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[no title] Wols (Alfred Otto Wolfgang Schulze) 1913-1951
La mano que mira
Juan Cristóbal Mac Lean E.
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El régimen figurativo al que estaba adscrita la pintura hasta cierto momento, la emparentaba naturalmente con las modalidades narrativas y consecuentemente, si se quiere, con la literatura. Están ahí para asegurarlo cohortes de grandes ilustradores de narraciones (como el conocido Gustave Doré, pero también todas las ilustraciones que el niño escruta en sus primeros libros y ya cumplen una función decisiva).
Pero el dibujo a secas, o el garabato abstracto e in-significante que llegaron después, no tienen nada que ver con la literatura, aunque sí en cambio se acercan al poema –que a su vez, tampoco tiene tanto que ver con la literatura, como supersticiosamente se cree.
Y de la profunda afinidad entre el poema y el garabato da cuenta, sin ir más lejos, este poema de A. Pizarnik dedicado a “un dibujo de Wols”:
“estos hilos aprisionan a las sombras
y las obligan a rendir cuentas del silencio
estos hilos unen la mirada al sollozo”
Por su parte Wols (1913-1951), no lo olvidemos, se cuenta entre los primeros que supieron llevar el garabato a su exaltación mayor, allá donde las manchas y las líneas encuentran y fundan nuevos campos, singularidades, vibraciones, desprendidas de cualquier representación o ajustes con ningún sentido. No en vano Wols, que muere joven aún (38) vio todo y de lo peor, y tanto que, asistente de las ruinas y al borde de un desarreglo esencial (refrendado por episodios clínicos, alcohol, empleo de drogas, etc), también apuró el trago del fin de la pintura tal como ésta había sido. En la bolsa de papeluchos con apuntes que lo acompañaba, se encontraba este:
“Los que sueñan despiertos
conocen mil cosas
que se les escapan a los
que sólo sueñan dormidos.”
Es de ese ojo que sueña despierto del que Breton decía: “El ojo existe en estado salvaje”. Es el ojo que toca lo que la mano mira.
En los dibujos de Wols, sobre todo últimos, manchas, rayas, líneas, rasgaduras del papel/lienzo, colores arrojados, rasguños, incisiones. Es entonces que está en acción la mano que ve, la mirada que toca, y que también habitan en la hora fatídica, y que dura aún, en que arte y no-arte conviven imprecisos, confundidos, apelan con otras urgencias y otras voces, emiten señales multiterritoriales.
En cuanto a las relaciones a veces díscolas, decíamos, entre la poesía con la literatura, si ambas indisciplinas pertenecen al mismo reglón bibliotecario, ello obedece más a un mero afán de afinidades que a su historia o su materia.
Poesía ha habido siempre y en todas partes, como puede comprobarse en cualquier afortunada recopilación de poesía oral, la que pudo muy bien pasar de la escritura, allá donde surgiese para, de memoria, ser cantada, recitada, declamada, salmodiada… Mucho más primigenia que las letras, de ninguna manera es descabellado imaginar que haya sido contemporánea de las primeras pinturas rupestres. La cercanía entre el poema, el canto, la fórmula encantatoria y los trazos, las dibujadas paredes recónditas, puede ser tan vieja como el hombre mismo. La literatura, en cambio y en forma de novela, hubo de esperar hasta muy tarde, hasta eso de los siglos XVI-XVII europeos para crearse, desarrollarse -hasta, casi, arrinconar hoy a la poesía que, como se recuerda, ya había sido, una vez, defenestrada por la filosofía y de la mano de Platón. Tal defenestración, sin embargo, el romanticismo de Jena se encargaría de hacérsela pagar caro –pero esa es otra historia.
Y tampoco, para seguir, las materias de poesía y literatura son las mismas. Bien lo aclara Yves Bonnefoy al dejar la palabra al poema y la lengua a la literatura: “La literatura es una posibilidad de la lengua, la poesía es una manera de despertar la palabra.” Y ‘a’ la palabra, le faltó decir.
Es al despertar a la palabra y al despertar la palabra que la poesía escrita, ya de entrada, con un uso particular del espacio (en la poesía, también, la página es un lienzo), se entrega, hasta desmedidamente a veces, a todos los recursos y retóricas. Lo hace a punta de sindéresis, paronomasias, metáforas y sinécdoques, repeticiones, juegos, oblicuidades semánticas, aliteraciones que “sacan a la palabra de su rutina fonética y restituyen al significante su materialidad viviente”. La poesía es la ley de los significantes, como lo pone el mismo autor.[1]Y es justamente entonces, en ese refulgir de la apariencia, entre los “broches del sonido” (Vallejo), en las musicalidades y juegos de la palabra y de palabras, que el poema se encuentra tan fácilmente con los saltos, ritmos y apariciones, apariencias puras del dibujo, del manchón. Después de todo, ¿no hablaba acaso Jorge Guillén, a propósito del poema, de «un lenguaje construido como un objeto enigmático»?
Y nunca queda claro, por otra parte: un dibujo abstracto, un garabato, ¿están diciendo algo? ¿O es que el decir sólo se circunscribe al lenguaje articulado? ¿Hay un decir no lingüístico? Pero, aún dentro del mismo lenguaje, digamos que desde Mallarmé, es el mismo decir poético el que se enfrenta con sus propios límites de sentido, mientras a veces la poesía se sostiene al borde de su incomprensión y al querer decir le sale espuma.
Ante un panorama así, cuando el arte del dibujo y la pintura celebran la exaltación del garabato (Tápies, Twombly), y la poesía (Celan) se instala en territorios vecinos al silencio y de gran dificultad hermenéutica, tal vez lo mejor, entre tantas ruinas, sea volver la mirada hacia los jardines -pero incluyendo en ellos, sobre todo, las canchas abandonadas, los territorios baldíos visitados por animales vagabundos y donde crece todo tipo de hierbas y de flores silvestres, dedicadas a su propia armonía disonante y sus escombros tirados por doquier. No en vano, en el suelo baldío, ve Gilles Clément una “incoherencia estética perteneciente al ámbito de los destellos.”
Y después de todo, la mano que mira no es sólo la del pintor, el amante o el calígrafo: es también la del jardinero.
[1] Salaün Serge. La poésie ou la loi des signifiants. In: Langages, 21ᵉ année, n°82, 1986. Le signifiant. pp. 111-128).