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Pablo según Rafael. Una visión del Neruda doméstico
Carpintero de un amor oculto
Por Jorge Carrasco
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Dice de Rafael Plaza, Rafita, Neruda en Una casa en la arena (1): “Así como yo me pensé siempre poeta carpintero, pienso que Rafita es poeta de la carpintería”. Pocos amigos (no exagero: eran amigos) compartieron más tiempo con Neruda que Rafael, a pocos los quiso más que a Rafael, y pocos saben más del Neruda hogareño que Rafael. En el mismo libro dice de él que “tiene esos ojos de san Juan de la Cruz y esas manos que levantan troncos colosales con tanta fragilidad como sabiduría”.
Hay casas que se compran hechas o se hacen de un tirón, y otras que se alzan de a poco, caprichosamente, como las de Neruda, obedientes a su personalidad y evolución de su posición social. Casas que nunca estuvieron completas, casas que tienen una continuidad espacial impredecible, casas que se multiplican incansablemente como un brazo de la carpobrotus chilensis extendida sobre la arena de la playa.
Bachelard dice que “toda forma conserva una vida” (2). Un trabajo de molusco y caracol cuando construyen su concha, o el de un hornero que edifica contra las inclemencias del tiempo su cobijo de barro en las alturas. “Así el bienestar nos devuelve a la primitividad del refugio. Físicamente el ser que recibe la sensación del refugio se estrecha contra sí mismo, se retira, se acurruca, se oculta, se esconde”. En sus casas el poeta se sentía protegido, eran su escudo contra la gente, el tiempo, sus errores, su participación política, sus temores, sus malos recuerdos, la moral ciudadana, las decencias urbanas, el lugar común, la ley.
Pero la casa no está desgajada del mar. Es un barco, un islote, una madera de un naufragio, un pájaro muerto sobre el oleaje. En el barranco costero de su casa se asomaba al mundo, a lo desconocido, al movimiento del mar, al agitarse del ronquido del mar. Máscaras, mascarones de proa, botellas multicolores, mariposas, caracoles: miniaturas de un mundo, diría Bachelard, macrocosmos y microcosmos unidos. “El alma encuentra en un objeto el nido de su inmensidad”.
La primera parte —compuesta de sala de estar, cocina, living, dormitorio y baño— fue edificada por el carpintero y albañil Alejandro García. Matilde Urrutia arribó a Isla Negra como amante de Neruda en 1952, dice Rafita; desde esa fecha, como constructor mayor, inició las ampliaciones. El amor exige la forma de su refugio. “La intimidad necesita el corazón del nido”, dice Bachelard.
Neruda conoció al molusco, al caracol, al hornero que levantó con paciencia sus casas en Isla Negra. Allí mismo, en julio de 2018, supe de su existencia cuando recorría el litoral de El Quisco. En mi libro Nos esperaba el viento hay un cuento que se llama El portaaviones. Narro imaginariamente los últimos momentos que vivió Neruda en ese lugar. Imaginé el dormitorio, imaginé el ventanal que lo comunicaba con la inmensidad del panorama marítimo. “Es muy parecido al dormitorio de mi cuento”, me decía mientras recorría la habitación y observaba con detenimiento sus muebles, sus zapatos, sus ropas. Una empleada de aspecto humilde, de cincuenta o sesenta años, vigilaba nuestra visita cerca de la ventana.
—Es fuerte ver esto— le dije al pasar, sin comunicarle que comparaba esas imágenes con el dormitorio de mi texto.
—Aquí pasó sus últimos días— dijo la mujer, compungida.
—Sería lindo conocer a alguien que haya compartido con el poeta estos momentos finales— dije sin esperanza, a punto de seguir mi camino por la habitación para no perder el ritmo de observación del grupo.
—Hay una persona que aún está viva —dijo la mujer—. Vive aquí en Isla Negra. Se llama Rafael Plaza. Fue el carpintero del poeta.
—¿En serio? —pregunté con vivo entusiasmo—. ¿Está vivo Rafita? ¿Vive muy lejos de aquí?
