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Jorge Carrasco | Autores |



 









NOS ESPERABA EL VIENTO

Jorge Carrasco




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alguna vez
alguna vez tal vez
me iré sin quedarme
me iré como quien se va

A Pizarnik

1

En mi pueblo había un puente colgante y yo quise ser alguna vez constructor de puentes. Debajo del arco invertido, en la playa, las ráfagas desdibujaban el lugar donde las pendejas apoyaban el culo en los días soleados. Nada quise más en el mundo que estar allí, despreocupado de todo, con el mundo a mis pies, de espaldas a mi destino.

Si desesperas, comparas. Un día de mucha desesperación a papá se le ocurrió que un lugar podía ser mejor que otro. Papá estaba desesperado y supongo que nosotros también, pero no estoy muy seguro. Decía que no le daban trabajo por haber sido allendista, como si ser allendista significara ser un traidor o un antipatriota o tener sida. Mi mamá creía en Dios y les tenía un miedo atroz a las arañas y a los comunistas.

Cuando yo era chico papá usaba saco y corbata. Fue, en su mejor tiempo, secretario de la alcaldía. Usaba bigotes y su boca se le abría en una sonrisa enorme. A veces, cuando estaba feliz, a mí me daban ganas de reír, y la gente buscaba semejanzas de mi risa con la de mi padre. Cuando se buscan parecidos en la risa es porque también encuentran semejanzas en la tristeza. Yo fui el muchacho más alegre de todos, pero también el más triste. Suena raro, pero no sé explicarlo de otra manera.

Apenas llegamos a la chacra me puse a comer peras hasta que me dio diarrea. Mascaba y mascaba pedazos de pera, con más rabia que hambre, y creo que eso me tranquilizó un poco. Fue una tarde de marzo, una tarde de mucho sol, y la cagadera me vino al anochecer. Me pasé buena parte de la noche sentado en el inodoro de concreto, a oscuras, con las piernas dormidas de tanto aplastarlas, y pensando que mi padre nos había dado gato por liebre.

Nos instalamos en un conventillo de ladrillo con forma de L. Allí vivían todos los peones de la chacra. Papá se vino un año antes que nosotros y después nos fue a buscar. Atravesamos la cordillera mi padre, mi madre, mi hermana Leticia, mi hermano Agenor, mi cuñada Ulda (esposa de Agenor), su guagua  y yo. Leticia tenía catorce años, Ulda veinte y Agenor veintiuno. Yo tenía dieciocho. Acababa de terminar el liceo y tenía ganas de ser alguien en la vida.

Allá, al otro lado de la cordillera, papá nos escribió que nos iba a trasladar a un lugar donde las manzanas y peras estaban al alcance de la mano. Parece el mismo paraíso, dijo. Pero a poco de llegar me cabreé de ver tanta fruta. Papá trajo el saco y la corbata debajo de una funda de plástico negro. Supongo que en algún lado llevaba también, escondida, su sonrisa.

Yo extrañaba mucho a Solón. Lo dejamos en casa de la abuela. Cuando llovía, torcía un poco la cabeza y me quedaba mirando. Luego se echaba con torpeza y se lamía el pus de su pichula. Mamá también miraba a papá largamente. Algunas veces con ternura y otras con rabia o miedo. Luego se rascaba la cicatriz de la cesárea. Después se rascaba otra cosa, pero eso ya no me gustaba.

2

No bien Solón dejaba de lamerse la pichula, dirigía su lengua hacia mi rodilla. Al principio, cuando el mundo te sonríe, a uno le da asco por todo. Después te pueden largar toneladas de mierda encima y a uno no se le mueve un pelo. Con esto quiero decir que no hay una sola manera de ser pendejo. Hay tantas como uno quiera.

Con un vaso de cerveza en la mano, papá decía que lo peor que nos hizo el dictador no fueron las muertes o la represión. Fueron las estadísticas. Un baile de números para justificar lo injustificable. Mamá lo miraba a la cara y tenía ganas de llorar. Yo creo que nunca estuvo convencida de que papá no fuera comunista. Mamá creía en todo lo malo que los demás decían de papá. Particularmente desde que las cosas empezaron a ir mal. En realidad siempre las cosas habían empezado a andar mal. Solo que mamá no se quería dar cuenta.

Papá nunca quiso que mamá trabajara. Supongo que por machismo y vanidad. Aquí, en Argentina, aceptó que mamá trabajara de sirvienta en casa de los dueños de la chacra, y que Leticia cuidara a una anciana con Parkinson. A papá tenía que perdonarlo. No era el tipo de saco y corbata, dueño de esa tremenda sonrisa. Ese había quedado al otro lado de la cordillera. A su lado había un tipo que olía mal, eructaba ruidosamente y se sacaba con la lengua las sobras de los dientes. Antes era igual. Sólo que el saco, la corbata y su tremenda sonrisa camuflaban sus bajezas de ser humano.

