La Isla de Gorea, situada a unos tres kilómetros de Dakar, capital de Senegal, fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1978. Es un hermoso lugar donde los turistas se dan cita para conocer una parte de la historia de este país africano. Pero a pesar de sus bellos paisajes, su gente agradable, sus exóticas plantas y sus coloridas fachadas de las casas coloniales, está marcada por un período oscuro de la humanidad. La historia cuenta que el navegante portugués, Dinis Dias, llegó en 1440 a la parte más occidental del continente africano y lo bautizó como Cabo Verde, haciendo alusión a la frondosa vegetación. Cuatro años más tarde desembarcó en la Isla de Gorea. Y a partir de ese momento empezó el saqueo, la esclavitud y la explotación del hombre por el hombre. En aquella época algunos países europeos exploraban por el mar para encontrar puertos que les permitieran realizar, con eficacia, su comercio marítimo. Y la Isla de Gorea se convirtió en un campo de batalla para algunas potencias europeas. Durante tres siglos fue una zona acentuada por el comercio de esclavos. Los portugueses descubrieron la Isla y posteriormente fue lugar de disputa entre Francia, Holanda, Inglaterra y Portugal, quedando finalmente en manos de los franceses. El descubrimiento del Nuevo Mundo fomentó el comercio de esclavos de manera ascendente. Los mercaderes y dueños de barcos de esclavos consideraban a los esclavos como un cargamento de animales que deberían ser transportados al continente americano lo más rápido posible. Se calcula que veinte millones de esclavos partieron desde la Isla de Gorea hacia Europa, Estados Unidos y América Latina. Y como seis millones de esclavos perdieron la vida antes de ser embarcados a otras latitudes. En realidad, los esclavos estaban muertos en vida; porque la vida y la muerte eran dos palabras con un significado casi equivalente en aquel entonces. Las enfermedades, la desnutrición y las torturas ocasionaron la muerte prematura de los subyugados por el más fuerte. Así se convertían en comida para los tiburones. O bien se transformaban en un montón de huesos en algún lugar de la Isla. Cabe señalar que las motivaciones políticas y económicas de los países europeos, implicados en la esclavitud, fueron el saqueo de plata, oro, otros metales preciosos y el enriquecimiento a costa del sufrimiento humano. Por lo tanto, las colonias europeas necesitaban esclavos para que trabajen en las minas, en la agricultura, en las plantaciones de tabaco, de algodón, etcétera. Los europeos intercambiaban espejos, armas, bisutería barata, ropa, pólvora, sal, no solamente por esclavos, sino también lo hacían por oro, plata, condimentos y otros productos. La «Casa de los Esclavos», construida en la Isla de Gorea en 1776 por holandeses, atestigua un hecho vergonzoso de la historia de la humanidad, y se ha convertido en un Museo Histórico. La casa es de dos pisos. La parte superior, en donde ahora se exhiben fotos y textos que denuncian la barbarie de la esclavitud, era la vivienda de los señores que traficaban con esclavos. Lujosos muebles, cortinas y alfombras traídas desde Francia, adornaban los cuartos dando un aspecto de riqueza. Mientras en la planta baja permanecían los esclavos amontonados como animales, en donde reinaba la muerte, el hambre, el dolor y el llanto. Esta estructura social de superioridad blanca hacia las personas de color se practicó a todo nivel a plan de golpes, de gritos y de poder para implantar sumisión, miedo y humillación. Y, por consiguiente, el látigo, las cadenas y las torturas fueron el pan de cada día. Los pequeños sótanos de la planta baja, con paredes de piedra y piso de tierra, eran destinados para diferentes grupos de personas dependiendo del sexo y la edad. Un sótano para los hombres jóvenes. Otro para hombres adultos. De la misma manera había sótanos para las mujeres y sótanos para los niños. Permanecían todos los días sentados espalda contra espalda encadenados. No tenían nombres sino números en el pecho. Salían de los sótanos una vez al día para ir al baño o respirar aire fresco. Las mujeres eran más caras que los hombres tomando en cuenta su cuerpo, su dentadura, sus pechos y sus nalgas. Si eran vírgenes subía el precio. Un sótano especial con ventanas, sin vidrios, y mucho más amplio de lo habitual, era destinado para las mujeres que poseían esas cualidades. Algunos huéspedes europeos que vivían en la planta alta de la casa, que por lo general eran mercaderes de esclavos, administradores y militares, bajaban y observaban a esas mujeres por las ventanillas. Y elegían a la mujer más bella según su criterio personal. Entonces compraban su virginidad. Si la mujer quedaba embarazada, se la llamaba signora (señora), una derivación del portugués senhora, y subía un peldaño más en la jerarquía social que reinaba en la Isla. A las mujeres embarazadas se les daba libertad, a sus hijos se los llamaba mulatos o mulatas y nunca eran sometidos a la esclavitud. Las signoras más ricas de la Isla fueron Victoria Alberis, Anne Pépin y Cathy Louette. Eran dueñas de mansiones y tenían a su disposición esclavos y sirvientes. Los hombres, por lo general, debían ser fuertes, sanos y pesar 60 kilos. Si un varón pesaba menos era trasladado a un sótano especial, donde permanecía tres meses, para recuperar el peso deseado. De lo contrario, se quedaba en la Isla como esclavo doméstico. A las personas enfermas se las arrojaba al mar. Y los esclavos, que por alguna razón desobedecían las órdenes de su amo, eran sometidos a castigos brutales. En un calabozo pequeñito permanecían 10 a 20 esclavos, en cuclillas o de pie almacenados como mercancías, esperando que se cumpla su pena. Cuando venían a comprar esclavos, salían de los sótanos las personas con mejores atributos y les hacían posar en el patio y las gradas exteriores. En el balcón de la planta superior se encontraban los mercaderes y los traficantes de esclavos. Desde arriba daban órdenes para hacerles dar vueltas, como a vacas, y así poder observar su condición física. Una vez fijado el precio de cada esclavo, atravesaban un estrecho túnel que conectaba, mediante una puerta, hacia el Océano Atlántico. Allí esperaban barcos para transportarlos al Caribe, Estados Unidos, Brasil y a otras partes del mundo. Esa puerta era la puerta de la tragedia, la puerta maldita a la cual nunca más regresaban. Por eso, la llaman «la puerta sin retorno». Se despedían de sus familias con lágrimas en el rostro, desesperados gritos y palabras de angustia. Cada cual partía rumbo a un destino incierto para instalarse en algún trabajo forzado, y nunca más reencontrar a sus seres más queridos. En el año 1848 Francia abolió el tráfico de esclavos. Sin embargo, la esclavitud continuó en la Isla, en el resto de África y en otros continentes. Hoy en día la Isla de Gorea, conocida como la Isla de los Esclavos, es un símbolo del dolor humano. Sus calles y balcones coloniales, las palmeras, el castillo ubicado en las colinas más altas, el fuerte militar circular, el mar, las olas y las buganvillas le dan un ambiente mágico. Según los isleños aún se escucha, por las noches, quejidos y lloriqueos de las almas errantes que partieron de la Isla, y que no logran conseguir la paz.
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Por Javier Claure C.