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Poemas de
Juan Carlos Olivas
(Turrialba, Costa Rica, 1986)





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Juan Carlos Olivas (Turrialba, Costa Rica, 1986). Estudió Enseñanza del Inglés en la Universidad de Costa Rica (UCR). Se desempeña como docente y poeta. Ha publicado los poemarios La Sed que nos Llama (Editorial Universidad Estatal a Distancia; 2009) Premio Lisímaco Chavarría Palma 2007; Bitácora de los hechos consumados (Editorial Universidad Estatal a Distancia; 2011) por el cual obtuvo el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría de poesía 2011 y el Premio de la Academia Costarricense de la Lengua 2012;  Mientras arden las cumbres (Editorial Universidad Nacional; 2012), libro que le valió al autor el Premio de Poesía UNA-Palabra 2011; El señor Pound, acreedor del Premio Internacional de Poesía Rubén Darío 2013, convocado por el Instituto Nicaragüense de Cultura (INC); y Los seres desterrados (URUK Editores; 2014). Su obra ha recibido también el primer lugar del Certamen Centroamericano de Poesía Haikú 2010 y el Premio Lámpara Dorada 2013, en Costa Rica.

 

 

El señor Pound

 

I

Harto de no poder alcanzarla,
tomó la primera piedra del patio
y la lanzó –según él– hacia la nube roja.
Mientras iba en el aire
comenzó a encenderse, después fue colibrí
y descendió hasta quebrarse
en los techos vecinos.
La madrugada salía del capullo
y estiraba sus alas de mosca.
El señor Pound no hizo otra cosa más que tenderse
y dar bofetadas a la tierra;
deshilachar el césped igual que lo haría un búfalo.
Por momentos parece sollozar algo intangible,
algo así como la consumación,
el chasquido de un encendedor,
la chispa que reluce aún en la oscuridad
y cae de sus manos y se mira,
mientras clava las pestañas
en ese hilo azul de gasolina
que por algún azar no enciende,
y todo es lo mismo –piensa–,
e imagina su cuerpo
hecho una llama multiforme.
Y entonces mueve sus brazos
como los aeroplanos que pasan
más arriba de la nube roja;
los envidia,
los manda al carajo con usura,
arranca la punta de sus dedos con los dientes
y en la pared escribe:
los aviones se van todos al destierro
y mi mente es un ala de avión
que veo de pronto en llamas.
Es ahí mismo donde desea salir,
pero se da cuenta de que no tiene paracaídas.
Trata de buscar en los compartimentos,
se fija por las ventanas
y todo va perdiendo altura,
y de las gavetas aparecen cosas
como pedazos de mujeres, libros,
postales religiosas, trámites de divorcios,
bicicletas, vidrios rotos,
papeles con los números de una caja fuerte,
anteojos, lencería, artefactos,
y nada por Dios del maldito paracaídas,
y el ruido es intenso, el aire gris,
gris pero no rojo.
Esta no es mi nube –piensa–,
y trata de ingresar a la cabina
pero todo es en vano,
y vuelve el señor Pound a sus cabales
pues alguien en el patio
pronuncia su nombre.
Está en el suelo,
lleno de tierra y pasto,
se saca la maleza de la boca
y llegan dos hombres a llevárselo;
lo tiran de hombros,
echa su cabeza hacia atrás,
lo arrastran y observa esa nube roja
que cae en la simpleza obsesiva de las piedras.
Malditas piedras –les dice Pound a la distancia–,
creen que por quietas tienen su lugar asegurado.
Mañana vendré y las moveré de su lugar.
Y desde ese día
el señor Pound,
bajo la nube roja de testigo,
prometió a sí mismo
convertirse en piedra.
 
 
II

Son veintitrés rayas paralelas
las que tiene el cielorraso de su cuarto.
Cielo –piensa–, es el cielo,
y está más cerca de lo que la monja del otro día
vino a ofrecerme,
cielo tan pálido este,
con veintitrés hileras de huertos
para sembrar las horas de ocio
que en la eternidad son muchas.
¿Qué se hace con tantísimas horas
en una eternidad tan pálida? –se preguntaba–,
¿será que nos ponen a sembrar?
¿Y qué sembramos?
¿La propia muerte acaso?
¿La muerte de nuestros seres queridos?
¿O sembramos de una vez por todas
a la muerte? –se preguntaba el señor Pound
viendo fijamente hacia arriba.
“Cielo”. Salió de pronto de sus labios,
y se dio cuenta de que Dios
ya no estaba ahí.
Quizás sí lo estaba en sus venas,
ahí mismo con él, postrado,
en una cama, al raso,
queriendo también saber
el porqué de esas veintitrés hileras vacías
y el porqué del vacío,
que todo lo consume
como a un cuerpo sin llamas.
Y entonces pensó el señor Pound:
A Dios le ayudaré  y él me ayudará.
Y trató de tocar el cielo
con sus brazos pero no pudo,
pues alguien, no se sabe quién,
los había amarrado con las gazas
más blancas del mundo.
 
