I
            Harto de no poder alcanzarla, 
              tomó la primera piedra del patio 
              y la lanzó –según él– hacia la nube roja. 
              Mientras iba en el aire 
              comenzó a encenderse, después fue colibrí
              y descendió hasta quebrarse 
              en los techos vecinos.
              La madrugada salía del capullo 
              y estiraba sus alas de mosca. 
              El señor Pound no hizo otra cosa más que  tenderse
              y dar bofetadas a la tierra;
              deshilachar el césped igual que lo haría  un búfalo.
              Por momentos parece sollozar algo  intangible, 
              algo así como la consumación, 
              el chasquido de un encendedor,
              la chispa que reluce aún en la oscuridad
              y cae de sus manos y se mira, 
              mientras clava las pestañas 
              en ese hilo azul de gasolina
              que por algún azar no enciende, 
              y todo es lo mismo –piensa–,
              e imagina su cuerpo 
              hecho una llama multiforme.
              Y entonces mueve sus brazos 
              como los aeroplanos que pasan 
              más arriba de la nube roja;
              los envidia, 
              los manda al carajo con usura, 
              arranca la punta de sus dedos con los  dientes
              y en la pared escribe:
              los aviones se van todos al destierro
              y mi mente es un ala de avión 
              que veo de pronto en llamas.
              Es ahí mismo donde desea salir, 
              pero se da cuenta de que no tiene  paracaídas. 
              Trata de buscar en los compartimentos, 
              se fija por las ventanas
              y todo va perdiendo altura, 
              y de las gavetas aparecen cosas
              como pedazos de mujeres, libros, 
              postales religiosas, trámites de  divorcios, 
              bicicletas, vidrios rotos, 
              papeles con los números de una caja  fuerte, 
              anteojos, lencería, artefactos, 
              y nada por Dios del maldito paracaídas, 
              y el ruido es intenso, el aire gris, 
              gris pero no rojo.
              Esta no es mi nube –piensa–, 
              y trata de ingresar a la cabina 
              pero todo es en vano, 
              y vuelve el señor Pound a sus cabales
              pues alguien en el patio 
              pronuncia su nombre.
              Está en el suelo, 
              lleno de tierra y pasto, 
              se saca la maleza de la boca
              y llegan dos hombres a llevárselo;
              lo tiran de hombros, 
              echa su cabeza hacia atrás, 
              lo arrastran y observa esa nube roja
              que cae en la simpleza obsesiva de las  piedras. 
              Malditas piedras –les dice Pound a la  distancia–,
              creen que por quietas tienen su lugar  asegurado. 
              Mañana vendré y las moveré de su lugar.
              Y desde ese día 
              el señor Pound,
              bajo la nube roja de testigo, 
              prometió a sí mismo
              convertirse en piedra.
               
               
              II
            Son veintitrés rayas paralelas 
              las que tiene el cielorraso de su cuarto. 
              Cielo –piensa–, es el cielo, 
              y está más cerca de lo que la monja del  otro día 
              vino a ofrecerme, 
              cielo tan pálido este, 
              con veintitrés hileras de huertos
              para sembrar las horas de ocio 
              que en la eternidad son muchas. 
              ¿Qué se hace con tantísimas horas 
              en una eternidad tan pálida? –se  preguntaba–,
              ¿será que nos ponen a sembrar?
              ¿Y qué sembramos?
              ¿La propia muerte acaso?
              ¿La muerte de nuestros seres queridos?
              ¿O sembramos de una vez por todas
              a la muerte? –se preguntaba el señor Pound
              viendo fijamente hacia arriba.
              “Cielo”. Salió de pronto de sus labios,
              y se dio cuenta de que Dios 
              ya no estaba ahí. 
              Quizás sí lo estaba en sus venas,
              ahí mismo con él, postrado, 
              en una cama, al raso, 
              queriendo también saber 
              el porqué de esas veintitrés hileras vacías
              y el porqué del vacío, 
              que todo lo consume 
              como a un cuerpo sin llamas.
              Y entonces pensó el señor Pound:
              A Dios le ayudaré  y él me ayudará. 
              Y trató de tocar el cielo 
              con sus brazos pero no pudo, 
              pues alguien, no se sabe quién, 
              los había amarrado con las gazas
              más blancas del mundo.
               
