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DIALECTOS, BORGES Y MI LITERATURA

Por Jorge Carrasco



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En 1985 arribé a Argentina hablando el dialecto pueblerino, tímido, poco comunicativo de la clase baja de Carahue, sector casi costero de La Araucanía, enriquecido por los años de formación en escuelas públicas y un paso fugaz por la universidad en Chile. Tenía veinte años. El lenguaje es un constante elemento de identidad. En el valle de Río Negro reconocían de inmediato mi nacionalidad por mi tonada. Pronunciaba un par de palabras y ya me decían: “Sos chileno”. En el exilio la nacionalidad forma parte del nombre o del apodo.

Escribir en Argentina no fue, inicialmente, tan problemático porque en ese tiempo yo solo escribía poesía. La subjetividad del yo impone su canto unidireccional en un mensaje poético universal, no tan dependiente del contexto como la narrativa. Además, mi poesía no estuvo nunca definida por el coloquialismo, rasgo que exige relaciones contextuales para otorgarle la verosimilitud mínima necesaria. Hasta ahí todo bien.

El problema vino después. La nostalgia del exilio colaboró para arrimarme al género narrativo. Deseaba contar mi historia como exiliado, pero esa intención agravaba el problema porque mi mensaje narrativo ostentaba rasgos realistas, testimoniales, narrado en muchos casos en primera persona, lo que lo acercaba a la comunicación oral. A primera vista, en los diálogos entre inmigrantes chilenos residentes en el valle de Río Negro no surgía el problema, al menos creía eso; el problema surgía cuando se comunicaban oralmente personajes argentinos.

En otra tierra el dialecto original se va perdiendo con el tiempo. Este cambio sucede sin tener conciencia del proceso. Notaba esta diferencia cuando compartía  con chilenos que vivían en Chile, y estos compatriotas también notaban, en ese intercambio, mi oralidad chilena deformada. En primer lugar, ¿si debías reproducir el dialecto chileno en el habla de mis personajes chilenos, para construir una comunicación más auténtica, este dialecto era el que se hablaba en Chile o era una desviada, impura aproximación de la oralidad chilena en esta zona de Argentina, refugio de inmigrantes chilenos pobres? En segundo lugar, ¿mis pocos años de vivir en Argentina me permitían tener conocimiento del uso real del rioplatense para que lo usaran los personajes argentinos de mis cuentos y novelas? ¿Me sentía seguro de manejar en la escritura el uso apropiado de ese dialecto?

Este tema me hizo recordar la disputa que tuvo Borges con el filólogo y lingüista brasileño Américo Castro. El problema surgió cuando Castro en su libro La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico (Losada, 1941) criticó con dureza las que él creía eran desviaciones del rioplatense. Denunciaba Castro, por ejemplo, el “calamitoso rasgo” del voseo, originado en una arbitraria “impunidad social” y era efecto de “desequilibrio y perversión colectiva” [1]. Borges, adversario del nacionalismo, mostró las garras de un orgulloso nacionalismo lingüístico en el artículo “Las alarmas del Dr. A. Castro”. En el fondo, la disputa se reducía a la forma de concebir el lenguaje en relación a su uso. El doctor Américo Castro ve la raíz del problema en el uso desautorizado del lunfardo y el habla gauchesca de los argentinos.

Castro –conservador, castizo, académico– propone un lenguaje puro, estático,  desprendido de la tradición española (de ahí su afinidad con Ricardo Rojas). Un lenguaje normativo, no situado. Borges, opositor mordaz a tal postura, opina que los españoles no hablan mejor que los argentinos. Admite que las pruebas de la “deformación” lingüística son fragmentarias, marginales, caricaturales.  Alude, por ejemplo, que es falsa la acusación del uso de arcaísmos en Argentina porque en la gente culta de España se dejó de usar. Lo hace manifestando que se está comparando dos tipos de lenguaje: culto y popular. Eso invalida la comparación.