 
VIII

Porque la juventud no duró para siempre,
el señor Pound inventa en su cabeza
esas gaviotas que en el aire se alejan.
Trata de recordar acaso un verso de Petrarca
o de Horacio, de Homero o de Virgilio,
y mientras golpea un soportal del balcón dice:
Amanece, y la flor de la juventud
se dirige a las puertas.
Sin embargo siente en sus ojos el eterno presente
y alguna vaguedad estruja con sorna sus manos.
La cruz del amor propio
lágrima a lágrima
constituye para sí el viacrucis.
La juventud, cumplidos sus prodigios,
es como ese Dios que un día se fue
como gaviota en el aire,
y prometió volver
a aquel que un día la hubo conocido.
 
 
IX

En el sanatorio se lo habían dejado muy claro:
Si el cielo existe, es un nido de cuervos.
Do you want another blanket, Mr. Pound?
It’s getting pretty cold in here…
El Señor Pound se ciñe al cuerpo la sábana blanca
a manera de toga,
y con el brazo extendido concluye que:
Nietzsche aprendió la dialéctica de los caballos.
Hitler era un músico frustrado.
Mahoma perdió su anillo de oro en una apuesta con ladrones persas.
Jesucristo consideraba que la niñez era la única alabanza posible.
Cuando un borracho baila destruye la torre de Babel.
Los pacientes todos aplaudían
como seres mitológicos
y después retornaban a sus cavernas interiores.
El termómetro marcaba 3 grados bajo cero
en el cielo de Washington,
Do you want another blanket, Mr. Pound?
Y por él contestaba un cuervo en la nieve.
 
 
XII

El sonido de un remo en el agua
perdona la agonía de la tarde.
Las callejas, los conventos,
visten el oro oxidado de los próximos días.
No son hombres sino sus almas las que pasan,
una encima de otra sin golpearse.
Aún parecen ellos meandros secos
arrastrados por un vendaval que desemboca
en otros tiempos, otras catedrales y otras caras.
El remo se hunde en el agua
hasta perderse en su propio sonido.
El agua se convierte de pronto en labio extenso
y te ahogas, tratas de salvarte,
descienden tus manos a un abismo de sal
y no me tocas.
Después sólo hay espuma de silencio.
Miro tus manos como un remo desnudo
que se asfixia y todo es bello,
las callejas, los conventos,
los hombres que ignoran que están muertos,
la luz siempre vacía que estalla sobre el agua.
 
 
XXIII

No es algo muy seguro que digamos,
pero hay una historia
que se cuentan entre sí los poetas surrealistas
cada vez que muere un patriarca
o salen del cine solos
enfundados en ridículas bufandas.
En uno de sus viajes –atestiguan–
el señor Pound entró de noche
al cementerio de Charleville con una pala
y buscó exhaustivamente
la tumba de Rimbaud.
Cuando dio con ella
hizo callar a los grillos,
a los sapos y a los pájaros nocturnos,
y empezó a cavar la tumba
hasta que dio con el féretro.
En ese momento hizo una breve pausa,
invocó a los cuatro puntos cardinales
y escupió la madera.
Ahí dio con el cráneo de Rimbaud
como un niño que ríe sin saber lo que pasa,
y guardó la osamenta en un bolso de cuero.
Antes de irse ordenó a los grillos,
a los sapos y a los pájaros nocturnos
que no dijeran nada;
pero algunos poetas surrealistas
lo vieron todo, o casi todo
porque la luna esa noche
emanaba el licor de alguna hierba aromática
y se acercaba la hora en que las muchachas
salían de la iglesia a pecar.
Por eso nadie detuvo al señor Pound en las aduanas,
ni sospecharon de aquel bolso de cuero
que se abultaba más allá de lo que podía contener.
Lo que pasó después es todo un misterio
incluso para los poetas surrealistas;
pero algunos se imaginan
que obtuvo unas monedas por el cráneo
en un mercado negro de Florencia,
otros que con él adornó su biblioteca,
y otros que de él bebe absenta
y aúlla versos en latín toda la noche
hasta que los vecinos llaman a la policía.
Mientras tanto, amigos míos,
la gente sigue visitando el cementerio de Charleville,
lleva flores a la tumba de Rimbaud
y se toma fotos junto a ella.
Las muchachas ya no van a las iglesias
y los poetas surrealistas han pasado de moda.
Y recuerden, amigos,
si alguien les pregunta
sean discretos.
Ustedes nada saben.
 
