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Sobre la ciudad que fue.
(Prólogo libro “Poemas desde la ciudad villana”, de Andrés Rodríguez Aranís; Ortiga Ediciones, abril - 2016.)
Por Juan Cameron
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Nos vestíamos del idioma. Sí, alguna vez, cuando éste era un país en serio y no una ciudad villana. Pero el tiempo y su historia pasó de pronto, como un tornado, como un desembarco repentino, como una invasión y los bárbaros se hicieron del poder, los mercaderes asaltaron el templo y no valió Cristo mío. Quedamos calatos, desnudos, en pelotas. Pero el oficio del poeta persiste sin embargo: “no salvé el mundo en diez días/ pero bebí un vino mezclado con tango/ ahí mismo las sombras a pasodoble/ se quitaron los vestidos”. Así fue construida esta ciudad, a pura oscuridad, a puro dolor, como las luces que iluminan a cantina. Nos vestimos mal en adelante; aunque teníamos el lenguaje: “todos los pueblos se han muerto/ quién dice dónde uno puede entrar a/ componer el cuerpo en/ la universidad de la vida y/ nadie te pregunta dónde compraste/ esa camisa que te regaló/ el amigo muerto”. Tales son nuestros ropajes, usados, gastados, grises. “Estamos harto desprotegidos, fíjese”, dice el poeta; pero aquí estamos de nuevo, cantando tal vez como la cigarra, o como un viejo guerrero en reposo.
Andrés Rodríguez Aranís no hace ninguna concesión con el lenguaje. De todas formas la realidad tampoco se las hace y el lenguaje tiene a ésta sin cuidado. Son los tiempos, y punto. Poemas desde la ciudad villana se escribe a partir de tal precepto. Desde el lugar de habitar o el país que el poeta registra, apunta, no califica. Puede a veces tratarse de la ciudad de la infancia o de la ex ciudad, no importa; desde la villa aflora la villanía como mal, como un espacio de desaliento o desesperanza. Sus señas son simples: frío, hambre, pobreza.
Los elementos primordiales, el primer cuadernillo, reúne dieciocho textos sobre el amor. Quien escribe se encuentra de pronto con éste y no sabe cómo continuar: “no lo tengo claro/ en verdad hace calor/ o eres tú la que está encendida/ como una capilla aldeana/ en domingo de ramos?” Por lo pronto ha pasado demasiada vida y no está dispuesto a “nada de mecánicas/ o margaritas crepusculares”; no hay tiempo para perder y se trata del amor, de un amor físico, brutal, que llega al corazón, puesto que “nuestra casa es una / batalla contra el tiempo”. Si la ciudad es el espacio de vivir, habitamos en nuestro cuerpo.
Por matar este tiempo, el siguiente cuadernillo, transcurre en el Chillán de Chile que Gonzalo Rojas declarara propio; pero esta vez es sólo una metáfora de la patria. O un simple paradigma. Nada puede esperarse de un paisaje donde nada ocurre. El transcurso será un par de ancianos alimentando palomas en la Plaza de Armas, sin comprender que cada miga -describe el poeta- adelanta su propio vuelo. El hambre es una constante en la narración y el bar es el refugio, un lugar para viajar hacia si mismo en medio de tanta barbarie. “nuestro bar es/ un ferrocarril detenido en/ el corazón de la ciudad” declara; porque todos los pueblos han muerto y los ríos ya no llegan hasta donde llegaba la estación de trenes. Imágenes donde el tiempo queda atrapado entre el fluir del río hacia el mar que es el morir, se entiende, y el pasado glorioso de su cauce alcanzado por un progreso que también fue superado a su vez por el tiempo. Los trenes ya no van a partir desde la estación pretérita.
Y por eso al poeta no le vienen con leseras. No es que haya leído muchos libros. Más bien porque lee todo tipo de signos, los de la hoja, los del cielo, los de la calle. Y sabe de cuál treta se trata y conoce los recursos usados para disfrazar la realidad. En consecuencia ve bajo el asfalto y sabe de espejos, reflejos y espejismos: “La bella dama, el olvido, los muertos,/ un sueño de oro, la mitología/ con sus metáforas de alegría,/ el crimen, la mariposa, los desiertos” apunta con abuso y conocimiento del ritmo y de su oído. Porque el resto es puro cuento, “cuento que tengo serias dudas”. Si hasta la imagen de clase, la del “ganador” -utilizando ese corrupto término impuesto por la televisión- corresponde al del patán madurado a mano, apuradito no más, por el oportunismo, la frescura y el pinochetismo en boga. “Lo dejaron listo pa’ la foto”; pero se trata del mismo imbécil autóctono. Frente a esta primavera tercermundista el poeta prefiere el único templo verdadero, el bar del pueblo, “único lugar donde los parroquianos celebran un gol/ cometido hace cincuenta años”.
Andrés Rodríguez Aranís es sin duda un poeta; y esta es su obra. Poemas desde la ciudad villana rescata para el lector desde las ruinas, cuando no de sus escombros, los fragmentos esenciales de lo nuestro para reconstruir el aparato simbólico de esa idea pretérita que alguna vez nos señaló la patria. Salud, maestro, y bienvenido.
Valparaíso – Chile.