               
              VIII
            Porque la juventud no duró para siempre,
              el señor Pound inventa en su cabeza 
              esas gaviotas que en el aire se alejan.
              Trata de recordar acaso un verso de  Petrarca
              o de Horacio, de Homero o de Virgilio, 
              y mientras golpea un soportal del balcón  dice:
              Amanece, y la flor de la juventud 
              se dirige a las puertas.
              Sin embargo siente en sus ojos el eterno  presente
              y alguna vaguedad estruja con sorna sus  manos.
              La cruz del amor propio
              lágrima a lágrima
              constituye para sí el viacrucis.
              La juventud, cumplidos sus prodigios, 
              es como ese Dios que un día se fue 
              como gaviota en el aire, 
              y prometió volver
              a aquel que un día la hubo conocido.
               
               
              IX
            En el sanatorio se lo habían dejado muy  claro:
              Si el cielo existe, es un nido de cuervos. 
              Do you want another blanket, Mr.  Pound?
              It’s getting pretty cold in here…
              El Señor Pound se ciñe al cuerpo la sábana  blanca
              a manera de toga, 
              y con el brazo extendido concluye que:
              Nietzsche aprendió la dialéctica de los  caballos.
              Hitler era un músico frustrado.
              Mahoma perdió su anillo de oro en una  apuesta con ladrones persas. 
              Jesucristo consideraba que la niñez era la  única alabanza posible.
              Cuando un borracho baila destruye la torre  de Babel. 
              Los pacientes todos aplaudían
              como seres mitológicos
              y después retornaban a sus cavernas  interiores. 
              El termómetro marcaba 3 grados bajo cero
              en el cielo de Washington, 
              Do you want another blanket, Mr.  Pound?
              Y por él contestaba un cuervo en la nieve.
               
               
              XII
            El sonido de un remo en el agua 
              perdona la agonía de la tarde. 
              Las callejas, los conventos, 
              visten el oro oxidado de los próximos  días.
              No son hombres sino sus almas las que  pasan,
              una encima de otra sin golpearse. 
              Aún parecen ellos meandros secos
              arrastrados por un vendaval que desemboca
              en otros tiempos, otras catedrales y otras  caras.
              El remo se hunde en el agua 
              hasta perderse en su propio sonido.
              El agua se convierte de pronto en labio  extenso
              y te ahogas, tratas de salvarte, 
              descienden tus manos a un abismo de sal
              y no me tocas. 
              Después sólo hay espuma de silencio.
              Miro tus manos como un remo desnudo
              que se asfixia y todo es bello, 
              las callejas, los conventos, 
              los hombres que ignoran que están muertos, 
              la luz siempre vacía que estalla sobre el  agua.
               
               
              XXIII
            No es algo muy seguro que digamos, 
              pero hay una historia 
              que se cuentan entre sí los poetas  surrealistas
              cada vez que muere un patriarca 
              o salen del cine solos
              enfundados en ridículas bufandas.
              En uno de sus viajes –atestiguan– 
              el señor Pound entró de noche 
              al cementerio de Charleville con una pala
              y buscó exhaustivamente 
              la tumba de Rimbaud.
              Cuando dio con ella
              hizo callar a los grillos, 
              a los sapos y a los pájaros nocturnos,
              y empezó a cavar la tumba 
              hasta que dio con el féretro.
              En ese momento hizo una breve pausa, 
              invocó a los cuatro puntos cardinales
              y escupió la madera.
              Ahí dio con el cráneo de Rimbaud
              como un niño que ríe sin saber lo que  pasa,
              y guardó la osamenta en un bolso de cuero.
              Antes de irse ordenó a los grillos, 
              a los sapos y a los pájaros nocturnos
              que no dijeran nada;
              pero algunos poetas surrealistas
              lo vieron todo, o casi todo
              porque la luna esa noche 
              emanaba el licor de alguna hierba  aromática
              y se acercaba la hora en que las muchachas 
              salían de la iglesia a pecar.
              Por eso nadie detuvo al señor Pound en las  aduanas,
              ni sospecharon de aquel bolso de cuero
              que se abultaba más allá de lo que podía  contener.
              Lo que pasó después es todo un misterio
              incluso para los poetas surrealistas;
              pero algunos se imaginan
              que obtuvo unas monedas por el cráneo 
              en un mercado negro de Florencia,
              otros que con él adornó su biblioteca,
              y otros que de él bebe absenta 
              y aúlla versos en latín toda la noche 
              hasta que los vecinos llaman a la policía.
              Mientras tanto, amigos míos, 
              la gente sigue visitando el cementerio de  Charleville, 
              lleva flores a la tumba de Rimbaud
              y se toma fotos junto a ella.
              Las muchachas ya no van a las iglesias
              y los poetas surrealistas han pasado de  moda.
              Y recuerden, amigos,
              si alguien les pregunta
              sean discretos. 
              Ustedes nada saben.
               