—Un par de kilómetros —dijo la mujer—. Enfrente de la primera estación de servicio que encontrará si se va caminando por la avenida que lo condujo hasta aquí. Está al lado de un taller mecánico. Allí trabaja su sobrino. Tiene hoy 95 años. Está lúcido. Recuerda todo lo que vivió con el poeta.
Salí de la casa de Neruda al mediodía y tomé una liebre para dirigirme a Cartagena. Quería conocer la casa de Huidobro. Volví de Cartagena a eso de las siete de la tarde. Antes de ir a la pensión donde alquilaba una habitación decidí conocer la casa de Rafael Plaza. Caminé decenas de cuadras y de pronto vi la estación de Petrobras. De un portoncito de madera de una casita pequeña salían dos mujeres; me pareció que una tenía sesenta años y la otra más de cuarenta. Se dirigían a un auto rojo estacionado en la banquina de tierra.
—Buenas noches —dije envalentonado por la curiosidad y la emoción.
—Buenas noches —dijo la mujer más joven, de rostro redondo como su cuerpo.
—Me dijeron que aquí vive Rafael Plaza, el carpintero de Neruda— dije
—Sí —dijo la mujer un poco seria, como buscando la intención de mi propósito—. Soy su sobrina.
—Me gustaría hablar con él —dije.
—Ahora no se puede —dijo la mujer—. Está acostado.
—Puedo venir mañana temprano —dije sin pausa, ansioso.
La mujer pensó un momento. Temí que me dijera que no.
—Venga a las once —me dijo seria, escrutándome de pies a cabeza.
—Gracias. A esa hora estaré aquí.
Al día siguiente, a las diez y media ya estaba golpeando mis manos (forma de avisar una visita propia de los argentinos que causa extrañeza en los chilenos). Salió de inmediato un hombre bajo, moreno, de pelo blanco y frente amplia. Me sorprendió su caminar firme y su respetuosa sonrisa animosa.
—¿Rafael Plaza, el amigo de Neruda? —pregunté.
Afirmó con su cabeza. Le di un abrazo y me invitó a sentar en un asiento de plástico blanco al lado de una mesa también de plástico, en el patio, al lado de una parrilla. A nuestro lado se echó un cocker spaniel viejo de pelaje enmarañado. Era un hermoso día de sol.
HUEVOS DE LA TORTA
Iniciamos una charla que duró más de dos horas. A poco de hablar de la casa de Isla Negra, me aseguró que sus manos agrandaron la cocina, construyeron los arcos de piedra que sirven de enlace entre ambas partes de la casa, el campanario, la biblioteca y el lugar para escribir llamado La Covacha.
Le pregunté por la forma curiosa de la casa. La forma —fue su respuesta inmediata— y el orden de las habitaciones, obedecía a dictámenes de la voluntad del poeta. En pequeños papeles que desgarraba de sus cuadernos deslizaba las instrucciones, cruzadas de ilustraciones, esquemas y breves indicaciones verbales. A veces, para continuar su trabajo, Rafael necesitaba nuevas órdenes. Neruda suspendía sus reuniones, en muchos casos con invitados extranjeros, para que el trabajo no se interrumpiera. Me dice sonriendo, con otras palabras, que la construcción de su casa tenía la misma importancia que cuestiones culturales, políticas o de Estado.
Era una casa pintoresca y juguetona, una casa que buscaba la originalidad. Neruda odiaba lo establecido, por eso las órdenes que recibía las estampaba en dibujos con instrucciones que firmaba de puño y letra. Hoy la gente ofrece dinero para que Rafael les muestre o le venda esas instrucciones, pero él cuenta sonriendo que apenas el poeta le explicaba, daba las órdenes y él las aplicaba en su tarea, las tiraba a la basura. Cuenta que cuando levantaba los muros y la mezcla de cemento y piedras aún estaban húmedos, Neruda solía dejar de comer y aparecía de improviso con una botella, piedras de formas raras o huesos sobrantes de su comida para incrustarlos en las paredes húmedas. Quedaban así en la construcción junto a las piedras, aprisionadas por el cemento (hoy es posible verlas en el muro del costado de la entrada).
