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SALINGER, MUJERES JÓVENES Y RECINTOS CERRADOS

Por Jorge Carrasco


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No poco se ha escrito sobre la relación de Salinger y las mujeres, y casi siempre de su relación con menores de edad. ¿Su preferencia por las jovencitas se hacía en desmedro de las mujeres adultas? ¿Si así ocurría, cuál era la visión que el narrador tenía de las mujeres mayores? Salinger padecía de testículo ectópico, enfermedad que lo avergonzaba; ¿influyó esta carencia física en su actividad sexual, carcomió su autoestima de macho viril?

Una de las novias de Salinger (Leyla Hadley Luce) testimonió que el autor era callado, amable, caballero, formal; no pretendía, como otros hombres, besarla, abrazarla, estrujarla. “Tal vez yo fuera demasiado mayor para él. Creo que le gustaban más jovencitas. Yo solamente era siete años más joven que él. Y creo que a él le gustaban doce años más jóvenes. O bueno, más jóvenes todavía”. Después agrega: “Creo que le gustaba menospreciarme. Había cierto sadismo en su actitud”. 

Salinger vivió un romance platónico, no consumado, con la bella Oona O’Neill, hija del dramaturgo Eugene O’Neill, a quien nunca dejó de amar ni de perdonar su casamiento con Charles Chaplin, cuando ella tenía dieciocho años y él cincuenta y cuatro. En su momento Salinger se escandalizó por esa diferencia de treinta y seis años. Él la repitió con ligeras variantes en todas sus relaciones futuras.

A medida que avanzaba en su edad, experimentaba un retroceso en el gusto: las prefería cada vez más jóvenes. De tez blanca o morenas, de pelo negro, delicadas, elegantes. Oona O’Neill, Sylvia Werther, Jean Miller, Claire Douglas, Joyce Maynard guardan un parecido físico sorprendente. Las adoraba cuando estaba en proceso de conquista; cuando las conquistaba, las desechaba. Con su inocencia las mujeres debían cumplir su misión de salvar a los hombres. Puras, estoicas, sensibles, siempre dispuestas a seguir el camino de perfección espiritual propuesto por él, convertido en guía espiritual.

¿Sufrían, sentían soledad y abandono? Salinger no lo sabía, no le interesaba saberlo. La preocupación se concentraba en sus personajes; las familias Caulfield y Glass eran más importantes que su propia familia. La ficción adquirió más realidad que su propia realidad, y en esa fuga de la contingencia sacrificó a todas sus mujeres y condenó a sus hijos con una indiferencia de santo. La construcción de su obra literaria y el hinduismo vedanta aniquilaron su vida familiar. Claire Douglas, con quien tuvo dos hijos, confesó que durante el matrimonio consumaron un esporádico intercambio sexual. “Evita a la mujer y el oro”, dice El evangelio de Sri Ramakrisná, texto oriental que Salinger leía y practicaba con la asesoría de guías espirituales.

Salinger celebraba la libertad y el nihilismo puro de las mujeres inocentes. Le encantaba (también a sus personajes) contemplarles los pies, verlas hacer cabriolas en la playa, salir corriendo en busca de una capelina de adolescente llevada por el viento, escucharla hablar de sus proyectos por más absurdos que fueran. Jean Miller, una de sus novias, contó que mantuvo una larga relación con Salinger. La conoció cuando ella tenía catorce años. Inicialmente era un amor platónico, mediado por salidas inocentes y un manojo importante de cartas. Un día, cuando ya era una mujer madura pero virgen, tuvieron relaciones sexuales. Fue el comienzo del final. El término de la inocencia instauró el término del amor y del deseo en Salinger.

A Claire Douglas, la mujer que se convirtió en la madre de sus dos hijos, la conoció cuando tenía dieciséis años y él treinta y uno. Los hijos, la rutina familiar, la maternidad de Claire, espantaban a Salinger. “No hacíamos el amor muy a menudo. El cuerpo era malvado”, testimonió Claire. En la demanda de divorcio dejó en claro la imposibilidad de establecer comunicación de todo tipo con su esposo. En El guardián entre el centeno Holden le paga a Sunny, una prostituta, pero se niega a hacer el amor con ella.

A Joyce Maynard, otra de sus amantes, la conoció cuando tenía diecinueve años y él cincuenta y uno. Intentó llevarla a Cornish y aislarla de las impurezas del mundo, lo que equivalía a vaciarla de la mujer que sería en el futuro, cuando perdiera lo cristalino y la transparencia de la juventud y se transformaran en una especie de fiera en un ambiente cerrado.

Las mujeres advirtieron paulatinamente que Salinger, en el papel de Holden, cumplía su sueño de irse a vivir a una cabaña ubicada en las colinas de New Hampshire, para darle un nuevo final a su novela El guardián entre el centeno. Salió de la realidad y metió a todas las personas de carne y hueso en la ficción.

Si prefería a las mujeres adolescentes, casi niñas, ¿cuál era su opinión de las mujeres adultas, despojadas de la inocencia y la incredulidad de las jóvenes? En la narración Levantad, carpinteros, la viga maestra, hay una situación que refleja la visión de Salinger de las mujeres mayores. Buddy, el narrador, su álter ego, cuenta que como invitado acudió a la fiesta de bodas de su hermano Seymour; la fiesta se frustró por ausencia del novio, así que los invitados se dirigieron al departamento de los padres de la novia para compartir un cóctel. Buddy sube a un taxi acompañado de cuatro pasajeros y el chofer: dos mujeres, el marido militar de una de ellas y un anciano.  