Quizás no fui tan astuto como creía serlo. Si eres rebelde, hazlo saber. Nadie se dio cuenta de mi asco. El dictador trajo a los chicago boys y cagó de hambre a medio país. En el colegio una directora tuerta nos hacía cantar esa canción espantosa de Nino Bravo mientras nos mirábamos los zapatos rotos. Libre, como el sol cuando amanece yo soy libre…Bueno, a lo mejor la canción no era tan horrenda. A mamá le encantaba.

Por las noches, papá se iba a su pieza y ponía la radio bajito, muy bajito, en onda corta. Escuchábamos el programa de radio Moscú y yo siempre tuve la idea de que transmitían desde dentro de un templo oriental. Escucha, Chile, se llamaba. Papá subía las cejas y creía estar socavando el poder de la dictadura. Mamá lo quedaba mirando. Yo creo que lo imaginaba peludo y con muchas patas. Como una araña.

Después escuchábamos El siniestro doctor Mortis.

3

En verano me gustaba tomar mi bicicleta pistera para llegar al puente colgante. No pedaleaba fuerte porque Solón me acompañaba con la lengua afuera. Debajo del puente había una playa hermosa. Allí tomaban sol las muchachas más lindas del pueblo y los pendejos más agrandados. Me gustaba mirarlos desde arriba, como un halcón en busca de palomas heridas. Allí, en trajes de baño, las chicas se diferenciaban por sus actos. Unas se rascaban el culo todo el tiempo, otras se miraban en pequeños espejos redondos y todas se dejaban manosear. Solón se lamía la pichula y me pasaba la lengua por las pantorrillas. Un escalofrío me recorría la espalda.

Yo aún no sabía que un día de desesperación podía cambiarlo todo. Allí en la playa fumaban marihuana y se besaban todo el tiempo y yo pensaba que esos tipos no pensaban nunca en cambiar nada. El mundo les pertenecía, así como eran suyos esas camionetas y jeeps estacionados bajo los sauces. En el país moría gente, se armaban operativos truchos y todos decían que la guerra con Argentina era inminente, pero a aquellos hijos de puta no les importaba nada. ¡Nada!

Lo tenían todo. Hasta el olvido.

4

En el sur, en el límite entre dos países hay un canal y tres islas. Allí se concentró una buena cantidad de tropas, barcos, aviones, fragatas. De ambos bandos. Antes de partir, todo lo mirábamos por televisión. En el conventillo de la chacra no había televisión. Sólo una radio pequeña. Papá destapaba una cerveza y escuchaba, por las noches, las emisiones que venían del otro lado de la cordillera. Fumaba, vaciaba el vaso de cerveza y escuchaba radio. Mamá le pedía que le conversara y él siempre le decía que no tenía ganas.  Mamá decía: ¿Y si estalla la guerra ahora? Papá decía: ¿Y qué puede pasar? ¡Que nos jodemos!

Yo los miraba y pensaba: ¿puede un lugar ser mejor que otro? Y me daban ganas de que Solón estuviera a mi lado lamiéndome los tobillos. Todos queríamos volver. Éramos chilenos y nos gustaba serlo. Fue en el tiempo en que a papá le dio por las estadísticas. Nos decía que la comunidad internacional alababa nuestra balanza comercial. Somos los regalones del FMI, decía con contradictorio orgullo. Se miraba la mugre de las uñas y los callos de las manos. Y parecía no comprender.

Yo lo miraba y pensaba: al final uno se puede amigar hasta con lo que más odia. ¿Pero entonces qué hacíamos allí? Sacaba una pera del cajón y le daba dos o tres mascadas. Después me iba a dormir. Al día siguiente teníamos que cosechar manzanas.

5

Cuando era chico yo pensaba que la gente se moría cuando tenía ganas de morirse. Como yo nunca iba a tener ganas de morirme, sería inmortal. Después pensé que el cuerpo decidía cuándo parar los órganos o seguir, sin consultarle al alma. Entonces me di cuenta que uno podía querer una cosa y el cuerpo otra y estar en un estado de guerra transitoria o permanente. Tonterías así.

Diez años más tarde, dentro de la oficina de Migraciones, pensaba que sólo los cuerpos tienen nacionalidad. El alma es una entidad internacional. Yo tenía que radicar mi cuerpo. Darle un número a cada uno de mis órganos. Y no, yo tampoco podía comprender.