Neruda siempre le pedía al carpintero que le construyera una habitación separada del movimiento de la casa para escribir poesía. La primera fue una cabañita independiente en la ladera, a treinta metros de los roqueríos de la playa, en la ladera de la loma donde se alojaba la casa; hoy aún se mantiene en pie. Le construyó después “La Covacha” en la punta de la casa, ubicada después de la biblioteca, el lugar de recepción y la pieza de los “juguetes”. En La Sebastiana el lugar para escribir estaba en el último piso.
Recalca Rafael que nunca tuvo una discusión con el poeta. Lo trataba de igual a igual, como a un amigo. En días en que no trabajaba, Neruda aparecía en su casa para invitarlo a tomar el desayuno o la once. La amistad tejió la complicidad del oficio. En el libro Una casa en la arena, Neruda concluye: “Sus obras son perfectas”. Si la construcción tenía un error y lo advertían los arquitectos amigos, el vate afirmaba que había quedado mejor así porque era diferente a la perfección funcional y normal de las otras casas.
Siempre pedía un detalle diferente, estrafalario o falto de funcionalidad: el cielo raso curvo, terminaciones raras de las láminas de pizarreño, escaleras muy estrechas (ligadas a sus problemas de desplazamiento por su enfermedad); a veces las rarezas de las formas de las ampliaciones daba lugar a terminaciones no esperadas; temiendo el rechazo del poeta, Rafael le comunicaba, tímido y culpable, de esas formas extrañas. Neruda, en lugar de quejarse, quedaba encantado. “Déjalo así no más”, afirmaba que siempre le decía. “Me gusta más como quedó ahora”. Neruda odiaba lo uniforme. Para él la fealdad se relacionaba con lo igual, lo regular, lo que le gustaba a todo el mundo. El error era mejor que la perfección colectiva o la idea que le dio origen.
La ubicua defensa del carpintero no respetaba interlocutores ni miembros de la familia. Matilde se enojaba cuando Rafita rompía un objeto o un material de trabajo, pero Neruda se acercaba y le decía sonriendo, para aplacar el enojo, que “para hacer tortas hay que romper los huevos”.
INSTRUCCIONES EN LA INTIMIDAD
En medio de la charla, Rafael se para y trae de su casa fotos en las que aparece la figura del poeta. Fue su padrino de bodas, afirma; me muestra una en la que aparece junto a Matilde en la ceremonia de su casamiento en el registro civil de Isla Negra. A veces Neruda se encontraba en el dormitorio matrimonial y Rafael golpeaba la puerta para recibir nuevas instrucciones. Neruda le pedía que no golpeara y se internara sin permiso en las habitaciones de la casa. Rafael jamás se sintió con el derecho de ingresar sin permiso; máxime si estaba en el interior Matilde Urrutia.
Los viajes ininterrumpidos y prolongados obligaron a Neruda a dejar una cuenta abierta en ferreterías de San Antonio (como del español apellidado Díaz) o botillerías (camiones con vinos y licores para las fiestas). Rafael afirma, riendo, que el vino se ponía muy bueno cuando se añejaba.
Según el carpintero, Neruda era alegre, dicharachero. Le gustaban los niños. Siempre andaba echando la broma. Con Rafael se veían todos los días; si no trabajaba, Neruda lo pasaba a buscar para tomar el té o ir a su parcela de Punta de Tralca. Allí Rafael le hizo una cabaña. Neruda lo visitaba a pie o en un auto que nunca manejó. Cuenta que cuando se dirigían a la cabaña, asombrado de ver tantas flores al costado de la ruta, decía siempre: “Qué lindas flores, nadie las cuida y son hermosas”.
Neruda era un fiestero eterno. Rafael dice que las celebraciones eran constantes en la casa. Celebraba sus cumpleaños, la llegada de un mueble, la compra de un mascarón nuevo o el final de los trabajos (llamados en Chile “tijerales” porque se hacían cuando se entrelazaban las vigas del techo) de las ampliaciones. Rafael participaba en todas las fiestas.
Neruda se levantaba tarde, a eso de las once, miraba el mar, almorzaba tarde, dormía siesta y después escribía. Tenía pájaros en jaulas para que le cantaran en la ventana cuando él estaba escribiendo a mano con lapicera de tinta verde (no le gustaba escribir a máquina). Se acostaba tarde. A pesar de que la casa tenía salamandras, se calefaccionaba con estufas a parafina.
