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LECTURA DE UN POEMA DE ROBERTO JUARROZ EN TIEMPOS DE PANDEMIA

Por Jorge Carrasco




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Aunque Epicuro nos insta a no temerle, la muerte es un tema constante en toda la historia de la poesía. El barroco español –Quevedo sobre todo– la puso dentro de sus temas predilectos. Neruda en el final de sus días la vio de frente y manifestó su temor como todo ser humano.

Ningún año de mi existencia puso tan marcadamente, delante de nuestra mirada, la inminencia del cierre biológico. El virus nos sacó de nuestra omnipotencia de especie, tan acostumbrada a manipular el fin de las demás criaturas, y nos instaló en el papel de víctimas.

El poema 37 pertenece al libro Poesía vertical I (1958):

Mientras haces cualquier cosa,
alguien está muriendo.

Mientras te lustras los zapatos,
mientras odias,
mientras le escribes una carta prolija
a tu amor único o no único.

Y aunque pudieras llegar a no hacer nada,
alguien estaría muriendo,
tratando en vano de juntar todos los rincones,
tratando en vano de no mirar fijo a la pared.

Y aunque te estuvieras muriendo,
alguien más estaría muriendo,
a pesar de tu legítimo deseo
de morir un minuto con exclusividad.

Por eso, si te preguntan por el mundo,
responde simplemente: alguien está muriendo.

Como vemos, en estos versos se enlaza dramáticamente la rutina diaria con la muerte, y al materializar esta conexión nos afirma que no es un hecho que sucedió y recordamos después, y tampoco sucederá en ese futuro que deseamos que no llegue nunca: está sucediendo ahora y no hay lugar para ocultarse, para ignorar esta terrible y acechante verdad:

“Mientras haces cualquier cosa,
alguien está muriendo.”

El hacer y el morir, el no hacer y el morir:

“Y aunque pudieras llegar a no hacer nada,
alguien estaría muriendo.”

El no hacer y el morir propios, personales no son impedimento para que alguien muera, lo que encierra el impedimento absoluto de la inmaterialización de la muerte en la experiencia del hombre. El “aunque” conjuntivo repetido, al proponer dos realidades inusuales (no hacer nada y estarse muriendo), en la introducción de la oración, afirma que no hay obstáculos para lo que se afirma en el verso siguiente.

La muerte lejana, universal, como destino de todo ser viviente se nos pone a nuestro lado y nos mira con ojos de amenaza. De acontecimiento íntimo, propio, personal, unánime, huérfano dentro del acontecer diario, pasó a ser un hecho diario, masivo, anunciado en estadísticas, en partes diarios, en gráficos con curvas que ascienden y bajan por locutores atildados, dueños de voces despojadas de toda emoción.

Con la pandemia la muerte perdió su título de exclusividad:

“Y aunque te estuvieras muriendo,
alguien más estaría muriendo.”

Hoy tenemos la sensación de que nadie muere solo. Alguien en otro lugar y en el mismo tiempo está muriendo. Y no solo uno: decenas, centenas, miles también están muriendo. “Morir es una costumbre que sabe tener la gente” – afirmó Borges. Hoy, reafirmando lo expresado por Borges, se puede afirmar que la muerte colectiva es una costumbre que sabe tener la gente.

Frente a esta conciencia de la muerte constante y vecina, inmersa en una colectividad de víctimas que la vuelve pública, todo lo que nos rodea o experimentamos emerge con la mácula de su presencia: cuando realzas las cualidades de un objeto, cuando un sentimiento negativo te coloniza, o cuando el amor te absorbe intensamente o te quiere desligar de toda la tragedia de la vida, ahí está la muerte haciendo su trabajo:

“Mientras te lustras los zapatos,
mientras odias,
mientras le escribes una carta prolija
a tu amor único o no único.”

