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Intensidad sin fraude
Comprofierro, Juan Carreño. Balmaceda 1215. 2010

Por Gonzalo Abrigo
Publicado en Extremoocidente, N°2 junio de 2011



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¿Qué es la poesía marginal? ¿César Vallejo fue un poeta marginal? ¿Maiakovsky fue un poeta marginal? ¿Pasolini fue poeta de los márgenes? Hay un centro y hay una periferia. Hay también la distancia entre los factores y el área que inaugura esa distancia. ¿Qué brota en ese campito? ¿Lenguajes de mayor y menor circulación? ¿Códigos conjugados en una parcialidad del área? ¿Argots, localismos, slangs, coas tribales extremadas en esa misma área? ¿Realmente? ¿No es esto un predio de tinte artificial? No vaya a ser que la propia jerga utilizada por los críticos sea la que fabule esa fisonomía, esa dudosa topografía literaria. Cuando un poeta aparece -ya poco importa dónde, cómo-, cuando un poeta aparece, los críticos no saben bien qué hacer con él, dónde atraparlo, dónde incluirlo o separarlo. Otra impresión: cuando un poeta aparece el crítico se desorienta, para felicidad nuestra y también para felicidad de los críticos, al menos de los críticos voraces por dar cuenta de la crisis, los que prefieren ceder y no obedecer a su estructura mecano de lectura aprendida menos con los formalistas rusos que con sus héroes post estructuralistas (¿pero de verdad existen esos críticos, digamos, absueltos de todo mecanicismo?). El poeta no tiene ningún lugar. Ni siquiera cuando él mismo se asigna uno. Luego el crítico lo confirma o lo contraría. Y seguido se acomoda a la recepción que finalmente lo ubica, pues de ese modo puede amoldarse al lugar que soñó ocupar de adolescente o que le brinda provechosamente réditos que de otro modo jamás habría obtenido. Cualquier escritor que trabaje en vistas de esa alianza rápidamente sacrificará su trabajo individual, aunque puede que gane una vida más estable. No hay drama: por el momento no hay crítica.

Leer Comprofierro es la sensación de estar dando un paseo de la mano, página a página, por una poesía que uno ha leído antes, que uno ha leído siempre pero de la cual antes y siempre ha salido defraudado o charchamente estafado. Eso no ocurre con los poemas de Juan Carreño (1986). El mérito de este libro radica en insistir con una imaginación que la tremenda fila ha querido llevar a buen puerto pero que por falta de ese riguroso trabajo personal que otros llaman talento, y salvo excepciones, acaban por desestibarse a media estrofa.

Decir que este libro es una poesía hecha desde la marginalidad, es apelar a un lugar común inofensivo. Cierto que la cosa, rápido se adivina, no remite ni a las opulentas marginalidades de Vitacura, Chicureo ni, por ejemplo, a las más austeras lateralidades de San Joaquín (La Serena) o Bosques de Montemar (Viña del Mar). Pero eso es lo de menos. No es el asunto situar, estacionarse, aunque la situación, como arena de fondo, hospede de manera natural al conjunto. Notable la suficiente destreza auditiva y visual para acoplar imágenes al flujo del habla poblacional en varios de los poemas, expresando un tedio particular, una repetición cotidiana que prueba a fugarse en la droga o la violencia. No hay aquí denuncia. Mucho menos condena. Incluso a ratos parece haber celebración, sórdida y desalmada, pero que de cierto modo se defiende como lugar de la comunidad. En esa frecuencia, la escritura del chilensis tal como suena podría parecer una ingenuidad imperdonable. No obstante, la aplicación ordenada, y sin pasarse de listo, del gesto fónico, entre comillas -entre toneladas de comillas- rupturista, redime la estrategia (que en Chile ya es toda una tradición) y le inyecta vértigo y dinamismo desenfadado al verso, incluso humor, y de paso queda nuevamente en evidencia el innecesario gasto de papel -marginal, oficial- circulante.

Tal vez exista un residuo etnográfico, una leve voluntad de rescatar eso que los etnólogos llaman, sí mal no recuerdo, "lo emic", la mirada particular, intransferible, de la cultura decodificada por un observador. Carreño, en ese sentido, varias veces construye poemas a partir de lo que dicen los demás, o cómo se oye lo que dicen los demás, cómo se oye tal cual (La vena del Loco Murdo) a modo de feroces retratos, pero asimismo no demuestra con ello querer dar oportunidad, teorizar ni (y pese a que a ratos se cuele el ripio del desgarro autocompasivo) aspirar al puesto paternal de melodramático vocero de la cuadra. Es precisamente esa irresponsabilidad la que confiere a Comprofierro su intensidad sin fraude, despercudida de cálculo discursivo, y simplemente "porque hay que ir al otro lado / hay que saltar al otro lado / abrazarte / y decir que hablamos de lo mismo" (La montaña entre las uñas).

Pero sí que hay una compasión. Compasión con la experiencia personal y la de los demás cuando es también la personal. Una compasión que no hace eco de la pechoña anunciada por los predicadores evangélicos de las poblaciones o comunas chilenas separadas como difíciles. Hay una compasión en Comprofierro que no es predicable, que sólo puede aparecer en poemas. Aunque sólo puede aparecer en poemas cuando también un poeta aparece, una imaginación y no un predicador de orquesta arrepentida de canutos.

A propósito: en un diálogo inédito desclasificado en el número anterior de Extremoccidente, Lihn advertía que la marginalidad no podía ser patrimonio de nadie. Sí la poesía ha de ser marginal, no obligará por sus contenidos particulares sino por arriesgarse a una forma desde donde efectivamente interpele lo que se desee interpelar Eso significa una tremenda responsabilidad para con eso que los críticos y muchos jóvenes y no tan jóvenes, mediumnizados por un ingenuo y pálido resentimiento, a menudo refriegan como "lo oficial". Quiero decir: es inocente quedarse en la denuncia (sobre todo cuando esa denuncia viene henchida de academicismos), incluso atrincherarse en lo que se cree vanguardia o experimentación más radical. Rebelarse contra eso-de lo-oficial es meterse de lleno a comprender eso-de-lo-oficial, sacarle el rollo y no simplemente —pajeramente- tomar distancia, palco o galucha rebelde desde ampulosas o elitistas periferias. La única marginalidad posible hoy está obligada a aventurarse en el centro (¿pero cuál centro?, ¿hay todavía un exclusivo centro?, ¿Teatinos o Morandé c/Alameda por ejemplo?). O como alguna vez manifestara Nicanor Parra (en un verso de apariencia susceptible de tomarse a la ligera): en el corazón del corazón.



 

 

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