Mi hermana Valentina se salvó de todo eso. Las esperas, las colas, la autoestima por las nubes de la burocracia argentina. ¿La muerte es también un ente supranacional? ¿No estará ella también gestionando su documento de radicación en el país sin límites del olvido o de las tinieblas?

Yo quiero morirme sin nadie al lado. Con los párpados caídos para que nadie pose su sucia mano sobre mi cara. Un número para mi cuerpo, eso es lo que pedía. Mi hermana Valentina murió de cáncer. Poco antes de internarse, mamá le pidió a papá dinero para comprar una toalla, jabón de tocador, algodón y gasa. Él dijo que no tenía plata. Mamá le pidió la plata a tía Elcira, su hermana. Un mes después mi hermana murió. Me pregunto: ¿se puede ser padre si no eres capaz de comprarle a tu hija un jabón, una toalla, un paquete de algodón y gasa para que vaya a morir en un hospital de mierda?

¿Pide ahora mi hermana, en una oficina migratoria del cielo, un número para su alma?

Una hora después de que Valentina se fuera al hospital mi padre me mandó a comprar un paquete de cigarrillos. Me dio un billete de cien pesos. Quédate con el vuelto, dijo. En lugar de comprar cigarrillos compré un paquete de algodón. Se lo llevé a mi hermana al hospital. Ya imaginarán lo que sucedió después. 

6

Nuestra casa no era grande pero sí muy iluminada. Tenía ventanas  por donde entraba el sol a importunarte a cualquier hora, así estuvieras viendo una revista porno o rascándote los sobacos. Cuando uno piensa en otra cosa la luz nunca es excesiva. Los rayos del sol rebotan en tu cuerpo como chispas de carbones.

La cordillera es un gran vidrio. Ya ni sé en cuál de los lados está la intemperie. Sé en qué lado está el miedo y la duda. De mi padre podía esperar cualquier cosa. ¿Se puede tener confianza en un padre que no puede comprarle una toalla, jabón, algodón y gasa a una hija moribunda? Decididamente cualquier cosa era posible. 

Al principio, antes de la cesantía de papá y de que egresara del secundario, la casa lucía todos sus vidrios. Era una casa alta, de madera, con techo de tejas. Estaba medio torcida en un costado, allí donde las vigas se fueron avejentando y el peso de las tejas resultó excesivo para ellas. No es que  las ventanas fueran angostas. Parecían así. Se alargaban bastante hacia arriba y eso las hacía flacas y torpes. Unos feos postigos de una sola hoja, como parche de tuerto, cerraban el mundo a nuestras miradas.

Uno a uno fueron cayendo los vidrios. Un piedrazo, un forcejeo con nuestro padre (cuando llegaba borracho y se ponía violento), un ventarrón que cierra la ventana de golpe. Cuando algún frío sorprendía a papá sobrio –cosa rara– lo veía acercarse a la ventana y clavetear una madera o un pedazo de cartón allí donde antes hubo un vidrio. Por las mañanas o las tardes, en las ventanas del frente o del fondo de la casa, el sol comenzó a entrar recortado, disminuido, y nuestra vida comenzó a ser más oscura que antes. Así, en su pleno sentido.

Si la oscuridad se volvía intolerable, encendíamos el mezquino foco de 60 watts, amarillento, salpicado de cagadas de mosca, colgante del negro cielo raso de la cocina. Mientras afuera llovía, nos sentábamos en torno a un brasero y nos mirábamos. En uno de esos días nuestro padre nos habló de su rabia sin esperanzas, de un valle al otro lado de la cordillera y de un lugar donde compraban muebles viejos a precio de chatarra.

7

Ulda sacaba su enorme pecho y le daba de mamar a mi sobrino. Su pecho semejaba un redondo pedazo de lava volcánica cayendo sobre una ladera. Su figura me hacía recordar, con todo su poder perturbador, a una de esas vírgenes impúdicas de Caravaggio, que nuestro profesor de arte nos mostraba a escondidas de la directora. Nosotros parecíamos mendigos de Giusseppe Ribera, el españoleto, o los peones inocentes de John Steinbeck, a quien, por afinidad de ambiente, leía todas las noches antes de dormirme, mientras el viento golpeaba la cortina de álamos.

A Ulda la ensuciaba su pasado. Pasó de un novio a otro antes de engancharse a mi hermano. Después de ponerse de novia con él, lo engañó varias veces. Leticia me dijo que después de juntarse con mi hermano, lo volvió a engañar. Se hace la mosca muerta, dijo. Quizás tenía razón. El problema es que, bien mirado el asunto, siempre todos tienen razón. Un mundo en el que todos tienen razón es insoportable.

