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Sobre Un astro umbrío en el pérfido día brillante
de Juan Chapple


Por Guadalupe Santa Cruz

 


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Nos encontramos en este libro de Juan Chapple ante un universo que prosigue su obra anterior (Vertederos, 2005), pero esta ciudad, la de Un astro umbrío…, que uno reconoce en su desértica sordidez como la misma, también es otra: ha afilado –afinado sobre todo– los modos de acallar, de aplacar la palabra de los así llamados “urbanos”. Aunque la bala destinada al protagonista de Vertederos y detenida ahí, a milímetros de su rostro, en un tiempo suspendido del que hablaremos más adelante, sigue esperando en este libro (¿qué es lo que espera? O, más bien: ¿qué insistencia resistente la sostiene a milímetros de estallarle en pleno rostro, en el corazón de su fuerza crítica?), los “urbanos” de Un astro umbrío… no son ya perseguidos por matones –narcos de poca monta, u otros–, y han cesado de huir de las garras de aves carroñeras. Los “urbanos” se mueven ahora en la escasa o inexistente luz por desvío de toda luminiscencia, por su mecánica distorsión vicarizada en las emisiones de los omnipresentes monitores. Es esa blanca violencia –no perceptible y desprovista de huellas manifiestas– que le resta cielo al cielo y horizonte al horizonte, que esfuma la cordillera, borronea la memoria y hace incluso del silencio un “silencio ilusorio”.

Se trata de la violencia que Juan Chapple condensa en la oración: “Los hechos nunca están en su lugar”.

La luz ciega o distorsionada que cierne a la ciudad desplaza los hechos, trastoca su envergadura y confunde lo que Deleuze llamaría los niveles de intensidad de los hechos; por lo que aturde cualquier entendimiento posible acerca de ellos. Si en Vertederos se trataba de cinco puntos cardinales, aquí el vértigo ha copado el espacio. El sol puede ser un “alto cirio”, los anuncios publicitarios meteoritos, el destello provenir de los propios presentadores de la pantalla noticiosa o la lumbre ser detonada por la “flama” de un ínfimo encendedor de colores del hombre que, empapado en gasolina y sin palabra alguna, se quema a lo bonzo arrodillado “con la sombra de los edificios dibujando jeroglíficos en su espalda”; se “in-flama”, se inmola y se torna “la más poderosa estrella del firmamento”.

Sabemos de la primacía contemporánea de la imagen y de la hegemohomogeneidad –remedando las palabras compuestas de Juan Chapple en Vertederos– de los medios, pero la voz en Un astro umbrío… presenta la particularidad de transitar por la frontera entre la entrega devota a “la ancha pantalla digital [que es el mundo]” y la lucidez frente a las imposturas (iba a escribir “los artificios”, pero ¿qué? ¿cuándo? ¿en qué circunstancias no lo son, hoy en día?). Se funde esta voz en la ambivalencia entre un ojo clarividente que discierne aquella “máquina de hacer noticias”, con sus escuadrones y escoltas audiovisuales, ojo sagaz que repara en el goce del conductor-caníbal recorriendo con la lengua sus labios al enumerar la recolección o caza diaria de desgracias –como el asesinato de la abuela por un adolescente, la chica que ha trocado el recién nacido por píldoras para dormir–, y ese otro ojo imantado por el “astro umbrío”, que se hace parte de “las procesionales cabezas [que] genuflectan sus ojos hacia los monitores”, que comparte el credo comunicacional en el que “los presentadores […] también ruegan/ […] porque en este día se reproduzcan los violadores/ porque desbarranquen los camiones/ los buses y los autos repletos de familias se estrellen/ porque el crash aplane el terreno para la sequía, la plaga y el gran movimiento de tierra”.

Ojo obturado que declara: “no estamos aquí para saber sino para ver”.

Tal vez sea este ojo doble, esta visión dispar que en la escritura de esta obra exige el paso incesante entre lo que se ha llamado tradicionalmente “poesía” y “narrativa”. No hay orden ni lógica en este desplazamiento entre “géneros literarios”, leo más bien los disímiles ritmos que dictan la respiración asediada por las imágenes, las pulsaciones del ojo en el lenguaje, o del lenguaje en los distintos ojos que asoman.

Algo se entrecorta, se comprime y asfixia en la falta de luz, en la ausencia de memoria, en los fuegos cruzados del voladero de luces que es la ciudad. Algo escribe apretado, en un compás breve y seco, falto de aliento, como “mascando […] terrones” y con “dientes en la lengua”.

Y algo escribe de corrido, como si de relato se tratara. Es así en varios fragmentos en que hacen su aparición dos personajes de alguna manera ajenos a la masa de “urbanos”: el vagabundo de la autopista (a su vez buscado por el verdugo del hablante en este libro) y el chico que come basura –que no es más que “un hueso mal formado y un poco de pellejo”. Ambos –¿o son uno solo?– parecen manejar otras claves desde un saber –sí, no solo han visto; han sabido–, por alucinada que suene esa sapiencia: “Un país se esconde en mi lengua/ y el vagabundo fétido de la autopista/ lo guarda en su mano”.

Desde ya, ser vagabundo de la autopista supone una colisión, abstracta y material, de dos temporalidades. Puede que ese conocimiento que guarda en la mano provenga del bolsón de tiempo que lo sustrae a la velocidad alienada de los conductores lanzados por esas pistas prediseñadas hacia quién sabe qué fin (aunque lo sabemos).