El autor de Ficciones también pasa de la defensa al ataque. Manifiesta una serie de imperfecciones del español en el orden fónico, sintáctico y morfológico; pero no intenta descalificar su uso dialectal, porque lo considera propio de un pueblo. Su intención es desbaratar la pretensión de Castro de asumirlo como un uso correcto frente al uso incorrecto de otras latitudes. No conforme con eso, se ríe del estilo comercial y rimbombante del libro del filólogo español.

Borges, finalmente, considera que el lenguaje válido es aquel que habla la gente y no el lenguaje que norman estáticamente las gramáticas. El lenguajes es evolución y esa evolución se da dentro de su uso, dialectalmente.  Considera que las expresiones del lunfardo y la gauchesca son más legítimas que las expresiones descontextualizadas, librescas, académicas del doctor Américo Castro.

Esta disputa traduce la concepción de enseñanza que subyace a las posturas. Américo Castro nos remite a un modelo homogeneizador, unidireccional, indiferenciado cultural, social y lingüísticamente, y Borges, en contraposición, apunta a un modelo de sociedad heterogéneo, amplio, diversificado, en cuyo ámbito el habla y la escritura expresan la identidad intrínseca de los hablantes.  

Esta polémica ficticia me hizo recordar la disputa de Roberto Arlt y los académicos en relación al uso del español rioplatense en sus obras. Arlt, en contraposición a un artículo del mismo Américo Castro aparecido en España, proponía en sus narraciones un lenguaje socialmente representativo. Alguna vez, en la maraña de la polémica, opinó: “¿Adónde iremos a parar? Pues a la formación de un idioma sonoro, flexible, flamante, comprensible para todos, vivo, nervioso, coloreado por matices extraños y que sustituirá a un rígido idioma que no corresponde a nuestra psicología” [2].

Borges defiende su dialecto rioplatense. Lo cree digno, legítimo, no inferior al español de la metrópoli ni conectado con la marginalidad del arrabalero. Su propuesta es, en resumen, nacionalista, unitaria y burguesa (1). Escribió: “Mejor lo hicieron nuestros mayores. El tono de su escritura fue el de su voz; su boca no fue la contradicción de su mano. Fueron argentinos con dignidad: su decirse criollo no fue una arrogancia orillera ni un malhumor. Escribieron el dialecto usual de sus días: ni recaer en españoles ni degenerar en malevos fue su apetencia”[3]. Esta representatividad entonces nos ofrece el marco de expresión. Si esto es así, ¿cómo se comunicarán oralmente mis personajes si fui perdiendo poco a poco mi dialecto original, y si, a medida que me apropiaba inconscientemente del diluido uso del rioplatense, no me sentía seguro de haberlo adquirido realmente? Me hallaba en una zona intermedia, dubitativa, para contar mis obsesiones, mi visión de la vida y de las cosas, mi situación histórica y existencial, mi concepción de la literatura, dentro de mi realidad dual, partida geográficamente por la cordillera de los Andes. 

Borges en El idioma de los argentinos (1928) aconseja escribir desde la intimidad para alcanzar una legitimidad de uso lingüístico, que en el caso de Borges es la entonación propia del rioplatense porteño. Agrega Borges: “Dentro de la comunidad del idioma (…) el deber de cada uno es dar con su voz. El de los escritores más que nadie, claro que sí” (Ibídem). Arlt me sugiere que use un lenguaje socialmente representativo, perteneciente a una comunidad de hablantes lingüística, expresiva y psicológicamente diferenciada, diversidad que advertí con claridad en la oralidad de ambos países, en mis más de tres décadas de permanencia en Argentina.

 

 

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NOTAS  
  
(1) Bordelois, Ivonne; Di Tullio, Ángela: “El idioma de los argentinos: cultura y discriminación”. CiberLetras: revista de crítica literaria y de cultura, ISSN-e 1523-1720, Nº 6, 2002.

(2) Arlt, Roberto: “¿Cómo quieren que les escriba?”, nota de 1929. Aguafuertes porteñas: cultura y política, Buenos Aires, Losada, 1994.

(3) Borges, Jorge Luis: “El idioma de los argentinos”, Buenos Aires, 1928.

 



 

 

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