               
              XXV
            La nieve cubre parcialmente 
              el breve paisaje más allá de su ventana. 
              El señor Pound camina descalzo sobre ella, 
              según él, caminar descalzo sobre la nieve 
              es una forma certera para escuchar música  japonesa.
              No importa en cual parte de la tierra te  encuentres, 
              las cuerdas de un koto pasarán por tus  venas
              y el shamisen marcará sus tres notas
              según nazcas, vivas y mueras un día
              contemplando un pez de madera inexistente.
              La nieve según el señor Pound es de un  color audible,
              y tiene muy en lo profundo
              el olor de los nuevos cerezos.
              Cuando la nieve envejece
              cae en tonos púrpura sobre sí misma
              y ya es una canción que alguien se ha  cansado de tararear, 
              pero aun así queda su música, 
              esa ceniza virgen que se enciende
              cuando toca la piel.
               
               
              XXVI
            Todos tuvimos un barco de papel bajo el  pecho.
              Todos quisimos ser polizontes 
              o tocar algún violín desafinado.
              Las cosas lejanas parecían entonces 
              la única bandera 
              que alguien se rehusaría a quemar.
              Aquello que al amor se le adjudica 
              no tuvo ningún valor mayor que el  infinito.
              Lo sabían esos, los locos que esperaron 
              la noble brisa del mar 
              en un estanque lleno de monedas perdidas.
              Al igual que los otros
              yo también robé un periódico
              para fabricar mi barco. 
              La mayoría de la flota fue derribada
              por el guardián feroz del agua.
              Después alguien nos llamó
              uno a uno a nuestras casas,
              y olvidamos el arte de construir barcos  inútiles.
              Hoy he soñado desde una casa ajena
              con la brisa del mar, 
              vi nuevamente aquel estanque.
              Mi barco de papel permanecía herrumbrado, 
              como un trozo de calma bajo el agua  salvaje.
               
               
              XXXV
            Francesca, 
              yo seguiré indignándome 
              en sitios ordinarios 
              cuando escuche decir tu nombre. 
              Más ya nada diré –salvo en el pensamiento-
              que fuiste mía, 
              cuando la noche era un niño muerto en tus  manos,
              y azul la hierba a la orilla de un río
              recibía con delicadeza aún tu cuerpo  exánime.
               
               
              XXXVI
            Doce años divagué en los nosocomios.
              Doce círculos bajé hasta mi letargo.
              Estaban vacías las doce fosas
              que aguardaban mi tormento.
              Había olvidado casi 
              el fulgor de las estrellas, 
              el mismo silencio que Confucio presentía
              en todos los caminos, 
              el sabor del cerezo 
              de las regiones frías.
              Pero hasta aquí he dado con mi rostro
              y la paz ha envejecido tan humana
              que siento piedad por ambos;
              tarde llega la paz 
              para quien ha fracasado.
              La naturaleza me inclina 
              en su serenidad de párvulo; 
              contemplo la moneda que giró pretensiosa
              a la mitad del camino de nuestra vida
              y la cara equivocada en el suelo.
              El viejo amor que siento roto 
              es aquel rayo que ya ardió 
              en alguna parte.
              Tarde llegué también a la duda, 
              al lecho de quien bebe la cicuta 
              frente a sus seres amados
              y ante la ley sucumbe.
              Mi mayor pecado fue tener la certeza 
              de que algo sabía.
              Si poseí una virtud fue desangrarme 
              y darle mi savia a los lenguajes 
              que nadie hubo conocido.
              Pero ya ves, soy igual a todos, 
              me sumerjo en la necesidad 
              de un cuerpo en las mañanas, 
              me influye la belleza de la arquitectura  antigua
              y todo esto es vano ahora.
              El piafar de la luna me ensordece.
              Todos los versos que escribí 
              son igual a esas gotas de rocío
              que al amanecer cubren las hojas del árbol 
              y cuando pasa el sol se difuminan.