guantes. A lo mejor te tienen que tomar la temperatura antes de entrar. Los cubiertos desechables. Ya no habrá las cafeterías al aire libre. La normalidad no será nunca la normalidad el día después, dijo también el científico chino Li Xiao.

Se dio cuenta que estaba hablando solo. Y entonces vio que muchos pájaros negros estaban a poca distancia de los dos ancianos que aún dormían. Otros pájaros estaban ahora a unos metros de su silla blanca. Estaban estáticos como piedras negras que parecían lápidas de un cementerio. Se acordó de la entrevista al doctor Xiao. Se acordó otra vez de Harumi. De un poema que ella le leía en la madrugada, desnudos en una pieza de un hotel llamado Castelar, ella le leía de un libro en japonés y se lo traducía al español: “¿Sabes lo que es el amor? No, yo no sé lo que es el amor. Y tampoco sé de qué país, planeta o universo vienes. Tú me encontraste por casualidad en este bosque. Tú también andas desorientada buscando el agua de la vida la infancia perdida y un cuento infantil. Qué bien, me dices. Busquemos entonces todo eso juntos. Pero ten cuidado con los animales salvajes. Con los ángeles negros. Con los sueños tristes de la gente que no conoces. ¿Tú crees que algún día me amaras?, me preguntas. No lo sé, respondí. Pero ¿sabemos lo que es realmente el amor?, te pregunto, por último. Mientras el ángel, gigante pájaro negro de la muerte, volaba sobre nosotros. Sí, dijiste, yo sé lo que es el amor.

Nunca más iremos abrazados por París ni por Buenos Aires. Solo subsistirá en nuestra memoria la nostalgia del abrazo. Solo nos quedará escuchar su música. Las generaciones del futuro, porque ahora es el futuro, verán ese baile cómo viejas películas.  Gente que en el pasado se abrazaba cuando bailaban una música triste. Cómo te recuerdo flor de la primavera. Fue lo último que se dijo.  Se levantó de la silla y puso apresuradamente sus cosas en la bolsa. Vio que los pájaros negros estaban sobre la mesa, al lado de los ancianos que aún dormían.  Subió a su coche y vio una inmensa bandada de pájaros negros, quizá miles que oscurecían el cielo a las cinco de la tarde de un día de verano. 


Connecticut, abril 2020

 

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Javier Campos (Santiago de Chile). Ha publicado dos novelas, dos libros de cuentos y cuatro libros de poesía. El poemario Las cartas olvidadas del astronauta (EEUU, 1991) obtuvo el primer premio Letras de Oro en 1990 para escritores hispanoamericanos residentes en Estados Unidos. El año 1998 fue finalista en premio Casa de las Américas, Cuba, con su cuarto libro de poesía El astronauta en llamas, publicado luego por LOM, Chile en 2000. Ha sido traducido al inglés, alemán, gallego, y ruso. En diciembre de 2002 gana el premio de poesía, categoría poema largo (“Los gatos”) en el Premio Internacional “Juan Rulfo” de Radio Francia Internacional. En 2003 publica su primer libro de cuentos La mujer que se parecía a Sharon Stone, Editorial RIL, Chile.   Fue columnista del periódico chileno en Internet El Mostrador desde 2002 hasta 2012 (cerca de 300 columnas publicadas). Antologado en Antología de poesía chilena (Santiago de Chile: Editorial Catalonia, 2012).   13 poemas fueron traducidos al ruso en revista literaria rusa en 2015 con introducción de Yevgeny Yevtushenko.  En diciembre de 2019 salió en Buenos Aires, su libro-ensayo, El tango en el Río de La Plata (conversaciones con Osvaldo Natucci).  Recientemente publicado , octubre de 2019, su libro inédito Los gatos no viven en el tejado en la Revista Altazor  https://www.revistaaltazor.cl/javier-campos-2/      Tiene un libro inédito de poesía. Actualmente es profesor titular de literatura latinoamericana y español en la Universidad jesuita de Fairfield, Connecticut, Estados Unidos.



 

 

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