 
XXV

La nieve cubre parcialmente
el breve paisaje más allá de su ventana.
El señor Pound camina descalzo sobre ella,
según él, caminar descalzo sobre la nieve
es una forma certera para escuchar música japonesa.
No importa en cual parte de la tierra te encuentres,
las cuerdas de un koto pasarán por tus venas
y el shamisen marcará sus tres notas
según nazcas, vivas y mueras un día
contemplando un pez de madera inexistente.
La nieve según el señor Pound es de un color audible,
y tiene muy en lo profundo
el olor de los nuevos cerezos.
Cuando la nieve envejece
cae en tonos púrpura sobre sí misma
y ya es una canción que alguien se ha cansado de tararear,
pero aun así queda su música,
esa ceniza virgen que se enciende
cuando toca la piel.
 
 
XXVI

Todos tuvimos un barco de papel bajo el pecho.
Todos quisimos ser polizontes
o tocar algún violín desafinado.
Las cosas lejanas parecían entonces
la única bandera
que alguien se rehusaría a quemar.
Aquello que al amor se le adjudica
no tuvo ningún valor mayor que el infinito.
Lo sabían esos, los locos que esperaron
la noble brisa del mar
en un estanque lleno de monedas perdidas.
Al igual que los otros
yo también robé un periódico
para fabricar mi barco.
La mayoría de la flota fue derribada
por el guardián feroz del agua.
Después alguien nos llamó
uno a uno a nuestras casas,
y olvidamos el arte de construir barcos inútiles.
Hoy he soñado desde una casa ajena
con la brisa del mar,
vi nuevamente aquel estanque.
Mi barco de papel permanecía herrumbrado,
como un trozo de calma bajo el agua salvaje.
 
 
XXXV

Francesca,
yo seguiré indignándome
en sitios ordinarios
cuando escuche decir tu nombre.
Más ya nada diré –salvo en el pensamiento-
que fuiste mía,
cuando la noche era un niño muerto en tus manos,
y azul la hierba a la orilla de un río
recibía con delicadeza aún tu cuerpo exánime.
 
 
XXXVI

Doce años divagué en los nosocomios.
Doce círculos bajé hasta mi letargo.
Estaban vacías las doce fosas
que aguardaban mi tormento.
Había olvidado casi
el fulgor de las estrellas,
el mismo silencio que Confucio presentía
en todos los caminos,
el sabor del cerezo
de las regiones frías.
Pero hasta aquí he dado con mi rostro
y la paz ha envejecido tan humana
que siento piedad por ambos;
tarde llega la paz
para quien ha fracasado.
La naturaleza me inclina
en su serenidad de párvulo;
contemplo la moneda que giró pretensiosa
a la mitad del camino de nuestra vida
y la cara equivocada en el suelo.
El viejo amor que siento roto
es aquel rayo que ya ardió
en alguna parte.
Tarde llegué también a la duda,
al lecho de quien bebe la cicuta
frente a sus seres amados
y ante la ley sucumbe.
Mi mayor pecado fue tener la certeza
de que algo sabía.
Si poseí una virtud fue desangrarme
y darle mi savia a los lenguajes
que nadie hubo conocido.
Pero ya ves, soy igual a todos,
me sumerjo en la necesidad
de un cuerpo en las mañanas,
me influye la belleza de la arquitectura antigua
y todo esto es vano ahora.
El piafar de la luna me ensordece.
Todos los versos que escribí
son igual a esas gotas de rocío
que al amanecer cubren las hojas del árbol
y cuando pasa el sol se difuminan.



 



 

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Poemas de Juan Carlos Olivas.
(Turrialba, Costa Rica, 1986)