A medida que la fama del poeta crecía, la gente solía asomarse al cerco para escudriñar lo que ocurría en el patio. Neruda, para defender su intimidad de los mirones mientras comía o descansaba, pedía muros ocultadores. Rafael fue testigo de la llegada de muchas visitas ilustres. Recuerda con nitidez la presencia de Allende y Lagos. Dice que Neruda recibió a Allende en la sala de visitas de Isla Negra. Era muy simpático y comunicativo. Ya presidente, llegaba en helicóptero, aterrizaba en la cancha de tierra y se dirigía en auto a la casa del poeta.
Recuerda que una vez acompañó a Neruda a la casa del presidente Allende en Algarrobo (muy cerca de Isla Negra). Escuchó que Allende, ya triunfante en las elecciones pero sin asumir la presidencia, le dijo a Neruda que vendería su casa de veraneo porque temía que la gente lo acusara injustamente de haberla comprado con dinero del Estado.
Vio también a Rafael Alberti, a Volodia Teitelboim (en una de las fotos aparece a su lado), al poeta Juvencio Valle, a la folclorista Charo Cofré (cantaba y era habitué de las fiestas). Recuerda también que visitó la casa el astronauta ruso Yuri Gagarin; Rafael se sacó fotos con él poco antes de morir en un accidente aéreo.
CLAVOS Y FUSILES
El día del golpe de Estado, Rafael se encontraba en la casa de Neruda cumpliendo su jornada laboral. Lo vio llorar durante la mañana cuando se enteró de la muerte de Allende. Tres días después, los militares rodearon la casa; un grupo de soldados armados con metralletas se ubicó en la playa; esperaban el arribo de un barco clandestino que nunca llegó. El mayor al mando de la cuadrilla conversó con el poeta en el dormitorio. Cuenta Rafael que en los días siguientes al golpe, cuando el país se encontraba en estado de sitio, siguió trabajando en la casa; los militares le permitían el acceso.
Según Rafael, los militares no destruyeron la casa ni desordenaron los muebles y los objetos. Parece que la figura del poeta los cohibió. Neruda se encontraba en cama, enfermo de cáncer de próstata de carácter irreversible, desde hacía un mes; ya no podía caminar. Después del golpe Rafael lo vio desmejorarse rápidamente. Estuvo presente cuando abandonó la casa para dirigirse a la clínica Santa María, el 19 de septiembre.
Tras la muerte del poeta, los militares cerraron la casa. Rafael cuenta que vivió un tiempo allí. El país seguía en estado de sitio. Después pasó a manos del Estado; la dictadura la usó como internado de marineros. En su Memorias, Matilde Urrutia menciona que veinte años después, Rafael Plaza sigue siendo el albañil de la familia: “Nuevamente estoy pensando en arreglar la casa de Santiago. Me traigo de la Isla a mi buen amigo Rafita, para ver qué posibilidades hay de vivir ahí” (3).
En ese tiempo, mientras hacía arreglos en la casa, llegaron los carabineros. Rafita les miente asegurando que no estaba Matilde en su interior. Los carabineros se fueron. Inquieta, temerosa de que a Rafita le sucediera algo malo, Matilde desiste; la casa quedó un tiempo más sin ser habitada.
Rafael siguió viviendo en Isla Negra. En un día soleado de julio de 2018 lo descubrí vigoroso y lúcido, con sus ojos de San Juan de la Cruz y su frente de concha marina, dispuesto a recordar a su colega de la palabra. Ahora es el constructor de la memoria. El amigo cómplice, custodiado por el Nobel y la verdad de una época, aprueba una vez más, bajo la tierra humedecida por el mar y los años esperanzadores y tristes al fin, esta forma inusual del recuerdo.
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REFERENCIAS
(1) Neruda, Pablo. Arte de pájaros y Una casa en la arena, 2004, editorial Sudamericana, Buenos Aires.
(2) Bachelard, Gastón. La poética del espacio, 2000, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires.
(3) Urrutia, Matilde. Mi vida junto a Pablo Neruda, 1986, editorial Seix Barral, Barcelona.