En la construcción anafórica que universaliza y denuncia su continuidad, el adverbio “mientras”, que indica una acción simultánea, remarca este trabajo paralelo inexorable. El filósofo lituano Emmanuel Lévinas destaca el carácter social de la muerte. Manifiesta que el significado inicial que tenemos de ella viene dado por la muerte del otro, y este conocimiento interactivo del morir nos modifica, nos conmueve y despierta en nosotros una respuesta ética hacia quien la sufre. El poema de Juarroz actúa como un altavoz que nos recuerda nuestra condición de espectadores frente al escenario fúnebre del mundo.

Los amigos, vecinos, compañeros de trabajo, los medios de comunicación, tu rostro frente al espejo, te dicen que alguien está muriendo. Por eso te lavas las manos, compras gel, usas barbijo, no extiendes tu mano para saludar, no das abrazos. Quieres mantener tu individualidad en un mundo comunitario. Tu sanidad nunca fue tan vulnerable, tan pasajera, tan transitoria. Ya no se piensa en una enfermedad anterior a la muerte como proceso, extendida en el espacio y el tiempo. Está aquí y ahora:

“Por eso, si te preguntan por el mundo,
responde simplemente: alguien está muriendo.”

El fin de la vida es un hecho tan rotundo, tan abarcador, que relativiza toda actividad humana. Pero actualmente hay un flujo en el doble sentido. Los hechos diarios, las cifras, las estadísticas la relativizan. Vivir y morir siguen un camino paralelo adverso, con la sensación de seguir un ritmo igualitario de actividad. Hablar de vivir conduce inevitablemente a hablar de morir. El poema de Juarroz refiere lo que queremos negar. No solo en tiempos de pandemia se acelera su ritmo de presentación. Esa actividad, aunque oculta, también está presente en el diario vivir y su ritmo de aparición no depende de la actividad humana ni de acontecimientos extrahumanos. De la noción de esta realidad que subyace a la actividad del hombre da cuenta la visión intuitiva de  los poetas.

Juarroz remarca, como dijimos, que su ritmo de aparición no depende de la actividad humana. Ante una situación hipotética extrema o de difícil concreción (“Y aunque pudieras llegar a no hacer nada” o “Y aunque te estuvieras muriendo”), la muerte no cesa en su actividad segadora (“alguien estaría muriendo” o “alguien más estaría muriendo”). Hoy el rumor público, tan expuesto a ser creído, le ha quitado incertidumbre a esa actividad devastadora constante que ocurre delante de la ausencia de nuestra mirada. Ya no necesitamos tener la sensibilidad del poeta para advertir que muchos, ignorantes de nuestra circunstancia, están muriendo en centros hospitalarios o en sus casas. El sentimiento intuitivo del poeta se materializa en una certeza en la memoria de todos los ciudadanos.

El poeta nos avisa que la vida puede aspirar a “no hacer nada” como máxima inactividad, pero la muerte tiene otra inactividad más profunda: “mirar fijo a la pared”. La agonía de un hombre no se aminora con la actividad o inactividad de los otros hombres. La muerte ha perdido privacidad, hoy es un hecho público y una amenaza constante. La pandemia aleja el consuelo de los vivos. Hoy mueres solo. La muerte de un ser querido ya no solo se llora, ahora se le teme, es una amenaza. Es que el muerto hoy te puede matar. La compasión está teñida de pánico y de dolor.

Este poema de Juarroz me confirma lo que no quiero saber: la presencia constante de la muerte en la actividad diaria del ser humano. El poema y el coronavirus asumen que la muerte forma parte de nuestra rutina, como el besar a alguien, tomar una ducha o atarse los zapatos. Esta experiencia del morir ajeno nos trastoca profundamente. Los seres humanos vemos la muerte en pasado y la negamos como acontecimiento de un futuro cercano. El presente está absorbido por el vivir. Sentimos pavor de reconocer y nombrar que está sucediendo en nuestro instante y la pandemia, como el poema de Juarroz, nos actualiza la muerte y la instala en una eterno, inexorable presente en tiempos en que la ciencia del mundo, hasta ahora, no tiene respuestas.



 

 

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Lectura de un poema de Roberto Juarroz en tiempos de pandemia.
Por Jorge Carrasco