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Responso por irminegelda lidesma
Juan Cristóbal Mac Lean E.
Bolivia | mayo | 2017
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Iba caminando por un recodo del gran cerro, hacia el norte de Quillacollo, cerca de Liriuni, cuando en medio de un bosquecillo de eucaliptos me encontré de pronto con un pequeño cementerio. Semi abandonado, hechizo, de los que se dice son ‘clandestinos’, donde los difuntos entran sin portar ningún Certificado de Defunción.
Me fui fijando, entre las desiguales tumbas, sobre todo en los nombres propios. Ninguna llevaba el tipo de leyenda que se espera sobre una tumba. Aquí apenas nombres, sólo dos veces fechas, ninguna con el Que Descanse en Paz de rigor o algún equivalente. Nada de epitafios. Ni rastros de flores viejas. En algo que quiso ser como un techito en una de ellas, había una faja de cemento en que alguien había escrito algo, seguramente con un clavo, mientras el cemento estaba todavía fresco. Me agaché a descifrar la inscripción, como un paleógrafo extraviado, y hallé esto, copiado literalmente:
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Ni una mayúscula, ni nada más. Tal vez en su carnet de identidad, si alguna vez lo tuvo, se leía Hermegilda Ledezma. Más allá había otras dos tumbas, sin nombres. Quizá de niños a los que ni alcanzaron a encontrarles alguno.
Las lenguas en conflicto, la imposición de nombres, los diferendos, fronteras y barreras, fricciones entre lenguas, la escritura y la oralidad, las ortografías de la pobreza, los entierros clandestinos, y certificados y leyes… Nada más que en la inscripción tan dificultosamente trazada sobre aquella tumba, ya afloraban esos y más temas, con toda su soterrada, clandestina y callada violencia, su tragedia.
Mucho antes que para comunicar, dice Benveniste, el lenguaje sirve para vivir. Poco faltaría, en efecto, para que vivir y hablar no sean sinónimos. Pero volviendo a lo de “comunicación”, Benveniste apunta que ésta “debiera ser entendida como expresión literal de establecimiento de comunidad y de trayecto circulatorio.”
Lo que pasa cuando los trayectos se interrumpen o bloquean (entre sí), es que se desestabilizan la comunidad y las palabras, por ende las vidas que se hablan, y de pronto se encuentran en los cerros cementeritos clandestinos con nombres como éste:
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O tumbas sin nombre. ¿Y quién puede ser llamado si no tiene nombre, o su propio nombre está en duda?
Lo más probable, en todo caso, es que no estén evaluadas en toda su enorme dimensión las grandes quiebras, las grandes fallas (en el sentido geológico) que hay en las fronteras interlinguísticas, sobre todo dentro del triángulo castellano-quechua-aimara (por las grandes magnitudes demográficas), así como poco o nada se sabe del alcance, la profundidad y las consecuencias (económicas, psicológicas, judiciales, antropológicas, ontológicas, etc.) que conllevan dichas fallas. Ellas, para un gran conocedor del aymara (y sus fronteras con el castellano) como es Javier Mendoza (al que ya volveremos), están nada menos que “en la raíz de nuestra incapacidad de formar una mezcla coherente.” Ni tampoco él cree que llegue un futuro en que puedan darse paso, la una lengua a la otra, con menos fricciones. ¿Acaso no han pasado ya, en palabras de Iván Guzmán de Rojas citado por Mendoza, “quinientos cincuenta años de profundo desentendimiento”?
En contextos de esta naturaleza, inevitable surge la interrogación: ¿hasta qué punto una lengua forma a una sociedad, hasta qué punto las posibles disfunciones o bloqueos en una lengua se reflejan en su sociedad? Pregunta cuya urgencia se redobla ante el caso de lenguas paralelas, enfrentadas, contrapuestas o en situación de diferendo en un mismo territorio. Recordemos que, como las especies, también hay lenguas amenazadas y lenguas que desaparecen.
En un primer momento, Benveniste (Estructura de la lengua y estructura de la sociedad, en Problemas de lingüística general II, descargable) refiere las observaciones por las cuales parece concluirse que “la sociedad y la cultura inherente a la sociedad son independientes de la lengua”, que “lengua y sociedad no son isomorfas, que su estructura no coincide, que sus variaciones son independientes”. La diferencia que separa sus organizaciones estructurales permite asegurar que son “magnitudes no isomorfas”, carentes de correspondencias de naturaleza o de estructura. Sin embargo, prosigue después Benveniste, “otros autores afirman, y es no menos evidente, que la lengua es -como dicen- el espejo de la sociedad, que refleja a la estructura social en sus particularidades y sus variaciones y que es incluso por excelencia el Índice de los cambios que se operan en la sociedad y en esa expresión privilegiada de la sociedad que se llama la cultura.” Dados ambos extremos en tan delicados temas, con su parte inasible y que se fragua, sin duda, durante tiempos muy largos, cruzando capas de desamor, atravesando generaciones, muy imperceptiblemente, entonces nos resulta imposible inclinarnos a cualquier extremo. Sin embargo, ante la sola escritura del nombre, del posible nombre, de uno de los nombres de
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estamos como ante una herida de la lengua, una lengua herida y sin redención, muy lejos de ser una lengua absuelta (palabra de Canetti, otro devastado por la elección de lengua). La herida más inmaterial, inaprensible, imperceptible es la de la lengua y sus escombros y ruinas quedan por doquier en los paisajes de la palabra, ya sea en la inscripción del cementerio o en la lengua hablada, enrarecida, mutilada que se escucha por doquier.
¿Y cuál es o en qué resultaría la posición de la literatura, de la poesía, en una situación semejante? Algo más tarde, cuando vayamos a dar a César Vallejo, trataremos de acercarnos a esos arriesgados territorios en los que el tartamudeo-en-la-propia lengua y la íntima extranjería ante ella configuran los bordes de una nueva palabra.
Entretanto, estamos aún en las fronteras, los límites y diferendos suscitados a lo largo de las líneas de choque, encuentro y desencuentro entre lenguas, y consiguientemente culturas, sin absolutamente nada en común. La posición en que quedan las lenguas subalternizadas y en riesgo recuerdan al concepto de diferendo en Lyotard y que se origina en el no-poder-formular o demostrar que se recibe un daño a falta de un lenguaje y reglas comunes entre las partes. ¿Constituiría un daño, por ejemplo, la tácita orden social según la cual le pondrás a tu hijo un nombre en otro idioma que ni conoces bien? Tal vez de ahí viene, en el fondo, dicho sea de paso, esa profusión de nombres casi surrealistas y sobre todo en inglés que se advierte en la actual onomástica popular. Cuando la política y la poética de los nombres propios se desencuentran trágicamente.
Es que se sigue escuchando el derrumbe de la Torre de Babel y como todo derrumbe de proporciones arrastra sus damnificados. Lenguas que desaparecen, lenguas que son canibalizadas, lenguas que resisten, lenguas que se olvidan, lenguas que se aprenden… Todas vienen de la vida y son para vivir, sus palabras dicen la vida y la vida está hecha de las palabras que la dicen, mientras la muerte deja sin palabras o apenas las deja garrapateadas por ahí, por ejemplo en el cementerito clandestino en que Descansa en Paz
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