El chico que come basura, por su lado, también ha desertado la aceleración mecánica de la ciudad (“como una antigua cámara fotográfica, escrutaba a los bólidos que pasaban”) y su hábitat es un basural. Desde esos desperdicios –escombros también podrían ser–, desde los restos producidos por el fervor consumista y la conversión al “crédito farmacéutico” de los urbanos, que el chico que come basura tamiza, como “cedazo frenético”, con un “gran colador en sus oscuras y desproporcionadas manos”, y sostiene que el astro o estrella, intercambiables –leemos– como luz solar y como el signo más abierto de la bandera chilena, ambos hechos añicos, han elegido los basurales como tribuna, como lugar y “lagar” desde donde hacer uso de la palabra. Por ello el chico que come basura es “astroso” y “estrellado”, bella dislocación en torno al adjetivo desastroso y resemantización del verbo estrellarse, en sus habituales sentidos de chocar, reventar, fallar o malograr (que suponen, también, fracasar, el peor destino imaginable –esta vez fuera de toda ciencia-ficción, o de toda ficción a secas; en la realidad real, digo, aunque sepa que la realidad es y está sujeta a las ficciones; en la carne de la carne de la experiencia en el Chile de hoy–, fracasar sería el peor destino, repito, para “los animales feroces de este reino soberbio”.

Pero, ¿qué son los basurales? ¿por qué la insistencia de Juan Chapple, desde Vertederos, en estos espacios ? Y, más allá de este autor, ¿qué hay de la estética –literaria y visual– que viene trabajando aquí, desde buen tiempo (y a través de enfoques singulares), estos sitios de desechos literales como seña, o señuelo, privilegiado? Sí, Espacio basura, escribe Rem Koolhaas (2002), ampliando la noción de basura a los espacios públicos, en sus “proyectos” arquitectónicos y urbanísticos –es decir, en la relación entrañable entre cuerpo, subjetividad y espacio–. Escribe Koolhaas: “las transformaciones sucesivas ridiculizan la palabra ‘proyecto’. El proyecto es una pantalla de radar en la que los impulsos individuales sobreviven durante impredecibles periodos de tiempo […]. “El ‘espacio basura’ es posexistencial; nos hace sentir inseguros del lugar donde estamos, oculta adónde vamos y anula el lugar en el que estábamos”. Pero ¿aquí?, en esta “chilena tierra” –construcción sintáctica anglófona que reitera Juan Chapple, junto con palabras directamente robadas (heredadas, contagiadas, más bien) de ese léxico y universo lingüístico imperial–, aquí, no puedo sino asociar estos basurales (como dije, literales: hechos de restos orgánicos, desechos tóxicos de todo tipo y de escombros) a una memoria traumática colectiva que ha sido obliterada, trunca, negociada, cuyos duelos –esporádicos y tardíos– aparecen y desaparecen, como escorias de un acontecimiento del que, diría Benjamín, no se trata tanto de hacer el relato de los vencidos (como contrapunto de la historia siempre escrita por los vencedores), sino la reflexión de aquello que fue vencido. Es ese remanente, a mi parecer, que levanta y mantiene la vigencia de los basurales. Allí yacen los residuos y los vestigios de las preguntas sobre lo que fue esa derrota histórica que abrió camino a las lógicas que imperan en el país de hoy.

Escribe Juan Chapple: “En ojo propio/ esta tierra no se deja escribir/ más que por la mano de un muerto”. Hay un desespero que tiene que ver con la ausencia de memoria, como muerte de algo que pudo ser transmitido –no solo “muerte al mar envolvente y a las aguas violentas sin sal” sino también “muerte a las leyendas de tu padre y tu madre”–, y muerte, en el presente, de antiguos gestos colectivos que ahora, en la cultura dominante, perdieron todo valor: “se desintegran bellamente nuestras lealtades”. Parecen primar ahora “lonjas de palabras/ los cifrados códigos del miedo”.

¿Pero hay acaso un “ahora”, un “presente” en esta obra de Juan Chapple? O, dicho de otra manera y aunque parezca paradójico, ¿hay acaso un exceso de presente –el “presentismo” del que habla el historiador François Hartog, “un presente que es visto como el único horizonte posible […] que se encierra en sí mismo, que fabrica cotidianamente el futuro y el pasado que necesita, a través de los medios de comunicación y la difusión de hechos que inmediatamente son declarados históricos. […] El presente presentista no es igual en todas las sociedades. Implica una uniformidad con la globalización en los mercados, en las comunicaciones y en la información”. (No cito más que este fragmento de un pensamiento más complejo que aborda lo que este autor llama “una crisis del tiempo”, y en que establece un debate crítico entre memoria e historia).

Volvamos a Un astro umbrío en el pérfido día brillante.

Pregunta el hablante: “Esta chilena tierra ¿está en el futuro?/ con el futuro se escribió y borró tantas veces”. Implora el hablante: “OOOH, GRAN ASTRO DE LA CHILENA TIERRA/ NO NOS LIBRES DE LOS MUERTOS” […] NO NOS SALVES DEL RECUERDO (…) NO NOS DEJES DESPERTAR/ SI NO ES PARA CAER EN LA VIOLENTA ESPESURA DEL SUEÑO”. Hace un recuento el hablante (se trata siempre, desde Vertederos, de contabilidades reversas, adversas, perversas): “En el año 2500 y POLVO”, “es tu madre y la mía, / que lucharon y cayeron / en el año del soldado 1500 y POLVO”. Y es sobre todo al “chico que come basura” que intenta sonsacarle algo de su saber sobre el tiempo, algo que ilumine esta crisis del tiempo, esta permanente suspensión –sin suspenso, sin sorpresas– del tiempo, manifestada en la recurrente quemazón de la pregunta que recorre el libro Un astro umbrío en el pérfido día brillante: “Cuánto tiempo, cuánto tiempo fuera de los campos de luz”, sin encontrar ni darle respuesta. Queda traspasada al lector, quien tendrá que vérselas con este eclipse temporal.

 

Guadalupe Santa Cruz
Enero 2014



 



 

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