El encierro en un auto, un día caluroso, en calles céntricas de Estados Unidos, detenidos por el barullo espantoso de una celebración, conducidos por un taxista indiferente, víctimas de los gruñidos de las fieras/mujeres que desean desgarrar emocionalmente, es para Salinger el infierno mismo. Salinger desconfiaba de las mujeres adultas y de la defensa y complicidad mutuas que se prodigaban. Le parecen seres vulgares sin inocencia ni imaginación, obedientes al llamado milenario e irracional de la reproducción de la especie, en cuyo reino de lo práctico su figura de profeta salvador de almas se desfigura. Son verborrágicas, chismosas, hirientes. Monologan, no dialogan. Miran con fijeza, seriedad, severidad, acritud, gruñen, braman, carcajean, se quejan, hablan con voz estridente. Su autoritarismo no tiene altura espiritual. El protagonista se siente acorralado por las dos fieras que lo muerden verbalmente sin pausa.

Salinger presumía de tener el control de la interacción cuando compartía con mujeres. Sin embargo, en compañía de mujeres mayores los personajes (también Salinger) se sienten inseguros. Los hombres aparecen como individuos apabullados por la vulgaridad y la verborragia de las mujeres adultas.  En Levantad, carpinteros, la viga maestra, hay un personaje anciano “maravilloso” que le cae muy simpático al protagonista masculino, hermano de quien está siendo vilipendiado por las mujeres. Cuando están en el auto, el hombre se mantiene intacto en su actitud de indiferencia hacia lo que dicen y refunfuñan las mujeres (la Madrina de Bodas y la señora Silsburn). Al abandonar el auto se advierte que era sordo. La sordera es el filtro de pureza que instala Salinger en el personaje para no permitir el ingreso en sus oídos y en su conciencia de toda la charla desagradable de las mujeres.

En un momento, el desfile impide el avance del taxi. Los pasajeros (las mujeres) deciden bajar para beber y refrescarse. Encuentran cerrado el bar. El narrador decide invitarlos a su casa. Las mujeres y los dos hombres aceptan la invitación. En el departamento, las mujeres continúan con su afán de custodias de la normalidad violada por las excentricidades de Seymour, el hermano del narrador. Sueltan de inmediato reproches y exigencias. El cansancio conduce a la señora Silsburn a sentarse en una silla y poner descuidadamente los zapatos en el diván sobre una prenda de la hermana del narrador. Al final, la voz de Buddy estalla de indignación y les asegura que su hermano era un poeta que solo buscaba luz para todos.

Salinger odiaba los ambientes cerrados, sobre todo móviles: los ascensores, los buses, los taxis. La ciudad se le presentaba como una serie de celdillas en las que debía crecer y desarrollarse en función de valores que abominaba. Un día decidió irse de la ciudad laica y materialista y apartarse de la alienación de la vida moderna. Fue una vana huida. No buscaba solo la libertad; perseguía contradictoriamente una vida enclaustrada en las colinas de Cornish.

La contradicción existencial fue una constante en Salinger. Vociferaba que odiaba el cine pero llevó a Hollywood el cuento El tío Wiggily en Connecticut, y cuando se quejaba de esa fea experiencia mantenía conversaciones con el director Peter Tewksbury para llevar a la pantalla el cuento Para Esmé, con amor y sordidez. Era republicano y sus personajes nunca dejaron de tener una impronta contracultural. En El Guardián despotricó contra el colegio privado de Holden y en su vida real envió a sus dos hijos a escuelas privadas. Se burló de Oona O’Neill, una de sus noviecitas, por haberse casado con el viejo Charles Chaplin y él revivió varias veces esa misma relación de hombre viejo que buscaba amores adolescentes.

Después del estrés postraumático de la guerra, la vida y el arte de Salinger se convirtieron en herramientas al servicio del hinduismo vedanta: no eres tu cuerpo, no eres tu mente y renuncia a tu nombre y fama. Metió la anarquía de su existencia en los carriles de la religión, y en ese traspaso de lo exterior a lo interior en una escalera de etapas hacia el desapego final incluyó también su arte literario, transformación que fue destruyendo su estilo y la calidad de sus obras.

Las mujeres fueron un elemento más de la transformación. Unió la fobia a los lugares cerrados con la vulgaridad ruidosa de las mujeres adultas. Trasladó a los ambientes abiertos de su cabaña en Cornish a sus amantes jóvenes y las incrustó en la indiferencia y el hermetismo de su abstracción religiosa. No estaba en paz con su cuerpo (lo avergonzaba su testículo ectópico); la guerra le reveló la fealdad de los miembros destrozados y arruinó para siempre la estética de los cuerpos y los entusiasmos sexuales, y finalmente percibió que había un orden social sustentado en prácticas alienadas y la vida en común de instituciones reductoras como el matrimonio.

Salinger nos presenta en última instancia un orden social cerrado y un ambiente natural abierto. Las mujeres jóvenes ejercen su dominio en el despejado y liberador ambiente natural de la inocencia, sin la mácula de la experiencia, y las mujeres adultas y esposas, ocupadas en la sordidez de la preservación de las familias y el sostenimiento de la normalidad, hegemonizan su presencia en una sociedad que desprecia la pureza y la verdad del tiempo anterior a la pubertad y el universal mensaje poético de la existencia.  



BIBLIOGRAFÍA
Salerno, Shane y Shields, Davis. Salinger. Ciudad Autónoma de Buenos Aires,  Seix Barral, 2014.



 

 

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