8

Pero la guerra no estalló. Y nosotros nos fuimos al territorio del viento y del enemigo. A buscar pan. Y una casa con ventanas de vidrios para ver el sol. Ya no sería un soldado de ingenieros. La guerra y los puentes podían esperar.

Leticia, a quien no le importaba el pan, se la pasaba llorando. Yo le decía ya va a pasar, ya va a pasar. Pero yo también, cuando nadie me veía, lloraba de impotencia. Me preguntaba: ¿Qué hago aquí, entre árboles mudos, entre personas que aspiran a comer un pedazo de carne y dormir, con este recolector de manzanas en mi pecho? Yo no nací para esto. ¿Para qué habré nacido yo?

Mi padre y un peón tucumano me enseñaron a manejar la escalera y  cosechar la fruta arriba de un árbol. Aprisionas la fruta, doblas la muñeca y el pedúnculo queda en la fruta, me decían. Una y otra vez. Hasta llenar el recolector en tu pecho. Las correas del recolector te apretarán el hombro, me decían. El ardor se siente sólo unos días. Después te acostumbras.

Y en invierno me enseñaron a podar. Y en primavera a limpiar acequias. Y a comienzos de verano, a guadañar maleza. Ya te acostumbrarás, me decían.

Por las noches, con mis manos sucias y callosas, contaba los pesos ahorrados. Resbalaban sobre mi piel con una suavidad de plumas. Con ellos pensaba comprar un boleto a cualquier parte.

9

Unos días antes de Navidad les dije: Yo me voy de aquí. Mi padre me preguntó a dónde me iba y yo le dije que eso no importaba. Cualquier lugar es mejor que éste, les dije. Él me dijo: aquí tienes pan, duermes bajo techo, tienes la compañía de tu familia. Yo le dije: justamente por eso me quiero ir.

Crucé la cordillera. Pasé la Navidad con mi abuela. En uno de esos días fui al cementerio a ver a Valentina. Mi perro tardó en reconocerme. A los pocos días ya estaba con él en el puente. Su lengua en mi pantorrilla. Mis ojos en los trastes de las pendejas.

En los días nublados, cuando la playa estaba desierta, bajaba del puente y acariciaba la arena. Pasaba mis palmas en los lugares que acogieron el cuerpo desnudo de las muchachas. Me revolcaba como un perro, oliendo, tocando los cuerpos invisibles. Solón me ladraba, saltaba, volvía a ladrar, daba unos saltos en el agua. Desde allí el mundo se veía distinto.

En uno de esos días conocí a Rocío. En un baile en el salón de Socorros Mutuos. Luego seguimos viéndonos en la plaza, en el andén de la estación abandonada y en la casa de mi abuela, cuando ella se iba a quedar unos días en la casa de tía Elcira.

Un día mi abuela nos descubrió desnudos en su cama. Esa misma tarde tiró mis cosas a la calle. 

- ¡No quiero ser yo la culpable de tu desgracia! – gritó antes de darme el portazo. 

10

Crucé otra vez la cordillera. Mis padres me recibieron con los brazos abiertos. Mi madre alzó las cejas y miró a Rocío de arriba abajo. ¿Es la hija de Domingo Saravia, el zapatero remendón, la pobretona que vivía en la curva del cementerio? Estuvo una semana sin hablarnos.

Mi pieza había sido ocupada por un par de santiagueños. Uno de ellos, llamado Aquiles, estudiaba periodismo en la universidad del Comahue. Fue él quien me acercó las novelas de Steinbeck. Durante unos meses nos acomodamos con Rocío en la pieza de mis padres. Agenor y Ulda se habían ido a Neuquén y Leticia quiso irse con ellos.

Tardé un tiempo en decirle que Rocío estaba embarazada. Cuando mi padre advirtió que la había preñado en Chile, se puso como loco. Hijo de puta, me dijo. Ahora sé por qué te echó la abuela. ¡Y tuviste que regresar! Vas a tener un hijo argentino. Te quedarás aquí para siempre.

Yo le dije que ya no me importaba. Entonces él se puso a llorar y me abrazó con rabia. Ahí supe que él ya no tenía fuerzas para empezar de nuevo. Que ninguno de nosotros tenía fuerzas para empezar de nuevo. Y que el pasado comenzaba a morir, sin morirse nunca realmente, aunque no nos diéramos cuenta.

 

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Con "Nos esperaba el viento" Jorge Carrasco resultó ganador del 18° Concurso Literario Fernando Santiván (2012) organizado por la Corporación Cultural Municipal de Valdivia.

 

 



 

 

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NOS ESPERABA EL VIENTO
Jorge Carrasco.
Cuento ganador del 18° Concurso Literario Fernando Santiván (2012) organizado por la Corporación Cultural Municipal de Valdivia.